jueves, 28 de junio de 2007

El cine de terror y yo


Casi inquieta la manera en que vamos dejando atrás, o, peor aún, amontonando en el ático, lo que en su día fueron intereses absorbentes y privativos que llenaban nuestra vida entera. También me inquieta, a título personal, que me haya decidido a iniciar una bitácora, foro donde puedo dar rienda suelta ilimitada a mis obsesiones, en un momento en que no solamente cuento con poquito tiempo para escribir, sino en que además me voy adentrando en esa fase previa a la vejez definitiva en la que los entusiasmos parecen asunto del pasado.

En otras épocas, habría saturado mi blog con mis ventoleras sucesivas: durante unos meses, Frank Zappa; más adelante, los tebeos de DC-Vertigo y los méritos relativos de Gaiman, Morrison o Delano; luego, una etapa de caspa hispánica cantando los pocos pero alucinantes milagros de Paul Naschy, León Klimovsky o Amando de Ossorio; después, mis viajes de descubrimiento en los mundos de esa música que llaman “clásica”. Ahora parece que me he serenado y, en lugar de orgías frenéticas de ensimismamiento, guardo a mis amantes del pasado en cajas, como Catherine Deneuve en “El ansia”, y las abro de vez en cuando para ver qué tal les sienta la momificación.

Es lo que me ha pasado en cierta medida con el cine de terror. Mi gran época con él fueron los veintipocos años, cuando iba descubriendo poco a poco un mundo adulto que veía dominado por normas absurdas y arbitrarias que ejercían violencia sobre el individuo. Como gran especialista en evadirme que siempre he sido, noté que ya no me valían exclusivamente los mundos idílicos y caprichosos, que había ahí fuera una realidad más fea con la que había que enfrentarse de un modo más agresivo.

Por eso el primer cine de terror que me llamó la atención, después de una infancia y adolescencia en las que no vi ni una sola muestra del género, fue el que se suele etiquetar como “gore”, aunque medie una considerable distancia entre la realidad de ciertos títulos míticos y la imagen trivializada que se tiene de ellos (ejemplo claro: “La matanza de Texas”, que contiene mucha menor violencia explícita de lo que se cree).

Era un acercamiento idealista, por supuesto. Mostrar la violencia cruda, sanguinaria, desagradable, no era para mí sino literalizar metáforas sobre una vida cruda, sanguinaria y desagradable cuyas entretelas sucias se disfrazaban con un barniz de “buen rollito” al igual que la piel disfraza la carne viva, los higadillos y otros órganos que no por imprescindibles producen menor regomello al ojo humano. En cierta manera, para mí las escenas de sangre y violencia explícitas equivalían un poco a cuando Maldoror decía aquello de “hay que dejarse las uñas largas para hundirlas en el pecho de los niños”, era desesperación, sinrazón y protesta. Cuánto del Vietnam no había en aquellas primeras pelis de Hooper o Romero, cuánto de la angustia de un cuerpo sometido a la tiranía de los instintos o las enfermedades no había en el primer Cronenberg, cuánto de los volcanes durmientes de la mentalidad católica mediterránea no había en el “giallo” italiano.

Esa energía en representar lo chocante, agresiva y de mal gusto que puede resultar la violencia equivalía a nombrar a un muerto durante la cena, a recalcar con insistencia de niño pequeño aquello que todos saben pero pocos quieren reconocer: que, si te cortas, sangras, que, por mucho que nos empeñemos en darnos aires, en el fondo somos sólo carne que sufre, se arrastra y muere. De ahí lo vital de que el “gore” resulte de veras incómodo y desagradable, que remueva conciencias y que no se limite a un espectáculo técnicamente competente pero inocuo.

Ahí quizá pudo localizarse el germen de mi descontento y mi gradual desconexión del cine de terror más reciente: en la discrepancia entre esta concepción juvenil idealista y romántica, y la realidad más prosaica, comercial y frívola del subgénero. Empecé a percatarme en los festivalillos (en mi caso el llorado Imagfic madrileño): donde yo buscaba estremecerme y hallar una catarsis violenta de miedos, descontentos y frustraciones del más variado pelaje, las tropas que aún nadie denominaba “frikis” no querían sino carcajearse, tomarse a chota todo aquello que veían y complacerse en un sadismo de andar por casa que podía ser saciado mediante cualquier producto mínimamente cafre, sin que importara su ínfima calidad cinematográfica.

Hombre, bien es verdad que lo de “ínfima calidad cinematográfica” puede tener su gracia y servir también de revulsivo contra lo estereotipado y conservador de los gustos artísticos, pero al final, como con ciertos tipos de música rock, uno termina un poco cansado de los mismos tres acordes y de los mismos vómitos contra el sistema de personas que en el fondo ganan más dinero que tú y se acuestan con chicas mucho más guapas. Ya vas teniendo la impresión, departiendo con la gente, de que no importa cómo esté contada la peli, sino cómo se cargan a la maciza de turno; no importan los ambientes o los desarrollos sino lo asqueroso que pueda resultar determinado efecto; no es posible defender películas que apuesten por un fantástico más etéreo, sutil o con vocación clásica, porque, si no hay hachazos, martillazos o amputaciones de miembros a la altura del minuto 25, la peli es un coñazo. Y así todo.

Unase a esto la inevitable disolución de las pandillas de frikis juveniles y las connotaciones desagradables que fueron adquiriendo en mi mente algunos de estos viejos amigos (acordaos de cómo Tony Manero termina asqueado de su antiguo barrio en “Fiebre del sábado noche”) para que terminara por distanciarme del terror y separarme de él sin rencores, con un apretón de mano y un “hasta siempre”. A continuación descubrí la música clásica y se inició otro idilio de unos 12-13 años.

Y sin embargo... De mis 485 pelis en DVD a día de hoy, clasifico un total de 93, casi una quinta parte, bajo la etiqueta “Terror”. Sigo considerando pelis como “Posesión infernal”, “Zombi”, “La matanza de Texas”, “Aullidos”, “La mosca” versión Cronenberg o “La cosa” versión Carpenter como clásicos fundacionales, e incluso un “giallo”, que tiene mucho de terror, como “Rojo oscuro” de Argento, ostenta el título de mi Película Favorita de Todos los Tiempos, la que reviso más a menudo y de la que menos me canso.

¿Y esta contradicción? Bueno, tal vez porque los factores que me impulsaron a abrazar el terror como escape violento de la realidad han persistido o se han metamorfoseado en otros. Antes tal vez era el instituto, la facultad, la angustia sexual de la juventud, la falta de horizontes laborales, los problemas de convivencia familiar... Ahora podríamos listar los malos rollos del trabajo, los descontentos en las relaciones de pareja, el coste creciente de la vida, el aluvión de responsabilidades... Cada edad tiene sus problemas, y el poder de la imaginación es igualmente básico en todas ellas para tratar de conjurarlos. De ahí la falsedad esencial de que el terror y la fantasía son para adolescentes. Sería como afirmar que todos los adultos alcanzan un alto grado de satisfacción e identificación con su vida.

Pero yo me pregunto: ¿Asumen los productores de cine la necesidad de un cine de terror para adultos? No puedo responder con perfecto conocimiento de causa, pues apenas paso por taquilla para intentar disipar mis prejuicios contra determinados títulos. Culpad a los exhibidores: si hay un subgénero fílmico que raramente se exhiba en versión original subtitulada, incluso en paraísos cinéfilos como Madrid o Barcelona, es el terror (siempre que no lo dirija alguien como Tarantino, claro). Serán muy progres y exquisitos, pero, cuando se estrene el próximo hito comercial de “casquería e higadillos”, acercaos al Ideal para ver si la ponen, o, peor todavía, al circuito de los Renoir, Verdi, Alphaville y compañía. Con el cierre de los cines Luna, situados en esa plaza de apasionante fauna humana, Madrid perdió su último reducto de terror en V.O. (no en balde la última peli que vi allí fue “Saw”). Llamadme fanático, pero yo últimamente prefiero ver una versión original en DVD que un doblaje en salas. Mis prioridades han cambiado...

Pero volviendo a lo de antes, no hay casi terror para gente que sobrepase la adolescencia. El “revival” del “slasher” adolescente, abanderado por Wes Craven, reinó durante una temporada insufrible, para ser reemplazado por las tarantinadas en plan despiporre, al estilo de “Abierto hasta el amanecer”, que me pueden divertir pero que incurren en ese espíritu de frivolidad festivalera que me ocasiona cierta alergia.

La época del “J-horror” abierta por “The ring” me dio esperanzas, dada su recuperación de la historia clásica de fantasmas y su mayor sutileza narrativa en un momento en que el hachazo en la pierna se ha elevado a figura de estilo. Pero su sobreexplotación comercial a base de “remakes” USA mató su efectividad y motivó un cansancio precoz de fórmulas a mi juicio totalmente válidas que además introducían un nuevo sistema de relaciones entre lo imaginativo y terrorífico y un entorno verosímil y contemporáneo, sin goticismos de saldo.

Ahora parece que se quiere volver a un “gore” cafre y malsano, provocador, que no deje a nadie indiferente. “Alta tensión” de Alexandre Aja, una de las últimas que vi en los Luna, tenía una vitalidad salvaje, no pedía perdón a nadie por lo que hacía y se permitía una trampa narrativa final entrañable de puro injustificable. No puedo opinar sobre el “remake” por Aja de “Las colinas tienen ojos”, pero tengo entendido que incide en esta línea dura, única capaz de salvar al subgénero de lo que yo llamo el “gore de multisalas”, cuyos epítomes para mí son “Hostel” de Eli Roth (cuyos apuntes sociológicos considero superficiales e hipervalorados, amén de su prolongado segmento inicial a lo “American pie” o, peor aún, el díptico “Road trip”/”Euro trip”) o “Amanecer de los muertos” de Zack Snyder (que reduce el caos narrativo del original pero convierte la historia en una película de acción cuya pulida espectacularidad no la hace apenas desagradable). Por otro lado, la insistencia en el “survival” ya cansa: si voy a ver una peli, me hace ilusión que se traten cuestiones más complejas que la de cuáles protagonistas mueren y cuáles no.

Y ya que hablamos de “remakes”, ahí tenemos otro obstáculo a mi reincorporación a las salas como espectador de terror. Un “remake”, pese a lo que digan algunos, no es malo en sí mismo (como forofo de la música clásica, sería como afirmar que sólo un determinado intérprete u orquesta deberían abordar una determinada obra musical y nadie más), pero por desgracia el número de “remakes” que de verdad se proponen dar una nueva perspectiva a una vieja historia y expresar algo diferente con ella se podrían contar con los dedos del pie del alpinista ese que está en “Supervivientes” (¿o es “La isla de los famosos”? Definitivamente estoy “out of touch”, que dicen en inglés). El criterio de reciclar una historia antigua para un público de potrillos y terneras, aplicándole el más superficial lavado de cara e ignorando la mayoría de los factores que la hacían funcionar originalmente, parece ser el nuevo evangelio de un culto que se atreve con todo, hasta constituir un género en sí mismo.

Antes parecía que, si querías revisitar “La semilla del diablo” bastaba con remedarla encubiertamente, en combinación si puede ser con otras pelis, y sacabas “La cara del terror” o “Pactar con el diablo” (ambas, qué casualidad, con Charlize Theron), pero no dudéis que cualquier día de estos tendréis en vuestra multisala del barrio una “Rosemary’s baby” con todas las letras, con Scarlett Johansson en el papel de Mia Farrow, Aaron Eckhart en lugar de John Cassavetes y algún joven talento de la MTV tras las cámaras. A lo mejor vosotros iríais a verla, pero yo paso.

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