martes, 31 de julio de 2007

Ingmar Bergman (1918-2007)


No se suele decir muy a menudo, pero el cine de Ingmar Bergman da miedo.

Hay algo en su quietud, en su silencio, en la manera que tiene de sugerir el enorme espacio vacío justo al lado de la vida, que lo hace inquietante.

Esos terrores de la religión, ese instinto sexual incansable, esa incertidumbre tras la muerte. Ahora se lleva mucho desestimar a Bergman como un pesado, un obseso aburrido, un ombliguista del arte y ensayo que no comulga con la religión del entretenimiento.

No le perdonan ponernos cara a cara con nuestra mortalidad en “Gritos y susurros” o en “Fresas salvajes”, cuyo reloj sin agujas mide la cuenta atrás de todos nosotros.

Ahora se lleva muy poco lo espiritual, lo metafísico, lo filosófico. Cualquiera hubiese dicho hace sólo unos pocos años, cuando pesaba sobre nosotros la losa nacionalcatólica, que llegaríamos a empacharnos del hedonismo, la alegría de la carne y el “carpe diem”.

Bergman, como por otro lado casi todos los iconos del cineclubismo, lleva consigo un cierto olor a sacristía, y no es raro que algunos de sus entusiastas, como mi amigo Santos, sean renegados del seminario.

Pero, mal que nos pese, quedan muchas preguntas sin responder, orígenes del misterio. “El rostro” plantea la existencia o no existencia de lo sobrenatural, desmontando supercherías con suma ambigüedad pero dejando claro que la persona necesita, por su propia naturaleza, elevarse sobre la mera materia.

Porque tarde o temprano surge el horror. El horror de las imágenes cristianas mal digeridas (esa mano clavada a una tabla, inolvidable entre las pesadillas de “Persona”), esa extrañeza del mundo incomprensible recién descubierto (el fantasmagórico bazar del judío en “Fanny y Alexander”), la sombra funesta e imborrable de una educación represiva (también en “Fanny”, el terrorífico fantasma del predicador que afirma “Nunca te librarás de mí”).

Saber comunicar este cúmulo de angustias en mitad de la fiesta perpetua de un insensato fin de milenio, saber trascender una sabiduría teatral innegable para convertirse, con la complicidad de Sven Nykvist, en un sin par creador de imágenes simbólicas y oníricas, hacer avanzar el lenguaje del cine a base de incorporar figuras de estilo ajenas al literalismo embrutecedor de lo que se considera el “cine clásico”, son la marca de un personaje irrepetible.

Bien es verdad que Bergman llevaba unos años retirado de la luz pública, que sus trabajos fílmicos eran ya muy ocasionales, que ya lo considerábamos una persona lejana cuyo trabajo no dejaba de crecer y estar presente. Un largo adiós consumado por fin, una cita final, agotadas las triquiñuelas, con el ajedrecista pálido a quien dio vida Bengt Ekerot.

Hasta que nosotros accedamos a la verdad que Ingmar ya conoce, nos queda su obra inagotable, fascinante e incómoda.

Yo tengo en casa sin ver aún “El silencio”, “Como en un espejo”, “Sonrisas de una noche de verano”, “La hora del lobo” y “Secretos de un matrimonio”. No os pasará nada si dejáis durante unos instantes las síncopas del “reggaeton” y los colores primarios del chiringuito veraniego para sumergiros en las brumas nórdicas del alma de la mano de todo un maestro.

De esos ya van quedando cada vez menos.

lunes, 30 de julio de 2007

10 míticas leyendas urbanas


1 – En las alcantarillas de Nueva York hoy cocodrilos albinos, fruto de una breve moda de regalar lagartitos que terminaban arrojados por el wáter.

2 – En “El mago de Oz” se puede ver el suicidio por ahorcamiento de un enano, que acabó con su vida debido a un amor no correspondido.

3 – En “Tres hombres y una pequeña dama” se puede ver el fantasma de un niño.

4 – Jamie Lee Curtis nació hermafrodita.

5 – Epi y Blas se casarán en un futuro capítulo de “Barrio Sésamo”.

6 – Los animadores de “La sirenita” escondieron motivos fálicos en los fotogramas.

7 – “Hotel California”, de los Eagles, es una canción satánica. Anton LaVey, fundador de la Iglesia de Satán, aparece en la contraportada asomándose a una ventana con los brazos extendidos, y todas las personas que aparecen en las fotos, salvo el grupo, fueron víctimas de sacrificios humanos.

8 – Paul McCartney murió y lo sustituyó un doble.

9 – El pollo de “Kentucky Fried Chicken” se extrae de un “ciempiés” transgénico.

10 – Clint Eastwood es hijo de Stan Laurel.

domingo, 29 de julio de 2007

El abuelo Igor con tres meses


Toda la comunión mirando hacia esa jarra de zumo de naranja convertida, a posteriori, en símbolo temprano de esos deseos inalcanzables que irían abonando el terreno para su desencanto precoz de la vida, el pequeño Igor, a quien no le faltaba demasiado para empezar a ejercer de abuelo, esboza ante la cámara un rictus de coquetería perpleja, de sabiduría prisionera, que lo asemeja a un Alfred Hitchcock en miniatura.

martes, 24 de julio de 2007

"El curso del corazón" de M. John Harrison


Son peculiares los mitos que rodean a este libro. Un reseñador hispano argumenta en la red que, a pesar de su calidad, constituía una lectura demasiado “difícil” para tratarse del primer libro de Harrison editado en nuestro país, y por tanto contribuyó a la relativa oscuridad y al olvido de su firma entre nosotros. Otra perla encontrada en el ciberespacio recomendaba la lectura previa de Ludwig Wittgenstein para entenderlo mejor. Con semejantes antecedentes, aguardé hasta un período vacacional para abrirlo y disponer de mis facultades mentales completas para desentrañar la madeja.

Pero no me encontré lo que había anticipado: Harrison escribe con una claridad y economía notables, sin que uno necesite volver sobre la misma frase una y otra vez para aproximarse a un sentido. Tampoco el sentido global se me antoja críptico, aunque quizá aquí influyan mis maneras de leer: al igual que en una novela policíaca me interesa mucho más el ambiente de misterio que la explicación final, considero que Harrison ve los elementos omitidos, los “agujeros” deliberados de la trama, como parte integrante de una poética de lo inexplicado, como una actitud inevitable ante las preguntas que la vida ni contesta ni contestará.

Podría decirse que “El curso del Corazón” es una novela sobre el sentido de la vida, sobre las tentativas infructuosas para recuperar la aureola mágica de existir que parecía permanente en la infancia, sobre las frustraciones de la vida en pareja, sobre las ficciones con que tratamos de hacer soportable la decepción, y sobre la inevitabilidad de la muerte. También hay visiones místicas, criaturas sobrenaturales, rituales mágicos y una historia alternativa de Europa, pero entretejidos en una alquimia misteriosa con los sucesos “reales”, con la oscuridad implacable de una narración sincera que no desea consolar con mentiras.

Yaxley, un sórdido y cutre hechicero contemporáneo, otorga a los tres protagonistas de la novela, durante sus estudios en Cambridge, un vistazo a la Pleroma, una dimensión ideal donde todo es como debe ser y todas las potencialidades se cumplen. Como resultado de esta experiencia, sus vidas se convierten en pesadillas de insatisfacción, embrujadas por la presencia de criaturas escapadas de su epifanía que les recuerdan en todo momento que el universo no es como debería ser. Como antídoto, la pareja que contrajo matrimonio inventa el mito de “el Corazón”, especie de Santo Grial místico transmitido de padres a hijos, ausente de la historia que conocemos desde la caída de Jerusalén (lo que explicaría su carácter caótico, entrópico, falto de espiritualidad), cuya genealogía imaginaría ambos van trazando hasta que queda claro que la mujer, aquejada de un tumor maligno, no es otra que la última descendiente de aquel linaje. Así, una ficción consoladora deviene en crepúsculo, en despedida a un cúmulo de ilusiones. No obstante, los atributos del Corazón se manifiestan en un espíritu femenino elemental, verde como la naturaleza, entreverado de sugerencias vegetales y acuáticas, que posee sexualmente al narrador y que podría ser asimismo parte del vislumbre de lo ideal que se llevó consigo de Cambridge.

Ese condicional “podría” es parte indisoluble del modo de novelar de Harrison: son tan pocas las certidumbres ofertadas, son tantas las posibles interpretaciones, que la desilusión del lector acostumbrado a ver encajar todas las piezas se me antoja inevitable. La magia se mantiene en un intrigante segundo término: apenas llegamos a saber nada de la ceremonia con la que Yaxley pretende que un ejecutivo y su propia hija de 13 años cometan incesto. Sólo sabemos que el narrador consiente en participar como medio para conseguir respuestas existenciales, y que el hechizo falla, como falla el ritual, preparado de antemano, con que Yaxley pretende burlar a la muerte. La magia se cobra un precio despiadado, parece decirnos Harrison, y no todos los magos son siquiera capaces de volver del abismo vestidos de blanco, como Gandalf. El abismo se queda en nuestro interior, sin que haya manera de llenarlo.

Otro de los innumerables núcleos temáticos del breve pero denso relato (225 páginas pueden dar para muchísimo) es la penetración del misterio de la mujer, que ha de permanecer incognoscible. La fantasía del narrador sobre una mujer vegetal se remonta a comentarios escuchados de pequeño a su madre sobre “una mujer adulta”, donde el inglés “grown” aúna los significados de crecimiento finalizado pero también de cultivo; el culto de la madre a las heroínas emancipadas pero solitarias interpretadas por Glenda Jackson o Vanessa Redgrave sirve para conformar una imagen fugitiva del otro sexo. Al final, varias verdades ocultas sobre su propia esposa servirán para insinuar al lector imaginativo que los diversos misterios de la novela no conforman sino uno solo, visto desde diversos puntos de vista.

Así es M. John Harrison: sencillo de leer pero difícil de explicar. “El curso del Corazón” será el típico libro que en sucesivas relecturas revele iluminaciones distintas y contradictorias. Breve, intenso y repleto de detalles peculiares, su mirada oscura (los necios dirán “deprimente”) a aspectos incómodos de la existencia sólo es comparable al sentido de misterio a punto de revelarse pero siempre huidizo que el arte de Harrison sabe crear con medios potentes y sutiles. Los lectores que no deseen correr riesgos preferirán “La ciudad color pastel”, primera y extraordinaria entrega de la serie sobre la ciudad imaginaria de Viriconium, pero el resto de la producción de Harrison (incluyendo los episodios finales de la propia “Viriconium”) resuena con la advertencia susurrada de que ambientemos nuestras búsquedas legendarias y nuestras aventuras heroicas dentro de nuestra propia alma, un alma más parecida a una Jerusalén bombardeada de lo que estamos dispuestos a admitir.

domingo, 22 de julio de 2007

Poema sinfónico para 100 metrónomos


Lo considero uno de los muy contados momentos lamentables de la edición completa de György Ligeti que emprendió Sony y remató Teldec.

La idea era la siguiente: el famoso compositor húngaro presentaría una nueva obra cuya naturaleza se mantendría en secreto hasta su mismo estreno. Una vez llegados los espectadores a la sala, se desvelaría el enigma. Cien metrónomos, ajustados cada uno a diversas velocidades, se pondrían en marcha al mismo tiempo. La pieza consistía en las interconexiones rítmicas de estos aparatos mecánicos, operados sin intercesión humana, hasta que se les agotara la cuerda y todo quedara en silencio.

Muy ingenioso, muy irreverente, muy provocador, muy John Cage, muy “Fluxus”. Muy de los años 60. Ligeti, en las notas al disco de Sony, se ufana de que las cintas de vídeo que contenían el acontecimiento original eran consideradas “material prohibido” por la televisión holandesa, y continúa afirmando que experimentar con la superposición de distintos metros y velocidades fue muy relevante para el resto de su carrera compositiva.

Pero yo veo en toda la experiencia una mala baba que considero poco simpática. Las implicaciones maliciosas del “Poema sinfónico” son varias:

1) El hecho de que los metrónomos sean 100 aproxima la “plantilla” a una de las orquestas sinfónicas elefantiásicas del período postromántico, al estilo Richard Strauss o Mahler. Se insinúa que los músicos de gran orquesta son esencialmente máquinas que ejecutan mecánicamente partituras preestablecidas, y que tanto ellos como los pentagramas caducos que interpretan irán decayendo y finalmente muriendo.

2) El carácter casi litúrgico de un concierto sinfónico, cercano casi al de una misa con su oficiante (el director), sus corifeos (la orquesta) y los feligreses, viene subvertido en una especie de parodia atea, donde no existe el director, ni hay elemnto humano, y el espectador se encuentra solo ante un laberinto de golpecitos rítmicos, tímbricamente homogéneo, y de un prosaísmo y banalidad deliberados para mejor contrastar con los éxtasis seudomísticos al estilo Bayreuth.

3) La denominación “poema sinfónico”, considerada por los contemporaneístas como sinónimo de romanticismo trasnochado y cursi, gestos melodramáticos por doquier, e imágenes sonoras estereotipadas como el “canto del cuco” inmortalizado por Beethoven en su “Pastoral”, viene aplicada, a modo de burla, a un artefacto sonoro de una objetividad que ni Stravinsky ni Hindemith habrían soñado en su vida, y absolutamente nada sospechoso de connotación extramusical alguna.

Por mi parte, me temo que el diagnóstico de Ligeti sobre la muerte de la orquesta sinfónica tira a certero (o al menos los metrónomos están a apenas un cuarto de su cuerda), pero me duele un poco esa acritud contra el concierto como ceremonia. Dado que no creo en lo sobrenatural, desplazo mi necesidad de mística (que todo ser humano siente) hacia ritos como las proyecciones de cine o los conciertos sinfónicos, y no puedo evitar encontrar bella la experiencia de ver cómo la música surge, en el momento, de la unión, del concierto, de un grupo de músicos dispares, surgiendo del silencio y desarrollándose ante un público congregado para ver cómo el milagro se repite. Si uno es incapaz de ver nada más que técnica y mecánica en una interpretación sinfónica, no vamos bien encaminados.

Por otro lado, la animosidad hacia el término “poema sinfónico” me parece injusta. Ya hemos mencionado sus aspectos negativos, pero también convendría recordar que el término surgió, creo que de la mano de Franz Liszt, dentro del afán romántico de romper barreras y géneros. Hasta entonces una obra orquestal era una sinfonía, en la onda de Haydn, Mozart o el Beethoven menos rebelde, cuyo plan formal, en número de movimientos, el carácter de estos, su estructura o incluso los compases a utilizar, era fijo e inmutable. Liszt y sus seguidores, en cambio, postulaban una pieza de un movimiento único que trataría de seguir de manera más o menos fiel las imágenes que un determinado poema u obra literaria le inspirasen al compositor.

Ya sé que esto repele a los postulantes de la “música pura”, mi tocayo Stravinsky entre los primeros, pero considerad que, en primer lugar, la inspiración no condiciona necesariamente los resultados, y que uno no necesita conocer ni siquiera de manera aproximada el “programa” de un poema sinfónico para disfrutar de él (a veces, como en el caso de la “Sinfonía doméstica”, de Richard Strauss, casi es mejor desconocerlo), y, en segundo lugar, que, mal que les pese a algunos, toda pieza musical desarrollada en un tiempo más o menos largo adquiere un carácter narrativo casi a su pesar, y se le puede hacer contar casi cualquier cosa (véanse las mil y un interpretaciones “políticas” perpetradas contra las sinfonías de Shostakovich, por ejemplo). Pretender que la música no evoque imágenes y sentimientos es una utopía cerebral imposible de realizar, y pocos compositores, incluyendo a los más “modernos” se han librado del tipo de altisonantes pretensiones poéticas que Ligeti quiere parodiar en su “happening”.

Pero lo peor de todo es que la broma se grabe y publique como si fuera una composición meditada. Es el tipo de decisión que da un mal nombre, esa aureola de “tomadura de pelo” a la música contemporánea, casi equivalente a los famosos cuadros en blanco de Jasper Johns o los famosos tubos fluorescentes que ocupan una sala del Reina Sofía. A Ligeti, que es un técnico e imaginador de primer orden, y uno de los pocos autores de las últimas vanguardias capaces de subyugar a un público no iniciado (aunque sea a través de Kubrick) se le ocurre un día un chiste que le podría haber venido a la cabeza a cualquier persona sin conocimientos musicales, lo escribe en una sola página de partitura, se lo pasa en grande apareciendo en el estreno con un frac varias tallas más grande, en plan “director”, se gana un poco más de fama de “niño terrible” y sigue su camino de apasionantes búsquedas sonoras.

Pero 30 años después llegan los de Sony grabando la obra completa del húngaro, y resulta que el “Poema sinfónico” es una “obra”, así que, para las generaciones futuras, nos queda una “pequeña eternidad” (que diría Zappa) de chasquidos entrechocados durante 20 minutos, sin el componente espectacular de estar allí presenciándolo, que es lo que tendría la gracia, y que termina hastiando al más predispuesto. Dar categoría de registro fonográfico a lo que no pasa de una coña marinera a costa de las ínfulas pretenciosas del “establishment” clásico, hace un flaco favor a Ligeti si a alguien le da por verlo como una de sus creaciones más características y representativas (como hizo la Sony francesa al incluirlo, craso error, en un recopilatorio de la colección “Les Absolus”).

Yo, sin arrepentirme lo más mínimo, prefiero mil veces escuchar “Una vida de héroe”.

viernes, 20 de julio de 2007

Macchina sessuale


De un tiempo a esta parte, lo más políticamente incorrecto en las artes es el exceso. Los entendidos exaltan la sencillez de las formas, el ideal es lo mínimo, lo despojado, el menos es más. El símil suele ser gastronómico: las mezclas abigarradas y poderosas sientan mal al estómago, provocan indigestión, mientras que lo sencillo y nutritivo entra como el agua.

Pero yo reivindico el derecho a la intoxicación y al banquete pantagruélico: al fin y al cabo, nuestra vida cotidiana suele ser parca en acontecimientos y emociones, y no veo por qué en el dominio de las artes, sin relación con la existencia real, deberíamos optar por una abstinencia castradora.

Todo esto viene a cuento de “El Casanova de Federico Fellini”, que estuve viendo el otro día en la Filmoteca.

“El Casanova” es exceso en estado puro: escenográfico, interpretativo, grotesco, narrativo, de metraje, de pretensiones... Creo que debe de tratarse aún de una de las películas más odiadas por los detractores del genio de Rimini, quizá porque encarna toda su faceta más caprichosa y menos rigurosa, amparada en el prestigio de un puñado de hitos incontrovertibles del séptimo arte.

Bien es verdad que la película, sobre todo si ya se conoce de antemano, puede fatigar; el hilo conductor es tenue, y por debajo de la espectacularidad de las “set pieces” late la sospecha de que se vuelve una y otra vez sobre temas ya expuestos en la primera secuencia de la película, donde queda clara la vacuidad vital de un personaje requerido por sus dotes de atleta erótico pero solamente por ellas, mientras sus más relevantes objetivos quedan en la cuneta.

Puestos a fabular, podríamos incluso aventurar que el cierto hastío que produce a la larga la película no haría sino reflejar el hastío del propio Casanova, arrastrado a pesar suyo de una aventura absurda a otra sin que aquello parezca tener final. Estaríamos casi en la tradición de las “películas aburridas para expresar el aburrimiento”, de Antonioni, si no fuera porque el material de Fellini es sensacional y circense, lleno de colorido, movimiento y picardía lujuriosa.

Casi sospecho que la intención de Federico es fatigar a propósito, en sintonía con su agenda desmitificadora. Si Casanova, el conquistador de miles de mujeres y amante incansable, modelo a imitar por la mayoría del género masculino y figura admirada y envidiada como pocas, es descrito como un fracasado a quien nadie tomó en serio como lo que él quería, como literato autor del “Icosamerón” o como adepto de la alquimia, el procedimiento lógico y coherente con esta visión para contar su vida sería una sucesión inacabable de episodios divertidísimos y excitantes sobre el papel pero que terminan haciendo desear tranquilidad, placidez y conclusión.

La primera frustración deliberada es para quienes esperasen un espectáculo erótico. Apenas vemos nada de la anatomía de las bellas amantes del veneciano, ni detalles de su trato carnal con ellas, porque lo importante en estas relaciones es el propio Casanova, mostrado como un gimnasta para quien copular es una labor ímproba y penosa, fuente de cansancio más que de placer. Los juegos eróticos y posturas acrobáticas (incluyendo el famoso “helicóptero”) son presentados como algo ridículo, como meros preludios a una actividad robótica y deshumanizada. En una de las metáforas más afortunadas que he visto en el cine, el pene de Casanova, y por extensión el propio Giacomo, aparece como un pájaro mecánico dorado, que salta y revolotea al compás del placer (y del inspirado y grotesco vals de Nino Rota interpretado al piano eléctrico) pero permanece siempre prisionero en su jaula. Si habéis visto “El sabor de la sandía” de Tsai Ming-Liang, reconoceréis una muy similar visión oscura del sexo.

Pero si Casanova es un prisionero, lo es por orgullo o por desesperación, porque los poderes sexuales que tanto halagan su amor propio, no sólo le sirven de poco a la hora de alcanzar esa alma femenina que tanto defiende en las cenas de sociedad, sino que, a fin de cuentas, son lo único que tiene.

Siguiendo con la metáfora del pajarito, Casanova es un juguete, engañado por falsas inocentes, injuriado por aquellas con quienes no puede “cumplir”, desdeñado en favor de los poderosos, despreciado por las mujeres sabias y reducido a bestia de carga por su propia madre. El elemento femenino rige fantasmagóricamente la vida de Giacomo, como la enorme estatua que duerme bajo las aguas de Venecia y sólo surge durante el carnaval.

Casanova fracasa en sus relaciones humanas y sentidas con Henriette o con las hijas del doctor; sólo triunfa en la grotesca competición sexual con Righetto o en la desenfrenada orgía con la cantante y la viciosa jorobada. No resulta raro que, tras ver desvanecerse una tras otra todas sus ilusiones de reconocimiento y verse en la vejez como poco más que un objeto de burla, sus últimos pensamientos sean para la única mujer que se asemejó de verdad a él: Rosalba, la muñeca mecánica.

Todas estas reflexiones son parte de por qué considero injustas las descalificaciones de “El Casanova” como un espectáculo vacío, glacial y aburrido. Amén del placer que pueda inspirar su excentricidad a determinados espectadores (la mera idea de Donald Sutherland como el mítico seductor ya vale su peso en oro), existe en su interior un núcleo humano y melancólico que no consigue ser eclipsado por todo el circo que desfila ante nuestros ojos y que se corresponde de maravilla con la música de un Nino Rota que nunca estuvo tan sembrado.

Al fin y al cabo, Casanova es un pobre diablo derrotado por la vida y las circunstancias; un enamorado de las mujeres, que sin embargo sólo buscaron en él un objeto; un monigote fatuo y risible similar a las marionetas de la Commedia dell’Arte. Algunos tildarán esta conclusión de moralismo católico, si no fuera porque el mito de Casanova representa demasiado bien los valores morales superficiales y manipuladores que tanto imperan hoy en día; si no fuera por esa humanidad que Fellini sabe dar a su protagonista, y que en cierta manera nos lo hace entrañable y digno de cierta lástima.

Ahora, sólo falta que alguien se anime de una vez a sacar la peli en DVD.

miércoles, 18 de julio de 2007

Pas Toulemonde


La película de Eric-Emmanuel Schmitt, “Odette, una comedia sobre la felicidad”, no me ha parecido gran cosa, pero sí me ha planteado un par de cuestiones interesantes. En primer lugar, el papel de las distribuidoras en crear la imagen de una cinematografía. En segundo lugar, una pequeña indagación sobre mi respuesta negativa a las películas “de buen rollito” y si cabe atribuirlo a razones más sustanciales que el hecho de ser un amargado.

Empezando por el primer punto, he de decir que llevo bastante tiempo siendo un incondicional del cine francés, el cual, por diversas razones, me parece el más completo, variado y solvente de Europa, por delante del británico o el alemán, y no digamos del italiano, que vive una crisis creativa preocupante desde los años 80. Sólo en Francia pueden convivir de esa manera, y ríete de las mitificadas “tres culturas” de Al-Andalus, el pequeño drama intimista, el cine de acción ultracomercial con toque “modernito”, los experimentos narrativos más frikis, la clásica superproducción épica con los medios necesarios, el cine policíaco y criminal, la comedia populista, el cine de denuncia sociopolítica o el terror más cafre e inquietante.

Y sin embargo, los distribuidores no lo ven así. A pesar del grito en el cielo que han puesto los exhibidores porque se les obliga a programar cine europeo, es un hecho que incluso de un país como Francia, que quizá sea el exportador de cine número uno de Europa, nos llegan poquísimos títulos, y el criterio por el que se eligen me parece más bien discutible.

En lo referente al cine “menos comercial”, llegan a nuestras pantallas apenas las realizaciones de las viejas glorias progres de los años 60 y 70, amén de un puñado muy restringido de directores que han caído en gracia al círculo de elegidos. En otra consecuencia perniciosa más de la “política de autores”, se cree que apoyar una cinematografía significa estrenar toda la obra de un determinado director, en lugar de dar oportunidades a títulos valiosos sueltos. Por eso ahora tenemos que tragarnos pestiños con pretensiones de Robert Guédiguian o comedias muy normalitas de Patrice Leconte. Pero, si asistimos a las ocasionales muestras de títulos inéditos que organizan los institutos franceses, tendremos una imagen muy diferente y nos preguntaremos qué tenían determinadas películas para haber llegado a nuestras pantallas grandes cuando otras mucho más arriesgadas y mejores se han quedado en el limbo.

¿Por qué razones no nos llegan cosas como “Stand by”, “À la petite semaine”, “Se souvenir des belles choses” o “À tout de suite”? ¿Es que ya cubren la cuota de pantalla viejas glorias, ya bastante latosas, como Chabrol, Rohmer o, ya casi alcanzándolos en senilidad galopante, Tavernier? Mi teoría es que es por un lado su valor de reliquias históricas, y, por otro, su agenda política grata a los cenáculos fílmicos de pose izquierdista, lo que ha hecho de ellos referentes. Es un poco lo que ha sucedido también con François Ozon, en un momento en que una sensibilidad “gay” y provocativa vende mucho.

La única alternativa a esto parece ser la gran industria, los éxitos populares con vocación de traspasar fronteras. Ya llevo un tiempo asistiendo con religiosidad a los “grandes estrenos” del cine francés, esos órdagos de la industria que pretenden dejar alto el listón de la “grandeur” a nivel internacional. Pero me estoy encontrando obritas modestas vendidas gracias a un “gimmick” (“Los chicos del coro”), “biopics” solventes en todo menos en lo que deberían (“La vida en rosa”) o comedietas de buen rollito sin grandes alardes creativos (la “Odette Toulemonde” que sirvió de pretexto a todo este rollo). Uno estaría dispuesto a desesperar, si no tuviéramos en cuenta que estos títulos son ante todo las apuestas de las distribuidoras, las películas que se cree que funcionarán en taquilla.

Sin ir más lejos, “Odette” nos ha llegado por dos razones: 1) Su concepto es tremendamente similar al del hito indiscutible de Jean-Pierre Jeunet, “Amélie”, que rompió taquillas en todo el mundo (volveremos al tema luego) y 2) Una peli anterior basada en un texto de Schmitt, “El señor Ibrahim y las flores del Corán” dejó una impresión muy buena entre la grey progre (no así “El libertino”, pese a los desnudos integrales de Vincent Pérez y la angelical Audrey Tautou).

De la misma manera, se respeta mucho al “star system”, hasta el punto de que resulta raro que no se estrene cuanta peli sigan haciendo Depardieu o Deneuve, que ya van encontrando su relevo generacional en Auteuil o Binoche (aunque no nos quejemos, que ese tipo de estrellas internacionales ya las querríamos aquí).

Por ese camino, se convierte en previsible lo que no lo es. Los desconocidos apenas logran abrirse camino mediante la vía envenenada del escándalo, que asegura estreno pero también críticas inmisericordes (véanse “Romance”, “Fóllame” o “Irreversible”, todas ellas pelis a la vez sobre e infravaloradas) o alguno de esos raros fenómenos sociológicos (“El odio” de Kassovitz).

Sea como fuere, el momento de imagen que vive el cine galo no es de los mejores, y mucho me temo que las maneras de remediarlo serían, o bien mudarse a vivir a Francia para tener la imagen completa, o hacer un uso intensivo del E-Mule, o restaurar la iniciativa de una “Semana de Cine Francés”, como la de cine alemán que se organiza en el Palafox de Madrid cada año, pero que falleció tras su segundo año de existencia, quizá porque se piensa que conocemos muy bien esa cinematografía y no necesitamos muestras especiales para divulgarla. Pues no sé qué deciros...

En cuanto al segundo punto de la introducción, el relativo a hasta qué punto no me gusta “Odette” porque no gratifica mi pesimismo negro sobre las relaciones humanas, os respondería que sí y no.

Y volvemos a “Amélie”. Si antes de hacer esa peli, me hubiese venido Jeunet, de quien fui un gran admirador desde el principio, y me hubiese dicho, “Abuelo Igor, voy a hacer una comedia romántica de buen rollito sobre una chica que hace de ángel de la guardia en Montmartre”, yo le hubiese contestado, “No la hagas, Jean-Pierre, haz algo extraño, raro, inquietante", y sin embargo la peli en sí me hizo cambiar de opinión, me pareció creativa, sorprendente, y un triunfo absoluto del estilo y la imaginación sobre un contenido que, a fin de cuentas, no dejaba de ser una mentira como un piano.

En cambio, “Odette” me parece una peli formularia que mira a Jeunet desde que se empezó a concebir: esa protagonista humilde y soñadora en un entorno cutre, esas secuencias de fantasía visual (bastante pocas y pobres, ya que estamos: ni siquiera el efecto de la levitación está lo suficientemente bien hecho, por más que en algunos planos suban a la pobre actriz protagonista a una plataforma elevada en grúa), esos detalles de eficacia probada para que la peli resulte simpática (los “playbacks” con canciones de Josephine Baker, que de paso proporcionan los obligatorios enlaces con la “Francia eterna”), lo previsible de la intriga romántica (que como en “Amélie”, contiene a un chico malo “reformado”, allí Kassovitz y aquí Albert Dupontel, a quien vimos por primera vez en aquella gamberrada sin excusas titulada “Bernie”) y una actriz con simpatía y carisma (Catherine Frot, ya disparada hacia el encasillamiento, como Isabelle Huppert, su compañera de reparto en “Las hermanas enfadadas”; con lo gracioso que hubiera sido ver a Huppert como la hermana encantadora y a Frot como la borde y reprimida).

Si añadimos a esto las obligadas gotas de buen rollito “gay” (Odette prefiere tener un hijo homosexual a una hija malhumorada o a un yerno holgazán) y un importante componente autobiográfico y narcisista (la figura exitosa pero atormentada de Balthazar Balsan suena demasiado a justificación del propio Schmitt) nos quedaremos con una peli que se ve con un agrado superficial pero de la que apenas nos quedará nada, por exceso de cálculo y de familiaridad. Charleroi, Bélgica, nunca será Montmartre, los simpáticos personajes no llegan a la altura del betún de la fauna humana descrita con gracejo pícaro por Jeunet, y no estoy muy seguro de que se sortee bien la trampa de lo cursi en los vuelos metafóricos.

Al menos nos quedarán virtudes habituales del cine francés, como un “casting” bastante competente lleno de rostros desconocidos pero muy adecuados (por ejemplo, los hijos de Odette, la ceñuda y displicente Nina Grecq, o el jovial peluquero “gay”, Fabrice Murgia) o frikadas insospechadas como las apariciones de Jesucristo, que se aproximan al borde de lo irreverente sin nunca sobrepasarlo.

Pero si esto es lo mejor que puede ofrecer el cine francés de hoy según los distribuidores, estamos arreglados.

lunes, 16 de julio de 2007

10 razones por las que discuto el supuesto carácter progre y moderno del porno


1 – Saca pingües beneficios de la insatisfacción sexual del ciudadano de a pie.

2 – Convierte a los cuerpos en máquinas sin expresión.

3 – Hace primar el atletismo sobre el placer.

4 – Influye, tanto o más que la publicidad, en fijar los cánones de lo deseable.

5 – Su falta de imaginación suele ser notable.

6 – Persuade, mediante un montaje tramposo, de que el acto sexual puede durar horas.

7 – Reduce el universo erótico a compartimentos estancos, favoreciendo el encasillamiento en roles.

8 – Se observa un notable índice de consumo de drogas y suicidio entre las actrices.

9 – Suele descartar la belleza a favor de un exhibicionismo paleto.

10 – Sigue siendo, aunque duela, la mayor fuente de educación sexual, muy por delante de la familia o la escuela.

domingo, 15 de julio de 2007

El baile de san Witold


Es uno de esos momentos significativos, definitorios. Al final de una de mis fiestas de cumpleaños, se me ocurre, para dar el toque “late night”, pinchar “Nuages” de Django Reinhardt. Ahora bien, la versión que yo tenía grabada comenzaba con una breve introducción seudo-clásica, seudo-impresionista, usando una de esas escalas aumentadas (¿o son disminuidas?) que rompen los centros de la tonalidad y crean un efecto “raro”.

Un segundo y medio después, llega una de mis hermanas hecha una furia diciéndome que no ponga música “de esa” y que quite esa canción, siendo necesario todo mi poder de persuasión para asegurarle que en breves instantes tendría una pieza de música “normal” y bien bonita.

En otra ocasión, el delincuente fue Maurice Ravel, cuya operita “El niño y los sortilegios” emitían por Radio 2 y constituyó el blanco de las iras de mi otra hermana, a quien ese tipo de música “de vanguardia” ponía muy nerviosa.

No quiero imaginar el efecto si se hubiese tratado de piezas compuestas por Iannis Xenakis o por Luigi Nono. Es que no falla: pon algún disco cuyo esquema armónico se salga de primera-quinta-cuarta, sin acordes perfectos y melodías algo inusuales, y la gente se te cabrea. Está garantizado.

A mí, como me gusta establecer correspondencias entre cosas que no tienen nada que ver, se me ocurre que la disonancia o la atonalidad son a la música lo que el terror o la ciencia ficción al cine: extremos expresivos que no están hechos para la mayoría del público y cuyo disfrute te coloca al instante, para bien o para mal, en una categoría “friki”.

Yo aprendí a valorar la música “extraña” de dos maneras: por un lado, a través de la música de gente como Robert Fripp o Frank Zappa, que intercalaban entre sus piezas más “normales” momentos de otro planeta; por otro, empezando a tocar la guitarra, con una española que sólo tenía las cuerdas segunda y tercera, como aún no sabía hacer escalas, me ponía a desvariar en plan “vanguardista” y me sonaba bien, había una magia en jugar cual pintor con los sonidos, con los ritmos y los silencios, aunque aquello a menudo se pareciese bien poco a aquello que se suele llamar “melodía” o “armonía”.

Después ya vino mi descubrimiento de la música clásica “difícil” y mi reivindicación de unas creaciones arriesgadas, que a menudo hablaban más a la cabeza que al cuerpo, mi amor a primera escucha por “El mandarín maravilloso” de Bartók, que se suele considerar lo más chungo de su producción junto con los cuartetos tercero y cuarto, mis viajes espaciales con Ligeti a través de los limbos de Kubrick y más allá.

Claro que no es oro todo lo que reluce: por cada Messiaen o Nancarrow, hay cincuenta esbirros de las academias que se saben de memoria el libro de estilo de “las vanguardias” (Mandamiento número uno: El público es ignorante y no sabe nada de música) y convierten en tostones de hora y cuarto lo que en Webern era genial durando sólo seis minutos. El gran error es caer en radicalismos estéticos y convertir la historía de la música en un cuento de buenos y malos, de progresistas atonales contra carcamales amigos de la música tonal y melódica. Esos que te dicen que no han escuchado nunca a Malcolm Arnold pero que no debe de ser un compositor relevante y válido. Porque lo dice el catecismo.

Pero mientras tanto, disfrutemos de Lutoslawski, de sus corrientes líquidas de sonido, de sus colores rutilantes, de sus ritmos entrelazados por deliberadas faltas de sincronía, su ambigüedad misteriosa que no permite encasillarlo como “música de terror” (por eso David Lynch usa poco sus composiciones en “Inland empire”, y recurre más en sus secuencias polacas a Penderecki, que es más visceral y acojona más). Empezad por el “Concierto para orquesta” y si os gusta tiráos en plancha al resto de lo que hizo, que está en disquitos de Naxos a 5 euritos cada uno, o, si sois roñosetes, en la mula.

Y si no os gusta, siempre os quedará Boney M.

jueves, 12 de julio de 2007

"La bruja" de Jules Michelet


Un reproche que se podría formular a mis lecturas es su carácter caótico, casual, asistemático. Sólo un ejemplo: sin tener idea de quién era Jules Michelet ni de su posición como una de las autoridades de la historiografía francesa, un saldo casual de ejemplares de una traducción española de “La sorcière”, se cruzó en mi camino veinteañero e instaló con firmeza el libro en mi canon personal, hasta el punto de propiciar la revisión en el original cuando ya peino más canas que otra cosa.

Lo que me llamó la atención en su momento de “La bruja” fue el tono literario, lejano de la ortodoxia que busca revestir de una pátina científica hasta los saberes más humanos, con que se abordaban la brujería y sus orígenes remotos. Entre un lirismo casi de acuarela y ciertos conatos de crudeza, se esboza el retrato de una Edad Media sumida en el caos, huérfana de los viejos dioses, sometida al capricho de los más fuertes, donde Satán viene a llenar todos los vacíos que dejaron en la sociedad el cristianismo intransigente y el feudalismo pisoteador de la dignidad y los aún desconocidos derechos humanos. Como lector veinteañero, me regocijaba que un autor se situara en el partido diabólico y adoptara la licencia poética de referirse a lo sobrenatural con tintas verídicas; ahora advierto una intención de desbrozar las leyendas, desproveerlas de sus detalles grotescos y estrafalarios y buscarles una justificación profunda que, si bien chocan con mis querencias góticas e irracionales, no dejan de sorprender e iluminar.

Por ejemplo, la magia no sería sino los primeros pasos de la medicina y la farmacopea naturales; el aquelarre sería un festejo popular con ribetes de orgía, donde se empleaban métodos anticonceptivos ante la presión de la pobreza y de la mortalidad infantil; los encantos y filtros de amor vendrían a reflejar las inconmovibles diferencias entre amos y vasallos; el diablo se apropiaría todo lo que un cristianismo ensimismado y cazurro desterraba de su visión: el cuidado del cuerpo en oposición al del alma, la lógica en oposición a lo revelado, la ciencia práctica en oposición al misticismo, la vida terrenal en oposición al más allá. La intención de Michelet, por tanto, bajo la superficie llamativa de un libro en el que los duendes y diablos hablan, los señores y señoras del castillo torturan y explotan sexualmente a sus vasallos, la peste castiga el afán por confundir la pureza con el olvido de la piel y la carne, y los jueces consignan a la hoguera a todos cuantos caminan en las fronteras movedizas de la virtud, no es sino establecer la crónica de un error, de un dualismo pernicioso, y anunciar un nuevo e inminente amanecer, poco menos que profetizado en las últimas páginas, una reconciliación entre espíritu y materia, entre religión y ciencia.

Es bien sabido que si Michelet, autor de voluminosas historias de Francia y la Revolución Francesa, y cultivador de una incipiente antropología, caprichosa y retórica, se interesó por las mujeres malditas del Medievo, esto se debió a la influencia de su segunda esposa, Athenaïs Mialaret, treinta años menor que él y una especie de hippie avant la lettre, fanática de la naturaleza, conocedora de las plantas y sus propiedades. De ahí quizá el tono frisando con lo dulzón de algunos pasajes que idealizan a la mujer casi en su perjuicio, pero también el furor con que se pretende restaurar la autoridad espiritual del sexo femenino, el afán ejemplificador que fuerza al autor a romper el hechizo envolvente de su panorama narrativo por una Edad Media insólita para incluir crónicas de varios procesos por brujería, de donde víctimas inocentes salieron rotas en cuerpo y alma.

Es un tramo desigual del libro: el narrador de anécdotas perdidas en la noche de los tiempos, erudito curioso y cándido que reprocha a Goethe haber convertido a la novia de Corinto en una vampira, deja lugar al desempolvador de actas, enredado a menudo en un maremágnum de deposiciones, fechas y testimonios, olvidando la deliciosa aura de ambigüedad de los capítulos precedentes. Duele ver cómo pasa de puntillas sobre el caso de Urbain Grandier y las posesas de Loudun, inspirador de Aldous Huxley, Penderecki... y Ken Russell.

En cambio, a pesar del fárrago ocasional, la historia del confesor jesuita Girard y Catherine Cadière reviste por momentos el carácter de la más apasionante y sensacional novela, aunando como aúna ingredientes como la violación de una niña de 12 años por un cura cincuentón desastrado y feo, el incontable harén de éste, el fingimiento de santidad haciendo pasar por estigmas heridas infligidas y reabiertas cada día por succión, los constantes e inoportunos embarazos, la sodomía como castigo para la recalcitrante niña, su seducción lésbica por las amantes del confesor, la administración de drogas para evitar que la verdad trasluzca en el proceso, etc. Nos diríamos en un libro diferente, de no ser por su estilo sonoro y elevado que parecerá afectado a más de un necio, y por la misteriosa continuidad implícita que hace identificar a la mujer anónima con quien comenzó el relato, expulsada de su hogar y empujada a la brujería por las sevicias del señor feudal, con la pequeña Cadière, relegada al olvido de las mazmorras eclesiásticas tras la absolución de su enemigo.

Si el libro, por tanto, se queda corto en algún aspecto y habrá sido superado en años posteriores, la pasión con que se desarrolla y su desprecio del academicismo hacen de él un pequeño clásico semiolvidado, una mirada independiente hacia el pasado que cuestiona tanto los hechos de la iglesia católica como las posturas volterianas que satirizaban tanto a víctimas como a verdugos. Michelet se me asemeja un poco al compositor Leos Janácek: un vejete otoñal vuelto visionario por una tierna hembrita. Muchos de nosotros podemos respirar tranquilos y no desesperar: los eruditos secos y polvorientos pueden todavía, por las artes de alguna brujilla, reverdecer en clásicos heterodoxos.

lunes, 2 de julio de 2007

Casa Takeshis


Para hacerse una idea del tipo de rareza que representa Takeshi Kitano, basta imaginarse a un componente de Los Morancos o Cruz y Raya pasándose con armas y bagajes, primero al cine de acción violenta, y después a graves y sesudas películas sobre el sufrimiento de la condición humana.

De hecho, Kitano forma también parte del imaginario televisivo español mediante su papel como conductor del concurso televisivo “Takeshi’s castle”, importado a nuestros lares por Telecinco con el nombre “Humor amarillo” y reciclado en estos tiempos, debido a su valor nostálgico, por Cuatro.

El humor tontorrón y kamikaze demostrado en las pruebas del concurso (corro un estúpido velo sobre la narración en “off” incorporada en España) da pistas, no sé si queriéndolo, sobre el sentido del humor entre bobalicón y sádico que mostró luego Kitano en su cine como director: pienso en las faenas a las que era sometido el mecánico de “Hana-bi” o en los repetidos puñetazos en el ojo que propina Takeshi a Omar Epps nada más verlo en "Brother", presumiblemente porque se trata del primer negro que ha visto en su vida...

Cómo choca esto con la repetida pose de estas películas, donde la vida se ve como un callejón sin salida del cual sólo se sale mediante el suicidio (el número de personajes de Kitano que salen por la puerta de atrás es ingente), con una estética por momentos “naif” con la que se quiere intensificar el desamparo (el mayor ejemplo de ese estilo tal vez sea “Dolls”) es el gran misterio de un cineasta a quien, por alguna razón, le ha tocado ser la gran referencia del cine japonés actual en el mundo, por delante de otros autores como Shinji Iwai, Sabu, Hirokazu Kore-eda y otros que se van descubriendo con cuentagotas a través del DVD o el ocasional estreno en salas.

Tras agotar la vena “yakuza” en “Brother” y alcanzar el cénit (o el nadir) del esteticismo “depre” en “Dolls”. Kitano parece tantear nuevos caminos para su carrera. “Zatoichi”, aunque a nosotros nos sonase a algo nuevo porque no conocemos como querríamos la cultura popular japonesa, no era más que un guiño a un personaje archiconocido y visto mil veces en el cine y la televisión nipones, con toques “pop” irreverentes añadidos. Más que un nuevo comienzo, parecía casi un epílogo, un divertimento pasajero antes de la pregunta clave: ¿y ahora qué?

De hecho, la sombra de “Zatoichi” planea sobre la siguiente obra de Kitano: “Takeshis” lo muestra nuevamente teñido de rubio, con la irónica diferencia de que en aquella peli incorporaba a un héroe invencible y aquí la metamorfosis capilar es aplicada a un pobre diablo que fracasa continuamente y es objeto de todas las burlas posibles. Asimismo, vemos decorados que bien podrían ser los mismos de la película sobre el samurai ciego, así como actuaciones del grupo de claqué japonés The Stripes (The Stripes, no The White Stripes), en lo que son sólo los primeros de una multitud de guiños autorreferenciales.

Porque “Takeshis’” es en definitiva un capricho de autor, no tanto el “Inland empire” de Kitano como, salvando las distancias, su “Ocho y medio”, un punto de inflexión en una carrera que no sabe por dónde tomar y por tanto abjura responsabilidades para permitirse un desahogo narcisista, un ajuste de cuentas con el mundo en general, un replanteamiento de lo que podría haber sido (o tal vez es en el fondo) su vida, y un desafío a las “buenas maneras” cinematográficas que hace obligatoria una propuesta excesiva, fatigosa e impertinente como afirmación macarra de un ego quisquilloso (algo así como cuando Frank Zappa afirmaba con orgullo que no había nadie a quien le gustara absolutamente todo lo que él había hecho en su carrera).

En primer lugar, tenemos una mirada sobre la vida pública del verdadero Beat Takeshi, el moreno, el actor protagonista de films de yakuzas, que en un principio apuntaría al modelo felliniano de cotidianeidad delirante y personajes excéntricos (ese cantante travestido y viejo) pero se desecha pronto, como prueba de ese carácter improvisatorio que jamás se desprende de la película, en favor de la vida cotidiana de Kitano, el rubio, cajero de supermercado y aspirante a actor que se presenta a todos los “castings” sin jamás conseguir un papel.

Aquí tal vez esté lo más satisfactorio para mí de la película, esa comedia triste iniciada con Kitano maquillado de payaso (puesto que, para colmo, ni siquiera logra) y que desarrolla “gags” tan hilarantes como las pruebas para un papel de cocinero cascarrabias o de sicario “yakuza” (al cual se presenta un verdadero mafioso, cuya actuación es por supuesto pésima). A medida que sus vecinos se ríen de él y recibe una humillación tras otra, comienza a confundir los sueños con la realidad, topándose con situaciones de lo más surrealista que acepta con inexpresivo fatalismo.

A partir de lo cual asistimos a un resumen de toda la carrera de Kitano, desde la autoparodia de sus films “yakuza” (ese tiroteo inicial en el que Beat Takeshi dispara siempre hacia abajo y no recibe ni una sola bala) hasta el borde del mar como lugar de descanso, reflexión y catarsis (el apocalíptico tiroteo final tiene lugar allí), el humor estúpido en el buen sentido, o los caprichos estéticos que revelan su experiencia como pintor “naif” a la par que cierta imaginación visual que brilla en medio de una puesta en escena funcional y utilitaria (retengo por ejemplo las luces nocturnas de los tiroteos, asemejadas a constelaciones en el cielo).

Se añadiría también un aspecto que raramente hemos visto en las películas de Kitano y que no resulta muy políticamente correcto: la óptica misógina con que se observa a los personajes femeninos: esa misteriosa mujer madura que irrumpe siempre para fastidiar (obviamente la figura de la Esposa), la competente asistente joven, atractiva y siempre dispuesta a servir sexualmente a los poderosos (la bonita Kotomi Kyono, de quien vemos frecuentes “flashes” desnuda y al borde del orgasmo) o la típica “fan” adolescente que persigue a los famosos como si de semidioses se tratara (aunque el retrato de esta última sea el menos ácido y dé pie a uno de los mejores planos de la película, cuando la vemos caminar en mitad de una situación peligrosa y sus padres, salidos de la nada, la observan de espaldas en primer término). Incluso en el número musical del “disc jockey” se identifica el manejo de los platos y consolas con las caricias eróticas a una de las actrices de la peli, dando una visión mecanicista, fría y desmitificadora del sexo.

Pero el verdadero clímax de “Takeshis’” será violento, en ese tipo de “vendetta” fílmica contra las frustraciones de una carrera que nos sirven de vez en cuando los cineastas veteranos (sin ir más lejos, John Carpenter, que en su “Vampiros” parece desquitarse de todo lo divino y lo humano a base de macarrismo). El hallazgo de una bolsa llena de armas, abandonada por los “yakuza”, llevará a una espiral de robos y confrontaciones armadas en compañía del alter ego travieso de la guapetona, sin que llegue a saberse a ciencia cierta si cuanto sucede es real, forma parte de un sueño o de alguna película en la que Kitano ha sido finalmente aceptado como protagonista.

Esa es la clave de “Takeshis’”: la frontera imprecisa entre sueño y realidad, entre “set pieces” impresionantes como la lenta y cuidadosa conducción a lo largo de una carretera sembrada de cadáveres y momentos en que Kitano, el fracasado, suplanta, se identifica con o se enfrenta al celebérrimo Beat Takeshi, en un ejercicio de introspección que en ocasiones huele a una autocompasión muy dudosa, como si se nos quisiera decir que, a pesar de la adulación y de los momentos de éxito, en el fondo el gran Kitano se siente solo en el plató o en medio de la línea ferroviaria, donde la muerte, personificada chuscamente en un actor de color con una linterna sobre la cabeza, vendrá siempre a buscarte lo quieras o no.

O quizá, en un toque, este sí, muy lynchiano, hayamos asistido a las fantasías del soldado japonés moribundo a quien los soldados americanos, vencedores de la II Guerra Mundial, llegan para rematar en la primerísima secuencia de la peli. Esta dimensión histórica del Japón contemporáneo como una pesadilla ridícula y absurda condicionada por la ocupación y tutela estadounidenses, proporciona el barniz “serio” a lo que en el fondo no es más que la travesura seudo-autoral de un director cuyo interés indudable lleva tiempo buscando corresponder, sin éxito, al papel de punta de lanza de su cinematografía que los festivales occidentales, Venecia en concreto, le han hecho asumir.