viernes, 31 de agosto de 2007

10 razones para odiar la saga "Star Wars", en su 30 aniversario


1 – Enterró el cine de gran presupuesto con ambiciones artísticas.

2 – Acostumbró al público en general a un ritmo narrativo frenético.

3 – Encumbró a un actor tan discutible como Harrison Ford.

4 – Inició la era del “merchandising” abusivo.

5 – Confirmó a los niños y adolescentes como espectadores básicos del cine.

6 – Se adaptó de maravilla a la cultura militarista de los EEUU.

7 – Fijó un relato fílmico descabellado del movimiento de las naves en el espacio, con maniobras aéreas y rumores subsónicos imposibles sin atmósfera.

8 – Arruinó para siempre el prestigio cultural de la CF.

9 – Convirtió a un cineasta raro y prometedor en un magnate pesetero.

10 – Prefiguró toda la era de la “franquicia”.

10 razones para amar la saga "Star Wars", en su 30 aniversario


1 – Salvó al cine como industria en tiempos dudosos.

2 – Introdujo al cine, y a la CF, a millones de personas aún aficionadas.

3 – Actualizó la magia de las leyendas mitológicas de capa y espada.

4 – Hizo progresar sin límite las técnicas de efectos visuales.

5 – Propuso como protagonista a un hombre caído en el mal y redimido.

6 – Planteó jugosos contrastes y contradicciones en su orden de aparición.

7 – Terminó su mejor episodio, el V, con la frustración de los héroes.

8 – Ocultó bajo su fachada comercial un vanguardismo soterrado.

9 – Plasmó de forma definitiva en el cine la “space opera” más “pulp”.

10 – Ofreció una esplendorosa barraca de feria, sin disculpas ni excusas.

jueves, 30 de agosto de 2007

Mis discos mágicos: "Black sea" de XTC


No me ha hecho nunca mucha gracia el punk. Siempre lo he equiparado a las bromas groseras de adolescentes borrachos, al desprecio por la cultura de personas ignorantes y resentidas, deseosas de escamotear su falta de talento detrás de actitudes desafiantes y demagogia fácil.

Naturalmente, las cosas no son tan en blanco y negro. The Clash, por ejemplo, aunque me sean un poco antipáticos por razones extramusicales (y bien sabemos la relevancia de los factores extramusicales en el rock) son uno de los grupos pop fundamentales de los últimos 30 años, surgidos del mismo turbulento caldero que fomentó muchas carreras valiosas.Por ejemplo, la de XTC.

Mi afición por XTC es producto de mi eterno esnobismo, de mi amor por los perdedores que se quedaron a las puertas del cielo. Tal vez si Andy Partridge, Colin Moulding y Dave Gregory fuesen figuras de “glamour” mediático, les habría hecho mucho menos caso. Pero me llama la atención que los creadores de una discografía tan variada y extensa sigan en un relativo limbo.

El disco del que quiero hablar, “Black sea”, quizá represente el momento de gloria de esta banda. En perfecta sintonía con los tiempos, está lleno de energía insolente, de melodías memorables, de letras entre ácidas y rebuscadas que Partridge desgrana con esa voz personalísima que amas u odias, pero que, como la de Robert Smith, resulta imposible de confundir con otras.

En el apartado instrumental, siguen molestándome un poco esas baterías electrónicas Tama, verdadera enfermedad de los 80, pero el sonido acerado y cortante de las guitarras, donde Dave Gregory intercala una técnica originalísima y nada fácil de imitar, me satisface tanto como el saltarín bajo de Moulding. No podían ser tan punkis estos tíos, cuando tocaban tan bien.

Podría glosar el disco casi canción por canción: “Respectable street”, con esos acordes de base que suenan tan extraños y disonantes pero configuran un ritmo propulsivo inolvidable; la melancolía de la incomunicación en la maravillosa “No language in our lungs”; joyas del pop como “Towers of London” o ese espasmódico himno, con una de esas excéntricas melodías marca de la casa, a la liberación a través del sexo que es “Burning with optimism’s flames”, sin olvidar la fabulosa “Don’t lose your temper” incluida en los “bonus tracks”, toda una explosión de alegría en dos minutos, dos estrofas y estribillo, o el cierre de espesa oscuridad “after-punk” que es “Travels in Nihilon”, título sacado de un libro de Alan Sillitoe.

Oscuridad que tampoco duraría tanto. En ese mismo año 80, tras el asesinato de John Lennon, Partridge se calzaría las gafitas redondas de éste y se iría impregnando de un espíritu Beatle que llevaría a que XTC fueran metidos a menudo en el mismo saco que Jellyfish o Crowded House. Algo injusto a todas luces porque, si bien Andy perdió en rabia, fue ganando en capacidad y para componer originalísimas canciones en discos tan grandes como “Mummer”, “Skylarking”, cuyo productor fue Todd Rundgren, ese do de pecho creativo que fue “Oranges and lemons” (que estuvo a punto de devolverlos al lugar que les correspondía por derecho) o el delicioso tributo al pop sesentero que firmaron bajo el seudónimo The Dukes of Stratosphear.

¿Qué sucedió con XTC? En primer lugar, Partridge decidió, tras un ataque de pánico durante una actuación en 1982, no volver a actuar en directo, una lástima dado el nombre que se iban fraguando como teloneros de grupos del nivel de Police. Sin entrar en la dinámica habitual de promoción, no se mantuvo el tirón de singles tan enrevesados y contagiosos a la vez como “Senses working overtime”, como prueba el hecho de que un disco tan exquisito como “Mummer”, donde empezaba a despuntar un sugestivo bucolismo folk, hundió mayormente su carrera hasta consolidarlos como un grupo para minorías fanáticas.

Hartos del maltrato dispensado por Virgin, XTC iniciaron, del 1992 al 2000, una travesía del desierto culminada con un intento de regreso, con los dos volúmenes de “Apple venus”, muy apreciado por los seguidores pero en definitiva frustrado: Gregory abandona la banda, Moulding anuncia que no seguirá dedicándose a la música, y Partridge, ese pequeño genio del pop, sigue en su Swindon natal (la ciudad que servía de escenario a “El curioso incidente del perro a medianoche” de Mark Haddon) gozando de un estatus de gurú menor, cuyos mil y un proyectos, salvo la apetitosa edición de sus demos inéditas, “Fuzzy warbles”, se mantienen en una distinguida marginalidad. Si Damon Albarn no lo hubiese despedido como productor del “Modern life is rubbish”, de Blur...

Pero siempre nos quedará “Black sea”, con su luz y optimismo juveniles, todo un anticipo semiolvidado del tipo de música que triunfaría por todo lo alto en el “britpop” de principios de los 90. Ya se sabe: los dones proféticos tienen más de maldición que de bendición.

martes, 28 de agosto de 2007

"Magic for beginners" de Kelly Link


Es raro a estas alturas de la vida encontrarse con autores que lo enamoren a uno a primera lectura, pero Kelly Link logró hace algún tiempo tal proeza. Se trataba de un relato titulado “Louise’s ghost”, recogido en una de las recopilaciones anuales de Ellen Datlow y Terri Windling y que lograba dar un nuevo sentido a la historia de fantasmas contemporánea mediante un adorablemente excéntrico sentido del humor, una iconografía surreal y una consciencia melancólica y sensual de los sinsabores de la existencia humana. Treinta páginas bastaron para que me apuntara el nombre en la memoria, y desde entonces la reputación de Kelly Link no ha dejado de crecer en el ámbito anglosajón, mientras que su carácter inclasificable la ha convertido en una de esas firmas que se mantienen por debajo del radar de los editores españoles. Demasiado caprichosa e imaginativa para los lectores de literatura general, demasiado de arte y ensayo para los lectores de género.

Es difícil describir los cuentos que componen el segundo libro de Link, “Magic for beginners”. Su retrato minimalista de las pequeñas angustias de las clases medias suburbanas podría recordar a Raymond Carver, pero a la vez su surrealismo “pop” de constante trasfondo ominoso tiene mucho de David Lynch, pero sólo si David Lynch cultivase un humor sutil y lacónico como el de Neil Gaiman en un día inspirado. Algunas piezas replantean en clave irónica o perversa los clásicos cuentos de hadas, otros se adentran en una visión insólita de la cotidianeidad que desemboca en finales enigmáticos que provocan al lector para que saque sus propias conclusiones.

Pero no creamos que Kelly Link es un ladrillo vanguardista: su estilo depurado consigue una legibilidad pasmosa, sus voces narrativas se meten al lector en el bolsillo en muy pocas frases, de tal manera que sabe hacer aceptar, a quien quiere entrar en el juego, los saltos de lógica más delirantes. Sólo Kelly Link, a fuerza de encanto extravagante, puede dar una apariencia de normalidad a historias en las que los zombis son clientes habituales de un “Seven-Eleven”, los vivos se casan y tienen hijos con fantasmas, o una abuelita guarda un pueblo entero dentro de su bolso.

Pero al contrario de lo que sucede en mucha fantasía, Link no se queda en el concepto brillante, sino que explora a partir de allí, sin perder de vista a sus personajes y la manera en que el elemento imaginativo es relevante en sus vidas. A veces lo fantástico es un fascinante telón de fondo, como en “Some zombie contingency plans”, cuyo frustrado protagonista vive obsesionado con qué hacer en caso de que los muertos vivientes lleguen de improviso, o como en el relato que da título al libro, una fantasía metaficticia en la que la poesía frágil de los amores adolescentes discurre en paralelo con una serie de televisión imaginaria cuyas descripciones fugaces constituyen una de las creaciones más subyugantes que un servidor haya encontrado en la fantasía, y tanto más cuanto que nunca llegamos a saber lo suficiente de ella para hacernos una idea cabal.

Otras veces Link mete la directa y nos brinda piezas laberínticas como la clausura del libro, “Lull”, cuya crónica del fracaso de un matrimonio, a través de subtramas imbricadas unas dentro de otras, incluye invocaciones al demonio, líneas de sexo telefónico que ofrecen relatos insinuantes contados al revés, máquinas del tiempo, alienígenas, copias múltiples de una misma persona y mil y un detalles caleidoscópicos que configuran todo un fascinante desafío para el lector, que podrá releer estas páginas una y otra vez y sacará algo diferente en cada recorrido.

Pero estoy perdiendo un poco el tiempo, porque ninguna descripción puede hacer verdadera justicia a estos relatos, que ponen patas arriba muchos de los tópicos de la fantasía (como en “Stone animals”, la más peculiar historia de casas encantadas que me haya sido dado leer) y a la vez resultan del todo creíbles y entrañables en un plano puramente humano. Quizá sea necesario entrar en el juego que propone la autora (algo imposible para muchos que siguen viendo el surrealismo como un desagradable moho adherido a la cultura del siglo XX), pero la recompensa es considerable. Estamos ante el típico libro que, habiéndolo acabado de leer, me inspira ganas de volverlo a empezar desde el principio, pues siento que no he sacado de él todo lo que tiene, que deseo volver a asistir boquiabierto al sentido de la maravilla que me inspira su inconcebible despliegue imaginativo. Pura magia ante la cual uno se siente un mero principiante.

viernes, 24 de agosto de 2007

"El Consejo de Hierro" de China Miéville


El tercer novelón épico de nuestro calvo musculoso preferido es loable por cuanto tiene de voluntad profundizadora. Mi única experiencia hasta ahora con él, “La estación de la calle Perdido” tenía entre sus virtudes una prodigalidad deslumbrante, una panorámica, casi un montaje con tantos planos diferentes como Eisenstein, sobre su creación protagonista, la ciudad de Nueva Crobuzon, pionera entre los escenarios de fascinante decadencia urbana que dan su carta de naturaleza al “New Weird”, antes de “City of saints...” de VanderMeer o “The etched city” de Bishop. En esta ocasión, Miéville no desea repetirse y decide centrarse en uno de los aspectos anteriormente tratados a vuelapluma: la posibilidad de una revolución social.

No cabe duda de que esta pretensión hace casi único a China en el mundillo de la fantasía épica, pues, de Tolkien en adelante, casi se da por supuesto que las tramas de este tipo de novelas tendrán por función restablecer en el trono al rey depuesto, o derrocar al malvado y cruel usurpador en favor de una monarquía benigna, en una palabra, establecer el “statu quo”, recordar a los cuatro vientos que Dios está en su cielo y que el orden terrestre no hace sino reflejar el orden celestial, cuyo sentido es perfecto. En cambio, Miéville, como inesperado portaestandarte de una ideología tan fuera de favor como el marxismo, pinta un cuadro dinámico y por momentos lírico de las masas rebelándose contra un gobierno corrupto y explotador, brutal y sórdido, que ha sumido a Nueva Crobuzon en su estado de surreal decadencia.

La metáfora central del libro encandila con sus ecos del “western”: los trabajadores del ferrocarril que debe cruzar el continente de Bas-Lag de un extremo a otro sacuden el yugo de sus capataces, que los mantienen en su durísima labor sin recibir paga, y se lanzan a una huida fulgurante en el propio tren cuyo desarrollo debían guiar (el Consejo de Hierro del título), fraguando su camino a base de levantar los raíles que dejaron atrás y volverlos a instalar ante la locomotora, en un trayecto infinito que se alimenta a sí mismo, imparable pero sin dejar un camino transitable por otros. El proletariado desencadenante de la rebelión es, de modo significativo, el contingente de presos Rehechos, delincuentes convertidos por las “fábricas de castigo” en monstruosidades surreales, experimentos cocidos en la mente del más sádico doctor Frankenstein.

Miéville no para ahí su revista a los grupos que deben luchar por su liberación: las prostitutas del ferrocarril tienen también mucho que ver al respecto, como también, aunque en menor medida, los homosexuales. La homosexualidad desempeña aquí el papel de “erotismo prohibido” que jugó en “Perdido Street...” el amor entre especies. El amor nunca correspondido del todo que siente Cutter, uno de los protagonistas, por Judah Low, experto en la creación de gólems de combate, supone una de sus motivaciones primordiales para salir en busca del Consejo de Hierro, y se hace necesario elogiar el buen gusto en el tratamiento del tema por parte del autor: en ningún momento se cae en sentimentalismos dulzones, ni se pierde de vista que las relaciones “gays” son cosa de hombres, es decir, a menudo un alivio sudoroso, brutal e urgente entre machos. Esta consciencia de los ángulos menos “glamourosos” de la realidad, en mitad de un universo donde abundan los prodigios sobrenaturales y terroríficos, es uno de los puntos fuertes de la escritura de Miéville, distanciándolo de mucha fantasía al uso, escrita claramente para adolescentes o incluso niños.

Claro está que no es oro cuanto reluce. Estructuralmente, tengo ciertos problemas con el libro. El inicio, que nos coloca directamente en mitad de un grupo de personas que buscan el Consejo de Hierro, es aventura casi desde el primer párrafo: antes de saber quiénes son esas personas ni cuál es su motivación, ya los tenemos a la greña contra amenazas mágicas y criaturas de pesadilla. Aunque la intención sea claramente empezar con un terremoto, según la cita atribuida entre otros a De Mille, la estrategia no me sirvió para entrar en la novela, por mucho que aparecieran fantasmagóricas manos muertas que dominan cual títeres a seres de todo pelaje, mortíferos espíritus elementales de las aguas o un “cowboy” sobrenatural capaz de influir sobre la conducta ajena subvocalizando. Es significativo, aunque perjudicial para el afán diversificador de Miéville, que sea la siguiente subdivisión de la novela, un comienzo atmosférico más al viejo estilo ambientado en la ya familiar metrópoli de Nueva Crobuzon, la que me atrape como lector y me genere las auténticas ganas de seguir pasando paginas. Uno sospecha que Miéville no es tan buen escritor de acción y aventura como él piensa, sino que sus capacidades residen más bien en lo descriptivo, lo sociológico, incluso lo psicológico. Lo cual no le impide incidir en las batallas sobrenaturales una y otra vez, con un entusiasmo a veces rayano en lo cansino.

Siguiendo con la estructura, de nuevo nos topamos con un probelma ya encontrado en “Perdido...”: la incapacidad para generar un tercio final de verdadero interés. El clima de descontento social apoderándose de la ciudad, las andanzas de una banda de renegados criminales que planean el asesinato de la alcaldesa, y la resolución del Consejo de Hierro de interrumpir su huida para regresar a la ciudad y servir de apoyo moral en el ascenso del Colectivo (léase el partido comunista revolucionario) no son capaces de crear la suficiente intriga en el lector, no albergan la suficiente promesa de revelaciones, como tampoco sucedía con la plaga de “polillas del sueño” de la novela anterior. Aunque se desconozcan detalles incidentales que pueden llegar a sorprender, y a menudo lo hacen, el nivel de incógnita es bajo: se sabe con bastante aproximación qué va a suceder, de manera que sobreviene un cierto cansancio más o menos a la altura de la página 400 y pico... de 614.

Quizá el problema resida también en un estilo a veces innovador y brillante, con una notable capacidad para codificar todo un mundo mediante exóticos neologismos (esa parte virtualmente intraducible del género fantástico), pero a veces farragoso y fatigoso, a veces grotescamente redicho, a veces vulgar sin complejos. Miéville no se anda con medias tintas y se ha pronunciado más de una vez en el sentido de que no se puede vehicular un universo extraño mediante una prosa “razonable” e invisible. Su intención es convertir el “pulp” en arte, pero no estoy seguro de que el ritmo de sus períodos albergue la suficiente variedad para sostener durante grandes extensiones una historia ambiciosa pero limitada, poblada por gente de acción no siempre bien construida al nivel de personajes. Una vez más nos topamos con un talento y unas ideas por encima de los resultados finales.

El clima de guerra con otra potencia lejana y desconocida evoca certeramente el conflicto estadounidense con Irak, las tribulaciones del renegado Ori ponen en escena la complejidad moral del acto terrorista, el convencimiento realista de que una revolución no puede ganar en el mundo actual desemboca en una imagen sorprendente y memorable, el destino final del comité rebelde abre interrogantes sobre lo legítimo o no del fatalismo, sobre si la derrota nace de un escepticismo ante la victoria. “El Consejo de Hierro”, una novela más elocuente en lo político que muchos libros partidistas y previsibles que andan por ahí, triunfa más en el plano de las ideas que en de su plasmación. “La estación de la calle Perdido” encerraba muchos posibles libros en uno solo; “El Consejo de Hierro” pretende desarrollar con rigor uno solo de ellos, pero a mi juicio Miéville es más un autor de partes que de todos. Al igual que su compatriota Clive Barker, al que me recuerda en ocasiones, puede pasar de lo inquietante y sublime a lo pedestre y grosero, de la audaz originalidad al plagio más descarado de sí mismo. Siento curiosidad ante su libro de relatos, “Looking for Jake”, donde quizá su imaginación fantástica se concentre y refine más que en enormes novelas de 600 páginas donde a menudo las confrontaciones con criaturas de pesadilla se convierten en algo enojoso de puro frecuentes y producen un hastío comparable al de los peores momentos de animación infográfica en el cine de Hollywood, cuando lo asombroso deviene en rutinario. Pero la fuerza de Miéville es su desmesura, y a menudo sus virtudes son función de sus defectos. A la espera de su obra definitiva, apreciemos más sus mejores momentos, sus delirios más populosos. Quedémonos con sus ambiciones promiscuas y dejemos de lado sus conatos de profundidad filosófica. Releamos “La estación...”, que, a la espera de “La cicatriz” (sobre la cual me muestro escéptico), sigue siendo el manifiesto definitivo de lo que China Miéville puede aportar al paisaje contemporáneo de la CF y la fantasía.

lunes, 20 de agosto de 2007

10 razones para guardarle cierta simpatía al heavy metal


1- Es el último estilo mayoritario del área pop-rock que valora tocar bien.

2- La gente enrollada de barrio lo adora.

3- Los progres exquisitos lo detestan.

4- Es descendiente directo del romanticismo más delirante.

5- Sus intérpretes no son célebres por su belleza, antes bien lo contrario.

6- Entronca un poco con el culto al ruido de las vanguardias musicales del siglo XX.

7- A veces cultiva un gusto por lo fantasmal y satánico de pura raíz gótica.

8- Ha hecho avanzar la técnica y tecnología de la guitarra eléctrica más que otros estilos.

9- Sirvió durante años de último refugio para la ampulosidad y las pretensiones del rock progresivo.

10- Es épico e ingenuo, sin recurrir a fusiones postmodernas y oportunistas.

domingo, 19 de agosto de 2007

"Middlesex" de Jeffrey Eugenides


Si hay algo bueno en el verano, es la posibilidad de merendarse un libraco de seiscientas y pico páginas en poco menos de una semana. Normalmente, una novela como “Middlesex” me habría llevado lo menos 15 o 20 días de robar momentos a mis ocupaciones, mientras que en pleno mes de agosto puedo hacer de ella mi ocupación principal... e incluso hartarme de tanta lectura y echar de menos ocupaciones más activas. Pero así de puñeteros y quejicas somos.

Soy consciente de que los libros largos no tienen buena prensa, que se los considera desde un punto de vista mercantil como artículos artificialmente hinchados cuyo fin es aumentar las ganancias netas de los libreros, pero he de confesar cierta debilidad hacia el placer de flotar en una novela-río o novela-mar, en dejarte llevar en un larguísimo viaje en el tiempo y no preocuparte por llegar a tu destino en el mínimo tiempo posible.

Además, hay ciertos tipos de novela que no caben en una extensión pequeña. A medida que iba leyendo “Middlesex”, le iba encontrando parentescos entre mis lecturas anteriores. Esa saga familiar, pródiga en personajes y situaciones vívidos y un punto chuscos, vehiculada a través de un protagonista inusual y extravagante, un punto escabrosilla, simbólica y sintomática de los tiempos históricos en los que se ambienta, y detallada hasta el delirio en un argumento que se diría claro al autor desde la primera palabra de su redacción, podríamos rastrearla desde Günter Grass y su “Tambor de hojalata” (por lo que da a entender la película, pues el libro aún lo desconocemos) hasta su amplia legión de seguidores entre los que contaría a Salman Rushdie o John Irving.

Pero Jeffrey Eugenides no parece tener el alma de polemista de Rushdie o la propensión a escandalizar agradablemente a damas maduras de Irving. Su historia, la de Calliope Stephanides, nieta de inmigrantes griegos a los EEUU que descubre a los 14 años que su sexo, debido a una disfunción genética, es realmente masculino, no carece de posibilidades morbosas, pero Eugenides las soslaya o las transfigura en secuencias de notable elegancia elíptica, como episodios adicionales, e igualmente sintomáticos, de la saga histórica de los griegos estadounidenses.

Mediante una figura retórica por la que Callie, narrador(a) en primera persona del libro, pretende omnisciencia de todo lo sucedido a sus antecesores antes del nacimiento, asistimos a la epopeya de los Stephanides desde que Lefty y Desdemona, primos, hermanos y amantes, huyen de los asentamientos griegos en Asia Menor y del incendio de Esmirna, cruzan el Atlántico hasta la ciudad de Detroit, fundan una familia que sólo ellos saben ilícita, y viven en persona, junto a sus parientes y descendientes, episodios como la Ley Seca y el contrabando de alcohol, la Segunda Guerra Mundial, la década de los disturbios raciales (que para Callie eran “la Segunda Revolución Americana”), la guerra del Vietnam, la contracultura de los 60 y 70 o el Watergate, al menos hasta que el narrador llega a la pubertad y el foco de atención son sus tumultos emocionales y hormonales, especialmente complejos dada la especial naturaleza del personaje.

La peculiaridad del libro reside en el contrapunto entre idiosincrasia étnica (Eugenides, descendiente de griegos y crecido en Detroit, habla de lo que conoce, aunque no abusa del color y sabor locales como a veces sí hace Rushdie), ingenio fabulador y descriptivo, y esa melancolía en tonos pastel del deseo suburbano adolescente que ya le había catapultado a la fama en “Las vírgenes suicidas”. Es fácil imaginar a la Callie adolescente, desgarbada, avergonzada y oculta tras una enorme mata de pelo, como un personaje de película “índie”, y a su ambiguo amor lésbico, el Oscuro Objeto, con los rasgos de unas jóvenes Kirsten Dunst o Chloë Sevigny. Pero sería una peli “indie”, amable y melancólica, con mucha cámara lenta y música “folk”, y no un festival de maldades a lo Todd Solondz. Claro que, si “Middlesex” fuese una peli, pocas secuencias antes habríamos tenido una persecución de contrabandistas de licores sobre un lago helado, en un alarde de surrealismo digno de los hermanos Coen, y un poco antes las escenas de la destrucción y desalojo de Esmirna, que habrían supuesto todo un desafío para los talentos épicos y dramáticos de un David Lean o del Robert Wise de “El Yang-Tsé en llamas”.

Esa variedad de registros es parte del considerable encanto de la novela, aparte de su voluntad de dejar los deberes bien hechos en cuanto a documentación. Motivos que aparecen en la novela, como el funcionamiento de las fábricas de automóviles en Detroit durante los años 20 y 30 y su singular política hacia los obreros inmigrantes, la fundación de la mítica Nación del Islam que llegó a liderar Malcolm X (y sobre la cual Eugenides, amparándose en las zonas de sombra de la historia, nos depara una revelación que algunos verían polémica), o , mucho más importante pero, por desgracia, demasiado breve para el interés del tema, los mecanismos de adaptación psicológica de una persona que lleva media vida viviendo y reaccionando como mujer y ha de aprender a ser hombre. Esto daba para un libro entero, pero el épico esquema de “Middlesex” no dejaba espacio... o quizá los informes sobre casos reales que el autor consultó no daban para más.

Defectos podríamos ver algunos más, como por ejemplo lo tópico de algunas figuras o situaciones (esa abuela que parece no ir a morir nunca y que jamás se levanta de la cama, por ejemplo), o el freno constante que Eugenides aplica a su imaginación, tal ver temeroso de caer en un realismo mágico de baratillo (aunque, cómo no, hay detalles de realismo mágico, puesto que lo fantástico es un elemento ya irrenunciable de la literatura), pero el balance final se me antoja muy positivo e incluso a menudo entrañable. La naturaleza doble e incompleta que la mayoría de nosotros arrastramos encontrará un cómplice de excepción en Callie/Cal, a lo largo de 600 páginas que a menudo corren el riesgo de sabernos a poco.

viernes, 3 de agosto de 2007

Michelangelo Antonioni (1912-2007)


Si estuviera aquí Rorschach, el justiciero enmascarado del imprescindible “Watchmen” de Moore y Gibbons, su veredicto sería inequívoco: alguien se está dedicando a eliminar uno por uno a los grandes nombres del cine de autor de los años 60. Ayer, Bergman; hoy, Antonioni; mañana, ¿Godard? ¿Resnais?

Algún que otro colega, presa de ese pesimismo automático y esa nostalgia de tiempos que no se han conocido, tan típicos de cierta especie cinéfila, me decía que con Bergman y Antonioni muere el cine europeo. Es verdad que resulta difícil evocar nombres actuales del celuloide con un comparable “glamour” cultural, pero también es cierto que los tiempos han cambiado, y el séptimo arte, mal que nos pese, no ocupa la misma posición central en el debate sobre la cultura que en aquellos turbulentos 60.

Porque Antonioni, aunque haya sufrido años de descrédito, hizo correr ríos de tinta en su momento. “Blow up”, que tanto aburre hoy a los no predispuestos, fue en el año 68 un pedazo de escándalo, clasificada X en los EEUU, entre otras razones, por mostrar vello púbico femenino por primera vez en pantallas comerciales (es en la escena entre David Hemmings y las dos aspirantes a modelos, y creo que el felpudín en cuestión corresponde a Jane Birkin, pero el hecho pasaría desapercibido a cualquier espectador de ahora que no estuviese puesto sobre aviso).

También se habló mucho de la “trilogía de la incomunicación”, de esa narrativa hecha de tiempos muertos que, supuestamente, aburrían para reflejar el aburrimiento y el vacío contemporáneos.

Cuánto se ha odiado a Antonioni. No dudo que, al igual que con Bergman, algún listo que otro habrá emulado el tristemente célebre “Ha muerto Kubrick, ¿y qué?” de mi querido Carlos Boyero. Aunque he observado que Bergman caía mejor entre nosotros, será por enseñarnos a la vez metafísica y erotismo nórdico, mientras que Antonioni sigue en el infierno de los pedantes, pretenciosos y fríos intelectuales.

Pero el caso es que Michelangelo se ha ido cobrando su venganza. Mucho del cine de autor que tanto se aprecia ahora, desde Gus van Sant a Tsai Ming-Liang, bebe de la narrativa invisible del italiano, de sus silencios, de sus composiciones de plano casi arquitectónicas que expresan conceptos de alienación o aprisionamiento.

Antonioni ha logrado incluso colar una de sus pelis entre los clásicos imprescindibles de siempre. La tan amada y detestada “Blow up”, excepción en muchos aspectos dentro de su filmografía, ha terminado emanando algo misterioso que ha hecho de ella objeto de culto entre la gente más dispar, entre ella el movimiento “mod”.

Hay un tópico muy frecuente sobre “Blow up”: que se trata de una peli muy de su tiempo y muy envejecida. Para mí, esto es confundir el papel en que se escribe un documento con el contenido del mismo: precisamente lo que me sorprende cada vez que veo esa película es lo vigente que está todo lo que cuenta, lo visionario de sus advertencias.

Es lógico que los catálogos de moda que fotografía Hemmings, o ciertas de las actitudes presentadas, son muy característicos de un momento y lugar, pero se trata de algo necesario en la crónica de un nacimiento: el de la cultura de la imagen, la imagen erotizada, la imagen que despersonaliza, la imagen trivial encumbrada a los altares de la moda mientras se desdeñan las fotografías que denuncian la pobreza londinense; la imagen que capta por casualidad un enigma, un crimen, pero es incapaz de resolverlo por mucho que la ampliemos (el “blow up” del título), devolviéndonos algo más parecido a la pintura abstracta que a la verdad. La imagen tiene límites, pero en nuestra sociedad no se los vemos.

Si añadimos a esto el erotismo frío y despersonalizado como moneda de cambio habitual (Redgrave ofreciéndose sin pegas a cambio de la foto comprometedora, las dos “groupies” revolcándose sin rebozo con Hemmings), el tráfico impúdico con la propia imagen (la sesión fotográfica con Verushka es claramente un acto sexual) o el desinterés por la justicia y la verdad de una población enfrascada en su hedonismo (la llegada de Hemmings a la fiesta, denunciando que ha habido un asesinato, es recibida con indiferencia e invitaciones a que se quede allí a drogarse, hacer el amor y olvidarlo todo), sumándolo todo tenemos un análisis bastante certero de aquello en lo que hemos desembocado, convertido en algo más válido aún por su mirada severa y moralista sobre un universo “pop”, que en otras manos se habría tornado en un documental publicitario, psicodélico, guay y hoy caduco. Incluso el público que asiste a la actuación de los Yardbirds parece compuesto de zombis, y la ruptura de la guitarra por Jeff Beck (a falta de Pete Townshend) es vista más bien como un ritual absurdo y derrochador, una autoinmolación que sacrifica el alma de la música, la guitarra, que Hemmings intenta en vano salvar.

El misterio sin resolver que late al fondo de “Blow up” (y que intentaría reproducir, con menor fortuna, “El reportero”) es lo que le da mucha de su magia, tanto es así que encuentro absurda la actitud de quienes reprochan a la película que no dé respuestas (son los mismos que ven críptico a Bergman, que sin embargo no oculta nada de cuanto pretende decir). Lo más importante no es tener respuestas, sino que no se agoten las preguntas. Es la curiosidad la que mantiene vivo el espíritu, mientras se van esclareciendo poco a poco los interrogantes.

Y en el caso de “Blow up”, 39 años después ya tenemos todas las respuestas. Si no nos gustan, debimos habernos conformado con la incógnita.