domingo, 19 de agosto de 2007

"Middlesex" de Jeffrey Eugenides


Si hay algo bueno en el verano, es la posibilidad de merendarse un libraco de seiscientas y pico páginas en poco menos de una semana. Normalmente, una novela como “Middlesex” me habría llevado lo menos 15 o 20 días de robar momentos a mis ocupaciones, mientras que en pleno mes de agosto puedo hacer de ella mi ocupación principal... e incluso hartarme de tanta lectura y echar de menos ocupaciones más activas. Pero así de puñeteros y quejicas somos.

Soy consciente de que los libros largos no tienen buena prensa, que se los considera desde un punto de vista mercantil como artículos artificialmente hinchados cuyo fin es aumentar las ganancias netas de los libreros, pero he de confesar cierta debilidad hacia el placer de flotar en una novela-río o novela-mar, en dejarte llevar en un larguísimo viaje en el tiempo y no preocuparte por llegar a tu destino en el mínimo tiempo posible.

Además, hay ciertos tipos de novela que no caben en una extensión pequeña. A medida que iba leyendo “Middlesex”, le iba encontrando parentescos entre mis lecturas anteriores. Esa saga familiar, pródiga en personajes y situaciones vívidos y un punto chuscos, vehiculada a través de un protagonista inusual y extravagante, un punto escabrosilla, simbólica y sintomática de los tiempos históricos en los que se ambienta, y detallada hasta el delirio en un argumento que se diría claro al autor desde la primera palabra de su redacción, podríamos rastrearla desde Günter Grass y su “Tambor de hojalata” (por lo que da a entender la película, pues el libro aún lo desconocemos) hasta su amplia legión de seguidores entre los que contaría a Salman Rushdie o John Irving.

Pero Jeffrey Eugenides no parece tener el alma de polemista de Rushdie o la propensión a escandalizar agradablemente a damas maduras de Irving. Su historia, la de Calliope Stephanides, nieta de inmigrantes griegos a los EEUU que descubre a los 14 años que su sexo, debido a una disfunción genética, es realmente masculino, no carece de posibilidades morbosas, pero Eugenides las soslaya o las transfigura en secuencias de notable elegancia elíptica, como episodios adicionales, e igualmente sintomáticos, de la saga histórica de los griegos estadounidenses.

Mediante una figura retórica por la que Callie, narrador(a) en primera persona del libro, pretende omnisciencia de todo lo sucedido a sus antecesores antes del nacimiento, asistimos a la epopeya de los Stephanides desde que Lefty y Desdemona, primos, hermanos y amantes, huyen de los asentamientos griegos en Asia Menor y del incendio de Esmirna, cruzan el Atlántico hasta la ciudad de Detroit, fundan una familia que sólo ellos saben ilícita, y viven en persona, junto a sus parientes y descendientes, episodios como la Ley Seca y el contrabando de alcohol, la Segunda Guerra Mundial, la década de los disturbios raciales (que para Callie eran “la Segunda Revolución Americana”), la guerra del Vietnam, la contracultura de los 60 y 70 o el Watergate, al menos hasta que el narrador llega a la pubertad y el foco de atención son sus tumultos emocionales y hormonales, especialmente complejos dada la especial naturaleza del personaje.

La peculiaridad del libro reside en el contrapunto entre idiosincrasia étnica (Eugenides, descendiente de griegos y crecido en Detroit, habla de lo que conoce, aunque no abusa del color y sabor locales como a veces sí hace Rushdie), ingenio fabulador y descriptivo, y esa melancolía en tonos pastel del deseo suburbano adolescente que ya le había catapultado a la fama en “Las vírgenes suicidas”. Es fácil imaginar a la Callie adolescente, desgarbada, avergonzada y oculta tras una enorme mata de pelo, como un personaje de película “índie”, y a su ambiguo amor lésbico, el Oscuro Objeto, con los rasgos de unas jóvenes Kirsten Dunst o Chloë Sevigny. Pero sería una peli “indie”, amable y melancólica, con mucha cámara lenta y música “folk”, y no un festival de maldades a lo Todd Solondz. Claro que, si “Middlesex” fuese una peli, pocas secuencias antes habríamos tenido una persecución de contrabandistas de licores sobre un lago helado, en un alarde de surrealismo digno de los hermanos Coen, y un poco antes las escenas de la destrucción y desalojo de Esmirna, que habrían supuesto todo un desafío para los talentos épicos y dramáticos de un David Lean o del Robert Wise de “El Yang-Tsé en llamas”.

Esa variedad de registros es parte del considerable encanto de la novela, aparte de su voluntad de dejar los deberes bien hechos en cuanto a documentación. Motivos que aparecen en la novela, como el funcionamiento de las fábricas de automóviles en Detroit durante los años 20 y 30 y su singular política hacia los obreros inmigrantes, la fundación de la mítica Nación del Islam que llegó a liderar Malcolm X (y sobre la cual Eugenides, amparándose en las zonas de sombra de la historia, nos depara una revelación que algunos verían polémica), o , mucho más importante pero, por desgracia, demasiado breve para el interés del tema, los mecanismos de adaptación psicológica de una persona que lleva media vida viviendo y reaccionando como mujer y ha de aprender a ser hombre. Esto daba para un libro entero, pero el épico esquema de “Middlesex” no dejaba espacio... o quizá los informes sobre casos reales que el autor consultó no daban para más.

Defectos podríamos ver algunos más, como por ejemplo lo tópico de algunas figuras o situaciones (esa abuela que parece no ir a morir nunca y que jamás se levanta de la cama, por ejemplo), o el freno constante que Eugenides aplica a su imaginación, tal ver temeroso de caer en un realismo mágico de baratillo (aunque, cómo no, hay detalles de realismo mágico, puesto que lo fantástico es un elemento ya irrenunciable de la literatura), pero el balance final se me antoja muy positivo e incluso a menudo entrañable. La naturaleza doble e incompleta que la mayoría de nosotros arrastramos encontrará un cómplice de excepción en Callie/Cal, a lo largo de 600 páginas que a menudo corren el riesgo de sabernos a poco.

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