domingo, 30 de septiembre de 2007

DC=Dostoyevsky Comics

¿Qué habría pasado si, allá por los años 40, Dick Sprang hubiese adaptado a la historieta “Crimen y castigo” , con Batman como protagonista? Tal vez algo así:


La historieta entera, en un enlace que debo a Retroklang, se puede ver aquí:

sábado, 29 de septiembre de 2007

Los reyes de la carretera

Entre medias de mi genuino esnobismo intelectualoide, de mis exquisiteces clásicas del siglo XX, mi afición malsana por el jazz fusión y mi pretencioso gusto por el rock sinfónico, no me falta tiempo para discos como este:


Bachman-Turner Overdrive, banda canadiense que simboliza por antonomasia el “rock de autopista”, ambientación musical infaltable de toda peli USA ambientada en bares de carretera, entre motoristas, camioneros y fugitivos de la ley. Pioneros del rock duro gracias a sus riffs aplastantes para la época. Adorados por el propio Elvis, que adoptó su “Takin’ care of business” casi como lema personal. Gente dura de pelar, capaz de dar una paliza al iluso promotor que pretendiera no pagarles por una gala (no en balde una de sus canciones estrella es “Gimme your money please”). Músicos de calidad con su lado oscuro jazzístico que salió a la luz en temazos como “Lookin’ out for No. 1”, casi “bossa nova”, “Blue collar” o “Welcome home”. Una pequeña leyenda que, sin estar en boca de todo el mundo, ha dejado más huella de lo que parece en la música rock.

Siempre he creído que el seudónimo de Stephen King, Richard Bachman, no era sino un homenaje al guitarrista y líder de BTO, Randy Bachman, que después de su etapa en Guess Who se unió a sus hermanos Rob y Tim, y al bajista C.F. Turner, para crear este hito del rock’n’roll americano. Banda sonora ideal para la autopista infinita de vuestra mente.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

"Vellum" de Hal Duncan


Hay frases iniciales que en sí mismas representan todo un programa de intenciones. “Toda historia épica debería comenzar con un mapa ardiendo”, el arranque de “Vellum” de Hal Duncan, es una de ellas. El lienzo sobre el que Duncan pinta su fresco es más que épico, pues sobrepasa los confines del espacio y el tiempo, hasta el punto de que los mapas se hacen redundantes: el mapa es el libro, pero el furor del cartógrafo provocó la combustión del documento, que termina asemejado a un enjambre de brasas ingrávidas que revolotean cual luciérnagas ante los ojos del lector, obligado a formarse una imagen, un “collage” mental, antes de que el marco de llamas de cada capítulo consuma el texto.

Claro que orientarse mediante un mapa ardiendo puede plantear serios problemas si lo que se quiere es llegar a algún sitio. Ahí reside el quid de la polémica: mientras la plana mayor del fantástico “literario” actual (Shepard, Jeffrey Ford, VanderMeer) ha cerrado filas con Duncan saludando “Vellum” como un acontecimiento de los que hacen época, muchos de los lectores tradicionales de género han tenido que recurrir a extrañas teorías conspirativas, con sobornos editoriales de por medio, para explicarse las entusiastas reseñas dispensadas a un libro al que no ven pies ni cabeza.

La historia que subyace a “Vellum” , en sí, no es nada nuevo: un grupo de ángeles partidarios de un orden dictatorial combate a otro grupo renegado, de obvias resonancias diabólicas, a lo largo y ancho del tiempo y del espacio, sin permitir que ningún ser de naturaleza sobrenatural se sitúe al margen de la contienda. Tampoco la idea de un universo múltiple, un metauniverso, el “Vellum” (o Pergamino) del título, supone un desafío conceptual infranqueable, ni tampoco motivos como el de las nanomáquinas capaces de manipular la realidad a nivel molecular, o el de las versiones alternativas, ucrónicas, de nuestro mundo ya conocido.

Lo que convierte el libro en todo un desafío es su densidad textual, su fragmentación, su enfoque caleidoscópico que pretende dar una idea de su cosmos donde las nociones tradicionales de tiempo y espacio no son aplicables. Habiéndosenos presentado un reparto de personajes envuelto en peripecias que comienzan “in medias res”, pronto nos encontramos sumergidos en capas de narración: mitos inmemoriales, sumerios o griegos, que los sucesos de la trama claramente reflejan; saltos hacia atrás y adelante en el tiempo, que parecen explicar mucho de cuanto vino antes o prefiguran cuanto vendrá después; subtramas independientes que aparecen de vez en cuando, cuyos protagonistas parecen ser los mismos que conocemos, salvo por detalles que lo hacen imposible, sutiles indicios (como grafías alteradas de referencias culturales básicas) que insinúan que estamos en un universo alternativo, otro de los pliegues y recovecos del Pergamino, donde nuestros héroes han seguido un camino diverso.

Esta estructura atomizada hará sospechar a más de uno que Duncan es incapaz de crear y sostener un arco narrativo tradicional, y que, a la hora de redactar la que a fin de cuentas es su primera novela, ha recurrido a la treta de enlazar y entremezclar varios relatos breves y novelas cortas con elementos y personajes comunes, adaptándolas a una premisa general ambiciosa y tramposilla que le exime de observar una mínima coherencia. No faltan argumentos para sostener tal tesis: tanto el prólogo como el epílogo son relatos autoconclusivos, sin interpolaciones extrañas, de una calidad más que notable, y abundan bastante las secciones estancas, que suponen pequeñas novelas dentro de la novela, como puede ser la crónica de los primeros años de Seamus Finnan, antes y después de la I Guerra Mundial; la expedición al corazón de Asia en busca de Kur, la legendaria ciudad de los muertos, donde se hallará un lenguaje prehistórico, transcrito fonéticamente en pieles humanas, capaz de desencadenar un devastador poder; las andanzas de Jack Flash, anárquico héroe futurista al estilo Jerry Cornelius que es interrogado y analizado por sus captores (segmento que por cierto me ha recordado sobremanera a “The Invisibles” de Grant Morrison, cuando un aprisionado King Mob evoca su alter ego juvenil, Gideon Stargrave); o la iniciación angélica de Phreedom Messenger, incorporada a un universo mítico mediante la marca que le tatúa la diosa Eresh, en un alucinante despliegue de percepciones superpuestas donde la realidad virtual, la religión legendaria y el violento y sórdido mundo físico coexisten equivalentes.

Puedo entender a quien se le indigeste el libro: no sólo es díficil no perderse en sus páginas, sino que a mi juicio es un efecto buscado, una manera de decir que, si nuestro universo cotidiano se ajusta con dificultad a técnicas tradicionales de narración lineal, mucho menos lo iba a hacer un multiverso caleidoscópico donde a menudo los efectos preceden a la causa, se puede escapar desde 2017 a 1971, y Prometeo es interrogado en un matadero por figuras de su pasado melodramático de trauma en las trincheras, agitación socialista y nacionalista, y amadas perdidas embarazadas de un lord inglés.

Habrá también quienes encuentren la narración alargada, que a Duncan le gusta leerse como a otros les gusta escucharse. Uno de ellos es el pope Clute, quien opina que “Vellum” es víctima en cierta medida de la era del blog, donde no existen cortapisas editoriales y cada uno se extiende y se luce tanto como el corazón le pide. Es posible (los que visiten el blog de Duncan, “Notes from the Geek Show”, constatarán lo kilométrico de sus entradas), pero, al menos en mi opinión, uno de los elementos que sostienen la lectura del libro, y que me ha hecho terminarlo en mucho menos tiempo que otros con una inmerecida fama de “pasapáginas”, ha sido la fluidez de su lenguaje, su capacidad evocativa, inventiva, emocional, descriptiva, paisajística, su exigencia consigo mismo, su facultad de crear segmentos aislados intensos y absorbentes... que sin embargo quedan interrumpidos y obligan cada cierto tiempo al considerable esfuerzo de comenzar, en cierto modo, la lectura de un nuevo libro. El hechizo termina por reestablecerse, pero refuerza la opinión de que "Vellum” es un libro hecho de partes más que un todo, y pueden hacer sospechar, como en la obra de otro virtuoso, David Mitchell, que en la época postmoderna, si no sabes cómo terminar una historia, la tejes dentro de otra, y así sucesivamente.

Puede ser que esté hablando por hablar, y que “Ink” , la continuación y conclusión de “Vellum” , que tengo también delante de mí mientras escribo, cierre satisfactoriamente el ciclo iniciado en el primer volumen y me saque de mi presente ambivalencia. “Vellum” , está claro, es un libro meritorio, que ha llegado para armar ruido, crear controversia, agitación, demostrar lo que se podría hacer con el arsenal literario de la fantasía y la CF, forzar a la relectura y la reflexión dentro de unos subgéneros demasiado acostumbrados al entretenimiento de usar y tirar. Algo muy diferente sería que los procedimientos de Duncan se convirtieran en norma y en excusa para fárragos impenetrables de autores menos dotados, y de un estilo menos carismático y atrayente, pero los libros como “Vellum” siempre serán excepciones, marcadores de la Última Thule o las Columnas de Hércules, pruebas de que en la literatura de género, como en cualquier otra, caben lo sencillo y lo difícil, lo familiar y lo arriesgado, la honradez del artesano y las pretensiones del innovador. En principio pueden hacerse grandes cosas dentro de ambos enfoques, y preferir uno a otro en abstracto me huele a prejuicio. Yo estoy encantado de que “Vellum” exista, pero me esperaré a leer “Ink” para dar muestras de un entusiasmo que por ahora se mantiene latente.

sábado, 22 de septiembre de 2007

"Gnarl" de Rudy Rucker


Siento cierta debilidad hacia los tomos que recopilan, en su totalidad o en una sección significativa, los relatos breves de un escritor. Extensas panorámicas de ese tipo suelen otorgarnos una visión fiable de los puntos fuertes de este autor y de por dónde cojea, de su variedad y sus limitaciones, haciendo de ellos una magnífica vara de medir que nos permite matizar de una vez por todas nuestra opinión de una carrera literaria (a no ser que las novelas de un escritor tomen sendas radicalmente distintas de sus cuentos, o éstos sean tan sólo una fase primeriza pronto abandonada, etc.)

Tanto me fascinan estas retrospectivas que a menudo las tengo de firmas que a priori me interesan más bien poco, a sabiendas de que si su imaginación y su oficio tienen algo bueno, lo encontraré invariablemente entre esas cubiertas. Otros los conozco sólo de oídas y me apetece tenerlos en mi biblioteca como si se tratase de las cabezas preservadas para la posteridad en la serie “Futurama”. La recopilación de la obra breve es como un mapa de la imaginación de un autor, un diagrama fractal de su personalidad literaria.

Contando sólo los que me quedan por leer o terminar, tengo voluminosos tomos con los cuentos de J.G. Ballard, Greg Bear, Ray Bradbury, Ramsey Campbell, Angela Carter, Robert Chambers, Arthur Clarke, John Crowley, Charles Harness, Harry Harrison, Robert Silverberg o John Varley. Ahora acabo de terminarme “Gnarl!” de Rudy Rucker.

Si uno se lee la “Encyclopedia of Science Fiction” de Clute y Nicholls (que aprovecho para considerar muy superior a la posterior sobre fantasía, que a mí en principio me interesaba más), se encontrará una descripción de la obra de Rudy Rucker que desmerece un tanto de la verdad. Matemático e informático de profesión, Rucker es visto como un autor que construye sus ficciones a partir de modelos matemáticos que el lector debe comprender para captar la esencia del texto. Se menciona un cierto don cómico que suaviza la ardua píldora, pero en conjunto la descripción de Clute hace concebir pocas esperanzas.

Sin embargo, los relatos recopilados en “Gnarl!” son algo más que eso, pues el prestigioso crítico se deja en el tintero varios elementos que distancian a Rucker del típico autor “hard”. El principal sería una constante veta de rebeldía y descontento consigo mismo, con su matrimonio, con su vida en un pequeño pueblo que retrata de manera poco favorecedora, con su adicción al alcohol y tal vez las drogas, con sus impulsos suicidas que exorciza mediante tenebrosas paradojas temporales. Cuentos como “The Indian rope trick explained”, con sus más o menos chuscas exploraciones del concepto de la cuarta dimensión espacial, cobran cierto mordiente por el carácter “disfuncional” de la familia protagonista, y no es raro el narrador o personaje principal drogadicto, borracho, frustrado o resentido que ve en el mundo de las ciencias puras un escape no muy sano a sus problemas personales. Estamos, pues, lejos de ese olímpico desdén por el elemento humano que para mí epitomizó una frase pronunciada en un cuento de Greg Egan: “Qué miopes son los estudiantes de Humanidades”.

Otra característica de Rucker que Clute obvió es su inspiración constante en autores como William Burroughs, Jack Kerouac y la generación “beat” en general. Amén de adoptar en ocasiones un estilo improvisado, despeinado y poco preocupado por apaciguar a los que consideran a Philip K. Dick el peor estilista de la historia, la filiación “beat” de Rucker le lleva a intentar con frecuencia realzar la tan olvidada parte “punk” del “cyberpunk” (nombre arbitrario para lo que siempre fue una versión actualizada e informatizada de la novela negra de toda la vida), cultivando de manera ingenua una temática sexual que sólo escandalizaría en lugares como Lynchburg, Virginia, lugar de residencia del autor durante varios años y patria chica del reverendo Jerry Falwell.

Algunos de los relatos no son nada del otro jueves (llegando incluso a cultivar ese inmemorial subgénero surgido en la revista Astounding, donde dos científicos vacilones construyen por encargo, ellos solitos, inventos que necesitarían los recursos industriales de un país entero, sólo para desencadenar jocosas consecuencias y algún que otro juego de palabras malo), pero en general se nota el tipo de gracejo satírico contagiado a Rucker por el llorado Robert Sheckley (quien llegó incluso a acampar en su patio durante unos días) y se observa una variedad de tonos y modos que lo revelan como un autor, si no genial, sí lo suficientemente atractivo como para sostener la lectura durante 566 páginas de calidad variable.

Historias reseñables: la primera de todas por orden cronológico, “Jumpin’ Jack Flash", repleta de amateurismos sonrojantes pero lo suficientemente extrema en temática (una invasión alienígena por vía de parasitismo sexual) y sugestiva en su exposición del concepto de universos múltiples para constituir la carta de presentación ideal de un autor de CF con talento pero sin oficio; “The Fifty-Seventh Franz Kafka”, enigmática invocación del legendario escritor checo envuelto en una trama de clonación que plantea muchas más preguntas que respuestas... en apenas cinco páginas; “Tales of Houdini”, divertida y extravagante en su utilización ficticia del legendario escapista, que por alguna misteriosa razón acabó en la antología cyberpunk “Mirrorshades”; “The facts of life”, ejemplo de la faceta más desmadrada y descacharrante de Rucker, donde un adolescente salido es raptado por alienígenas de lo más curioso y en su fuga se topa con inesperadas consecuencias de la teoría del universo en expansión; “Buzz”, uno de los cuentos pretendidamente “punk”, con una idea francamente psicotrópica (las vibraciones desencadenadas a raíz de aplicar una aguja de tocadiscos a un antiquísimo jarrón egipcio causan una epidemia de combustión espontánea que sólo entregarse al sexo desenfrenado es capaz de paliar); “Bringing in the sheaves”, estimable historia de terror inspirada por el fervor evangélico de Falwell y su Mayoría Moral; “Rapture in space”, sobre el primer vídeo porno transmitido desde el espacio exterior; “In frozen time”, pesadilla kafkiana sobre un suicida cuyo espíritu está condenado a vivir la misma franja de tiempo una y otra vez; “Inside out”, donde seres de otra dimensión matemática se comportan como traviesos duendes poseyendo a los humanos y forzándolos a comportamientos eróticos que no son normales; “As above, so below”, definitiva en su evocación de la matemática pura como una acogedora bolsa amniótica al margen de las sordideces del trabajo y la infidelidad matrimonial, parte de cuyo atractivo es la imposibilidad de explotarla de modo práctico y así rebajarla a niveles prosaicos y banales.

Abundan también los relatos escritos en colaboración: me defraudan los dos con Bruce Sterling, ambos desarrollo de “grandes ideas” (los científicos soviéticos descubriendo un propulsor interestelar en el cráter de Tunguska, las posibilidades abiertas por la fabricación de medusas artificiales a partir de derivados del petróleo) pero carentes de la efervescente personalidad del mejor Rucker; con Marc Laidlaw hay un a ratos peculiar y a ratos irritante díptico de cuentos sobre una pareja de surfistas porreros armados de una sofisticada tabla capaz de inducir patrones de caos en las olas, pero muy superior a estos dos es “The Andy Warhol sandcandle”, también psicodélico, pero muy sentido y sugerente, homenaje al legendario artista “pop” y a los típicos personajes desheredados y drogadictos que se reflejaron en la luz de su mito; el tercer colaborador es Paul di Filippo, que parece fascinado por las posibilidades de la historia alternativa, tanto en “Instability”, donde Jack Kerouac y Neal Cassady cambian la historia estadounidense al sabotear las pruebas nucleares en Los Alamos, o en “The square root of Pythagoras”, bonita especulación sobre el conocimiento por el matemático griego de los reinos de la matemática superior y cómo estos, durante un tiempo, le dotaron de poderes casi mágicos.

Hay mucho más, pero me costaría abarcar las 36 historias, que pese a su disparidad arrojan un balance positivo y me animan a buscar en el futuro alguna de las novelas de Rucker, autor que quizá esté en el umbral de un reconocimiento más amplio a juzgar de la proyectada adaptación al cine, por el creativo y desmadrado Michel Gondry, de “Master of space and time” . Gondry ya firmó un hito reciente de la CF con “Olvídate de mí", y tal vez basarse en un original literario lo salvase de las debilidades de su propio guión en “La ciencia del sueño” . A Rucker, como su recopilación de cuentos demuestra, no le faltan ni ideas delirantes, ni humor chalado, ni la angustia existencial que, mal que le pese a muchos, dota a las obras de arte del sabor picante que las hace universalmente comprensibles y disfrutables.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Josef Zawinul (1932-2007)


Da un poco de rabia leer algunos de los comentarios aparecidos en la prensa a raíz de la muerte del gran Joe Zawinul, porque reciclan de manera más o menos descarada los lugares comunes sobre músicos de jazz y dejan entrever que están redactados por personas que poco o nada conocen su obra. Me acuerdo del primero que leí, creo que fue en La Vanguardia: “Zawinul era conocido por su gran capacidad de improvisación”. Hombre, es evidente, ¿no? Si tocas jazz, pues improvisas, forma parte del oficio. Pero quedarse ahí es no decir apenas nada: si muchos pianistas de jazz son aplicados artesanos del Barroco, ceñidos a los cánones arquitectónicos del “bop” y orgullosos practicantes de una música bien hecha y no demasiado personal, Zawinul fue el romántico que sacó los pies del tiesto, el pintor de paisajes lejanos, el ambicioso constructor de sonidos extraños, el hereje grandilocuente que vendió su alma de alquimista étnico a la maquinaria del “pop”.

Aunque musicalmente no le veo mucho parentesco, me tienta ver en Zawinul, nacido en Viena, el eslabón perdido entre el romanticismo germánico, a veces ensoñador, a veces enérgico, a veces descriptivo o contemplativo, y la tradición americana del jazz analizada con un ojo clínico de antropólogo, de explorador buscando en el África profunda las fuentes musicales del Nilo. El primer gran éxito de Zawinul como compositor fue aquel “Mercy, mercy, mercy”, soulero, vacilón y “funky”, para la banda del infravalorado Cannonball Adderley, pero antes de volver a tan carismática extroversión, Josef daría una pequeña vuelta al globo, artísticamente hablando.

El tema inicial de “Bitches brew” de Miles Davis se titula “Pharaoh’s dance”, la danza del faraón, y viene acreditado a Josef Zawinul, que a mi juicio es uno de los artífices principales del sonido de un álbum que, a juzgar por las reacciones negativas que sigue cosechando entre los puristas del jazz, algo bueno debió de tener. Esas sesiones atmosféricas, casi espaciales, donde los teclados eléctricos apilan extrañas armonías y la sección rítmica dibuja poderosas líneas que suspenden el tiempo durante 20 o 30 minutos, son casi los primeros esbozos de Weather Report, incluso con el saxo soprano de Wayne Shorter, que sería el otro gran socio de la empresa, a juicio de los jazzistas enrollados el honesto artista del saxo atrapado en las artificiales redes electrónicas de Zawinul, el malo de la película, el brujo de los teclados, el desnaturalizador de la esencia acústica del género en aras de oscuros intereses comerciales.

Si un gran aficionado al jazz como es el novelista británico David Mitchell reniega de Bill Evans cuando se sentaba al piano eléctrico, ¿qué no diría de los sintetizadores al borde de lo psicodélico del amigo Zawinul? Una de mis imágenes sonoras por excelencia de Weather Report es el inicio de la versión de “Scarlet woman” (tema que por cierto, extraña conexión, se inspira en la lectura de un libro de Aleister Crowley) en el directo “8:30”: una cuenta atrás, el efecto sonoro del lanzamiento de un cohete y la entrada del tema con un ritmo de timbales. Aquello era para mí música de otro mundo, y nunca más que en la infravalorada primera etapa del grupo, con el contrabajista checo Miroslav Vitous: si una pieza musical merece ser clasificada como “jazz onírico” sería por ejemplo “Unknown soldier”, del “I sing the body electric”.

Podría llenar páginas y páginas con mis “momentos Zawinul” favoritos: el piano eléctrico con pedal “wah wah” de “Boogie woogie waltz”, tal vez uno de los acompañamientos de teclado más “funky” y con peor yogur jamás grabados; las bucólicas estampas étnicas donde Zawinul grababa él mismo todas las pistas de instrumentos a cual más exótico e incluso cantaba la melodía de manera peculiar y entrañable, como por ejemplo “Badia” o “Jungle book”; las cabalgatas de colorido africano como “Nubian sundance”, “Black market” o esa pequeña joya del etno-pop instrumental electrónico que es “The pursuit of the woman with the feathered hat”; la que tal vez sea la melodía más alegre y optimista que yo haya escuchado nunca, “The man in the green shirt”.

Y si sigo, no paraba. Un grande. Y nunca lo llegué a ver en vivo.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Un sueño hecho realidad


Media vida resignado a no llenar mi gran laguna discográfica de mi compositor favorito, la serie completa de grabaciones que realizó para la CBS al final de su vida, y he aquí los 12 cedés que me quedaban, junto con los otros 10, en esta increíble caja que ocupa 5 centímetros y medio de estantería y puede comprarse al precio de ¡34 euritos!

Ni caso a los que dicen que Igor era un mal director, ni a los que se quejan del sonido por estar grabado con los micros demasiado cerca (algo que al parecer molesta mucho a los críticos británicos, y sólo a ellos). Hay imperfecciones, pero también inmediatez, y sobre todo ese genuino espíritu rítmico y vitalista que no siempre captan las firmas prestigiadas y que el abuelo mantenía intacto a sus ochenta y pico años de edad.

En fin, huelga decirlo: si sólo queréis tener un disco de música de Stravinsky, que sea este. Está la práctica totalidad de lo que compuso, pero a ese precio merece la pena explorar durante una vida entera. Seguro que muchos os gastáis más dinero en las copas de una sola noche.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

"La fábrica de las avispas" de Iain Banks


No es muy corriente que un autor recopile en primera página de una novela una sucesión de críticas desfavorables. Para el Irish Times, “una obra de depravación sin parangón”; para el Times Literary Supplement, “el equivalente literario de la más desagradable forma de delincuencia juvenil”; para el mismísimo Times, “una broma destinada a engañar al Londres literario y hacerle respetar la basura”. Veintiún años y más de veintiún reimpresiones después, Iain Banks rió el último: “La Fábrica de las Avispas” está reconocida como un pequeño clásico de la literatura británica reciente, cuya relectura deja en evidencia la mentalidad parroquial y las escasas luces de los mismos supuestos expertos que tampoco se ensuciarán siquiera las manos con los libros que firma el alter ego del mismo autor, seguido de la inicial “M”.

Una de las razones para las frecuentes descalificaciones del libro pudo ser su ruptura de tabúes: contada en primera persona por un narrador de 17 años que admite con la mayor naturalidad del mundo haber asesinado a sangre fría, de pequeño, a sus igualmente tiernos hermano y prima, así como a un amigo de su misma edad, y satirizando con ocasionales ribetes escabrosos la institución familiar y los estragos que puede ocasionar la educación paterna, los caballeros conservadores no supieron qué hacer con algo tan inclasificable y se agarraron a dos o tres palabras malsonantes para acusarlo de obscenidad, mientras que presentar a niños como víctimas y perpetradores de asesinatos bastó para equiparar a Banks con el “gore” más barato, cuando en realidad lo inquietante de varias de esas escenas es su poesía irreal, como sucede cuando la prima Esmerelda es arrastrada al corazón de los cielos por una enorme cometa y jamás se vuelve a saber de ella.

Pero ninguna de las firmas prestigiosas del Times y compañía se detiene en la peculiar descripción de la mente del protagonista: no sólo no le pareció mal matar cuando era pequeño (aunque, en sus palabras, “era sólo una fase que estaba atravesando”), sino que su visión del universo es completamente irracional y mágica. En la isla donde vive, separada del resto de Escocia por un puente colgante, cabezas de pequeños animales sacrificados, colgadas de postes, avisan al narrador si alguien se acerca, la calavera del perro que le arrancó los genitales a los tres años le permite ponerse en contacto con su hermano, evadido de un psiquiátrico, y un complejo artefacto, la Fábrica de las Avispas del título, le sirve como elemento adivinatorio, según la muerte que encuentren las avispas que introduce en su laberinto de trampas mortales.

Si bien no puede decirse que “La Fábrica de las Avispas”sea una novela fantástica o de CF, su parentesco con ambos géneros es claro: aparte del surreal mundo interior del narrador, éste mismo como personaje es una suerte de experimento científico para su padre, ex hippy que educa y moldea a su inquietante modo a un hijo sin existencia legal, con imprevisibles consecuencias. La acidez con que se retrata el submundo progresista de los 70 sólo es comparable con el veneno que destila acerca de los roles sexuales que la sociedad nos vende y obliga a adoptar, por no hablar del cuestionamiento implacable de las nociones de normalidad y cordura, o las terribles imágenes metafóricas para mostrar lo que late bajo la realidad si nos empeñamos en mirar con demasiada atención.

Dividida entre el coloquialismo y un elevado aliento poético, virtuosa y maquiavélica en su dosificación de información y su manipulación del lector, que cree en vano adelantarse a la trama, ingeniosa en sus diálogos entre locos dignos de los hermanos Marx o Monty Python en su dominio del absurdo lógico, prima hermana del Golding de “El señor de las moscas” en su antropología primitiva infantil, y poseedora de un final que sería pecado mortal desvelar y que provoca un cegador fogonazo de iluminación y revelación temática, si bien, rememorando, las pistas subliminales no faltaron, “La Fábrica de las Avispas” resulta tan alucinante como el mejor terror fantástico, tan brillante conceptualmente como la mejor CF, tan absorbente como el mejor “thriller”, tan densa en su psicología y malintencionada en su sátira como la mejor narrativa general contemporánea, y tan clara en su estilo y narración como el menos exigente “best seller”. Ante el peligro rompedor de géneros y expectativas que suponía Banks en 1984, las momias de la crítica garrapatearon, presas del pánico, sus exabruptos y anatemas... que hoy sirven como divertida introducción a una extraordinaria novela, altamente recomendable.

martes, 11 de septiembre de 2007

Luciano Pavarotti (1935-2007)


La gente enrollada no habla de Pavarotti en sus bitácoras. Desde Groucho Marx, los cantantes de ópera son payasos que no pueden dormir boca abajo por los botones demasiado grandes de sus pijamas, y desde Woody Allen, la música de Wagner es sospechosa de incubar el expansionismo racista en tu cerebro a base de grandilocuente épica mitológica (no sé cómo lograrían esto piezas como el preludio del primer acto de "Lohengrin" o los "Murmullos del bosque" de "Sigfrido", pero, hijo, lo dice Woody Allen y lo que dice Woody va a misa).

Se podrá mirar con cierta sospecha el melodramatismo de la ópera italiana, o habrá quienes vean en autores como Bellini y Donizetti la quintaesencia de un virtuosismo vocal tirando a vacuo, pero Pavarotti merece cierta reivindicación, a veces por razones "camp" (sus duetos en su serie de conciertos benéficos se cuentan entre los más surrealistas de la historia de la música), pero sobre todo por un motivo de peso que la mayoría de redactores de esquelas ha obviado por juzgarlo vergonzoso.

Y es que don Luciano no sabía solfeo, era un cantante autodidacta en gran medida que por esa razón abordaba raramente repertorios "modernos".

No se trata de una excepción única en la historia del canto (más de una voz legendaria ha cantado de oído) pero los homenajes periodísticos no han hurgado mucho en ello, y me extraña, porque ello convierte a Pavarotti en el ídolo de diletantes de todo pelaje. A lo mejor te falta el pedigrí, pero a base de tesón en desarrollar tu talento puedes llegar a la misma altura que (o sobrepasar a )otras personas que se han educado por el camino "aburrido", paso a paso, sin entrar directamente, a saco, en las áreas más difíciles pero que son justo las que motivan tu ilusión y tu vocación. También se dice que Barenboim estudió piano directamente con las sonatas de Beethoven. Claro que Barenboim siempre me ha caído bastante peor que Pavarotti.

Yo, que no estimo especialmente la obra de ese genio musical y dramático que fue Verdi, y no conozco casi nada a Puccini, tengo como única muestra de Pavarotti en mi discoteca su intervención en el "Réquiem" de Héctor Berlioz. Si es que yo ya lo estaba matando de antemano, como Agatha Christie a Hércules Poirot.

domingo, 9 de septiembre de 2007

No tan caótica... ¿o sí?


Ahora se llevan mucho los juicios al por mayor, las descalificaciones sumarias centradas en el fondo y no en la forma, y si son “a priori”, sin antes echar un vistazo al objeto del juicio, mucho mejor. Es lo que se expresa mediante preguntas como “¿Para qué voy a leer ese libro?” o “¿Para qué voy a ir a ver esa película?” Yo en cambio soy tan alma cándida como para soportar primero la obra en cuestión, e incluso, cosa rara, llego a inversiones del orden lógico como admirarla por la forma sin comulgar al cien por cien con el fondo.

Tomemos por ejemplo “Caótica Ana” de Julio Medem. Vehículo de un catecismo progre llevado a extremos casi de mal gusto, maniquea en su alineación política, entusiasta en su adopción de un feminismo al borde de lo demagógico contradicho todo el tiempo por la aureola erótica que jamás abandona a su protagonista, absolutamente seria en su exposición de un misticismo “new age” y una empanada de antropología “pop” entre “El héroe de las mil caras” de Joseph Campbell y “La diosa blanca” de Robert Graves, sin embargo la película ejerce sobre mí una fascinación considerable vista como la obra de un artista excéntrico que trabaja sin red y pone al descubierto sus entretelas íntimas con loable desprecio al qué dirán.

La metáfora de la hipnosis, constante en la peli mediante esa cuenta atrás desde diez, es apropiada para una historia donde prácticamente nada de lo que sucede es creíble: Ana, una chica inocente criada en una cueva lejos de la civilización por su padre desencantado del mundo, recibe una beca para desarrollar sus dotes artísticas en una residencia para estudiantes superdotados; allí, Ana aprenderá que, bajo hipnosis, es capaz de recordar sus vidas anteriores, llegando a la revelación de que, como si del Campeón Eterno de Michael Moorcock se tratara, ella es la enésima encarnación de una heroína que lucha contra el poder del macho opresor pero muere cada vez, y a la misma edad, en el intento. Así, la cuenta atrás no es sólo hacia el despertar hipnótico sino hacia la próxima confrontación con el eterno adversario.

Medem, como es costumbre en él, crea un relato audaz en lo visual, recurriendo mucho a las tecnologías digitales para obtener imágenes inéditas que con las cámaras convencionales costaría un poco obtener (pienso por ejemplo en la escena erótica entre Ana y Saíd, con esos tremendos “travelling” que recorren velozmente el cuerpo de ella) y llegando incluso a incluir secuencias de cierta crudeza sangrienta para ilustrar los sufrimientos de su Campeona Eterna a través de las eras. Aunque la estructura del relato ha perdido bastante en complejidad desde aquellos tiempos de “La ardilla roja” (una de las películas favoritas tanto de Stanley Kubrick como de Terry Gilliam), y Medem sigue considerándose un poeta literario, cuando su fuerte es ante todo lo visual, llama la atención cómo consigue sacar un partido favorable a esa falta de verosimilitud que hemos comentado, de manera que, ante giros tan peculiares como la aparición de Ana a bordo del velero del padre del personaje que interpreta Bebe, pasamos unos cuantos minutos perplejos, no sabiendo si estamos ante otro más de los múltiples sueños de la protagonista... o si toda la historia no será un sueño.

Irrealidad no falta en esta especie de cuento de hadas revolucionario que recorre medio globo y media historia de la humanidad. Quizá se podría haber sacado más partido a la iconografía de las vidas anteriores, expresadas en la banda sonora mediante lenguas extranjeras o muertas y en lo visual mediante una animación de los cuadros pintados por Ana, donde las puertas figuran de manera predominante. Por contraste, el tema de la hipnosis recibe un tratamiento de una interesante ambigüedad erótica (el Svengali de turno es un rubito anglosajón que aspira a una inexpresividad inquietante) ejemplificada en la actualización de la vieja estampa decimonónica en la que los magnetizadores hacían levitar al objeto de sus artes delante de un asombrado público.

Tanto suceso maravilloso, tanto dulce despertar al mundo, terminan por hacer adecuada la escasa experiencia ante las cámaras de Manuela Vellés; siendo malos, podríamos decir que la chica es guapa pero no sabe actuar, pero me da que una buena actuación no transmitiría esa sensación de inocencia (Lynch suele hacer lo mismo: que levante la mano quien piense que Isabella Rossellini en “Blue velvet” o Laura Harring en “Mulholland Drive” logran interpretaciones magistrales). También está claro que Medem no comparte la visión del feminismo ortodoxo, que censura la exhibición y la admiración de la belleza. Una supermujer debe serlo en todos los aspectos, que para eso tratamos de crear, mediante la ficción, mitos más grandes que la vida.

Por eso, por ese clima mítico y onírico, me resulta tan inesperado el final, que nos devuelve a un universo real de iluminación fría y llega a unos extremos de atrevimiento que no veíamos desde Ken Russell. Me cuesta trabajo no destripar esta escena, el momento “polémico” por excelencia del film (aunque a la hora de la verdad, dada la tibia acogida, no haya resultado tan polémico como yo esperaba), pero baste definirlo como un acto de “terrorismo erótico”. Ahí es donde confluyen todas las líneas temáticas de la película, su izquierdismo guay defensor del Frente Polisario y execrador de unos Estados Unidos culpables de todo, incluso de que se aboliera el benigno matriarcado bajo el cual la humanidad era más feliz que ahora. Se puede discutir que Medem cierre su sugerente ficción en una nota tan panfletaria, pero en cierta manera la falta de gusto con que lo hace lo redime. En ese momento no aspira a ser elevado y sublime, sino sucio y cortante, haciendo de Gerrit Graham, el imborrable Beef de “El fantasma del Paraíso”, el blanco de una ira milenaria.

Esa capacidad para variar de registros, para lanzarse de cabeza al caos desde la armonía, es lo que hace a un artista. Un servidor jamás firmaría el manifiesto ideológico que sostiene la película, pero encuentra saludable la vehemencia de su creatividad, su personalidad desarrollada y atractiva, casi excesiva, en unos tiempos en que nuestro cine parece aspirar, o al mimetismo pobre de Hollywood por un lado, o a un perjudicial minimalismo expresivo en el lado menos comercial de la balanza. Medem querría situarse en medio, pero es demasiado visceral para que la jugada le salga bien en taquilla.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Vive la planète Gong

Lo que me encontré esta tarde de oferta en el Vips:



Y también:



Dos clásicos de la banda psicodélica anglo-francesa Gong, remasterizados con “bonus tracks” y estupendos libretos. Con su concepción anárquica del hippismo, su humor zumbón, su cuelgue cósmico, la voz de duendecillo travieso de Daevid Allen, los aullidos orgásmicos de Gilli Smyth, la ácida guitarra de Steve Hillage y las exuberantes percusiones del malogrado Pierre Moerlen, Gong fue una de mis perniciosas influencias formativas. Luego, con la partida de Allen, se pasarían al “jazz rock”, y me siguieron gustando, pero ya no era lo mismo. Ya explicaré por qué si dedico un “Mis discos mágicos” a “Camembert électrique”, que sigue siendo mi favorito de ellos.

Mientras tanto, a disfrutar con estos dos recuerdos entrañables de mi primera juventud.

martes, 4 de septiembre de 2007

"La ciudad del grabado" de K.J. Bishop


Ese vejete envidioso que es John Clute tiene la costumbre de ningunear todo el movimiento que se viene denominando el “New Weird”, postulando que corre peligro de degenerar en una mera serie de visiones urbanas donde sólo importaría el grado de sordidez, disgregación y caos del escenario. Clute también hizo de menos a Susanna Clarke y “Jonathan Strange”, basando su reseña en la hipótesis, luego desmentida, de que se trataba del primer volumen de una trilogía, y que basaba en todo el aparato teórico de su enciclopedia. En fin, que fíate de los supuestos expertos.

“The etched city” (La ciudad grabada, en una traducción exacta del título original), debut en la novela de la australiana K.J. Bishop, podría encuadrarse más o menos en el “New Weird”, al que le une su ambiente urbano degradado, sus ambiciones estilísticas más allá del mero entretenimiento, y un tipo de sensibilidad decadente finisecular que uno ya tenía ganas de ver reaparecer en las letras pero que se necesitaría buscar con microscopio electrónico en la narrativa general de nuestro tiempo.

Al contrario que otras novelas que hemos reseñado, el énfasis no se sitúa en los recovecos de una trama compleja y vertiginosa, ni siquiera (como puede dar a veces la impresión en Miéville) en el barroquismo circundante, sino, algo no demasiado frecuente en la fantasía “canónica”, en los personajes, sus ambiciones, objetivos, pasiones y frustraciones. Gwynn, el pistolero y matón a sueldo que protagoniza en gran medida la historia, lejos del modelo Conan que le correspondería por estereotipo, tiene más de caballero decadente harto del mundo y ansioso por escapar de la mediocridad, como si de un des Esseintes hecho hombre de acción se tratara, o de lo que Clute, en clara perversión de los mitos cervantinos, denomina un “Caballero de la Triste Figura”.

La historia de amor de Gwynn con Beth, la artista autora de grabados extraños y perversos que irá metamorfoseando su carácter en contacto con la violencia y amoralidad de aquél, se entremezclará con el apogeo y caída de Elm, señor del crimen y de la guerra, la venganza sobrenatural de una de sus víctimas, los intentos de un reverendo con poderes sanadores pero sin fe por hacer ver la luz al descreído Gwynn, las reflexiones de Raule, doctora y ex revolucionaria compañera de este último, que trata de hallar las claves de la enfermedad moral de la ciudad de Ashamoil en su abundante colección de fetos deformes, y mil y un otras subtramas o relatos intercalados que alcanzan a menudo una rara intensidad poética y se alejan del maniqueísmo simplista del 90% de la literatura de género fantástico.

Se encontrarán en este libro todos los ingredientes de una buena aventura de espada o brujería o incluso de “western” (carezco de datos para compararlo con la serie de “La Torre Oscura” de King), pero también dimensiones insospechadas como un zumbón e ingenioso debate sobre la existencia o inexistencia de Dios (porción que, cómo no, ha incomodado un tanto a algún lector “friki”), una interrogación sobre las posibilidades de transformación de la naturaleza humana, un certero análisis sobre el tipo de fuerzas que mantienen en pie un conflicto bélico, y una voluntad constante de hacer de cada párrafo una obra de arte, de disponer a cada vuelta de hoja tesoros insospechados, sin tampoco descuidar un “crescendo” en la acción que genera mayor suspense cuanto más atrapados estamos en el extraño mundo de la historia.

Uno podría haber imaginado esta novela como el ejercicio de estilo de una firma novel, experimentando con aunar la “fantasy” anglosajona tradicional con la filosofía y estética de los Aubrey Beardsley, Huysmans, Lorrain o Wilde, llenando de paso un hueco que la literatura francesa, a priori la más capacitada para ello, se ha negado a llenar, pero el resultado desborda todas las expectativas, incluso si la introducción aventurera en el desierto desentona algo con el resto de la peripecia. Si esta es sólo la ópera prima de Kristen Bishop y todavía refleja vacilaciones y torpezas comparativas, da miedo especular sobre lo que podría surgir de su pluma en años sucesivos. Entusiasta recomendación, pues. Todo un acierto de Bibliópolis.