sábado, 27 de octubre de 2007

"Carbono alterado" de Richard Morgan


El paso del tiempo va rompiendo falsos conceptos que uno se había ido formando sobre sí mismo. Por ejemplo, he tenido una tendencia a verme como un friki de la fantasía y la CF, pero la experiencia de la vida va resaltando las difrencias irreconciliables que me separan de este colectivo.

Por ejemplo, nunca he sido capaz de interesarme por las mil y un series televisivas que comparten una visión fraternal del universo donde la Humanidad recorre el espacio exterior vistiendo pijama, en una clara alusión al carácter onírico de semejantes utopías, que sólo durarán mientras no despertemos de nuestro apacible sueño nocturno y nos enfrentemos a la desagradable luz del nuevo día. Tampoco he sido nunca parcial al intercambio de cromos mágicos, ni a disfrazarme de personajes de “Star Wars”, ni a abrazar una tecnofilia obsesiva que no ve inconvenientes en avance informático alguno.

Ni soy capaz de encontrarle el atractivo a libros como “Carbono alterado” de Richard Morgan.

Mirad que es raro, pues más de un colega blogueador jura por Morgan y su trilogía de Takeshi Kovacs como si se tratara de evangelios descartados de la Biblia, muy superiores, sin embargo, a los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. En el caso concreto de “Carbono alterado”, primer volumen de la serie, encuentran apasionante su universo donde la muerte no existe y las consciencias saltan de cuerpo en cuerpo a velocidades supralumínicas; desarrollan una verdadera adicción por su argumento que aúna una clásica trama detectivesca con un brutal “thriller” de acción; toman cariño al protagonista, Kovacs, ex miembro de un cuerpo de élite interestelar, bestia parda con su corazoncito que se ve arrastrado a su pesar dentro de un entramado de violencia y mentiras pero sale triunfante gracias a su superior entrenamiento y a su inquebrantable ética ultraliberal, enemiga de todo intervencionismo externo e infalible en su conocimiento de qué personas merecen morir.

En fin, yo no sé qué deciros. Para que no se diga que practico la filosofía del exabrupto y la descalificación fácil, que no obstante parece admitirse en más de un supuesto crítico profesional, me propongo pasar un ratito con vosotros para tratar de encontrar en mi interior las razones por las que esta admirada novela será con probabilidad la primera y última obra de Morgan que me meta entre pecho y espalda. No tenéis por qué estar de acuerdo conmigo, pero espero que al menos mis argumentos resulten comprensibles y razonables.

En primer lugar, el lenguaje en que está escrito el libro, ejemplo claro de ese ideal artesanal, directo y sin ínfulas artísticas que parece grabado a fuego en el libro de estilo de la CF de ahora. Con todos los elementos extraordinarios que pueblan ese mundo futuro, incluyendo invasiones marcianas en un pasado reciente o astronaves generacionales casi legendarias que siguen aguardando el momento de tocar tierra, sorprende que se utilicen unas herramientas lingüísticas tan corrientes para su plasmación, que no se nos haga sentir lo extraordinario de ese mundo casi en cada palabra, en cada construcción gramatical. No es cuestión de ponerse en plan Harold Bloom, bolígrafo rojo en mano: Morgan tiene momentos de hábil narración (aunque más dispersos de lo que afirman los forofos), pero uno se pasa media novela preguntándose a sí mismo si no había maneras mejores, más sugerentes, de comunicar determinadas situaciones e ideas.

La famosa trama trepidante, bueno, permitidme también carraspear un poco. Sí que es verdad que el autor tiene instintos astutos: en el prólogo a la historia, el protagonista ya ha muerto, y apenas se le ha resucitado en una “funda” nueva (lo de “funda” es mi traducción de “sleeve”, el término con que se designa a los cuerpos de repuesto; ignoro su equivalente en la edición de Minotauro), ya está puesta en marcha la maquinaria del caso que deberá resolver quiera o no. Cada cierto tiempo, Kovacs se ve envuelto en situaciones violentas que ponen a prueba su condicionamiento militar y que a menudo son originadas por el misterioso pasado del cuerpo que se le suministró, el de un expeditivo agente de policía que se ganó mil y un enemistades entre el hampa. También desempeñan un importante papel los recuerdos de Kovacs, en especial su intervención en un mundo llamado Sharya, de claras resonancias árabes e islámicas, que trae a la memoria de un modo nada casual el conflicto de Irak y la crisis de conciencia, capaz de dejar pequeñito el trauma del Vietnam, que se va agigantando día tras día en el inconsciente norteamericano. Morgan es británico, pero su novela es estadounidense, lo tengo bien claro.

El problema es que los cartuchos explotan todos en la primera mitad del libro. Después de que Kovacs irrumpa como un ángel exterminador en la clínica donde se le sometió a terribles torturas en un frágil cuerpo femenino, y deje a la práctica totalidad de los presentes sin esperanzas de reencarnación en un salvaje itinerario que deja sin aliento, resulta muy difícil mantenerse a la altura. Las obligatorias escenas de sexo bestselleriano, las andanadas satíricas contra el catolicismo (siempre socorridas en el protestante mundo anglosajón), la entrada en escena, como villana, de una verdadera “dama dragón” digna de Sax Rohmer en su filiación “pulp” (y que adopta como cuartel general ¡el Valle de los Caídos!), las consideraciones sobre la relación entre cuerpo, comportamiento e identidad, más convincentes y trabajadas de lo que cabía esperar, o pensamientos fallidos de último momento como el autopsicoanálisis al que es sometido Kovacs por su doble cuando se encarna en dos cuerpos simultáneos, no disimulan la progresiva disolución de la fuerza narrativa, que necesita, para volver a tomar impulso, recurrir a “set pieces” propias de guionistas de serie B, como por ejemplo la lucha cuerpo a cuerpo, al estilo gladiador, con un gigantón erizado de aparatitos para hacer daño, a bordo de un barco encallado, mientras el elemento criminal vitorea y apunta su pulgar hacia abajo. Llama la atención que la novela, que pretendía empezar entre “Blade runner” y “Neuromante”, se interne con tanta frecuencia y entusiasmo en un territorio propio de las películas de Vin Diesel. En ese sentido, veo la trama detectivesca como un simple pretexto que pronto empieza a ser lo de menos.

Y es una pena, porque en efecto el telón de fondo está bien trabajado, con montones de detalles que darían para historias bastante más interesantes que la de “Carbono alterado”, donde se cargan las tintas en los elementos más macarras de la estética “cyberpunk” y se desaprovechan muchas de las implicaciones más interesantes de la idea de base. Takeshi Kovacs, aunque le remuerda un poco la conciencia, no deja de ser un híbrido entre el clásico superhombre, que ya en las novelas de van Vogt saltaba de un cuerpo perfecto a otro más perfecto todavía, y el macho castigador de las novelas de Mickey Spillane, que no deja maleante sin magullar ni hembra de bandera sin penetrar. Quizá yo sea un amargado, forzado al escepticismo en lo que se refiere a mi capacidad para comerme el mundo, pero me cuesta identificarme con un protagonista así, tan lejano de mis ideas sobre la vida y más propio de una fantasía adolescente que de una ficción adulta y compleja.

Uno a veces cree que determinadas historias funcionan mejor en un medio escrito y otras lo hacen en un medio audiovisual. “Carbono alterado” nace con la pretensión de proporcionar, en letra impresa, el tipo de emociones que despiertan en cine las producciones de Joel Silver (que no en balde compró ipso facto los derechos fílmicos de la novela), pero algunos como un servidor buscamos otras cosas en un libro, como ese componente reflexivo o ese lenguaje evocador que echamos tanto de menos aquí. No cabe duda de que la violencia y la sordidez tecnificada de muchos pasajes podrían dar juego para crear secuencias cinematográficas impactantes, aunque no estoy demasiado seguro de que la adaptación a la pantalla, visto el material de base, trascendiera demasiado los tópicos del cine de acción hollywoodense.

Y sobre por qué tanto friki de la CF, que tampoco ocupa un lugar preeminente en su círculo social ni consigue imponer su voluntad y sus deseos sobre el mundo que lo rodea, se emociona tanto con el credo ultraliberal y supremacista del personaje de Quellcrist Falconer, especie de contrapartida de Ayn Rand en el planeta de Kovacs e inspiración absoluta de su bravo sentido de independencia, eso preferiría dejarlo para otra ocasión, porque si no acabaría hablando de un viejo conocido mío, que empezó leyendo “La rebelión de Atlas” y terminó dándole la razón en todo a Jiménez Losantos.

En suma, un libro que me ocasionó bastante cansancio y que sólo mi sentido del deber me obligó a terminar. Y lo malo es que a Richard Morgan se le considera uno de los no va más en la CF del siglo XXI. Una de dos: o realmente he dejado atrás las seducciones del género, o es éste el que ha desdeñado seducir a lectores como un servidor. Desde luego, la mera sinopsis de títulos posteriores de Morgan, como por ejemplo “Leyes de mercado”, me despierta un escepticismo invencible: se necesitaría ser un genio para hacer creíble semejante planteamiento de tebeo de a duro. Pero a algunos es precisamente esa inverosimilitud al borde de lo cutre lo que les pone. Será que son frikis, y que yo, pese a las apariencias, no lo soy.

domingo, 21 de octubre de 2007

"Flicker" de Theodore Roszak


La historia del cine está repleta de áreas misteriosas, de títulos legendarios y perdidos, de fascinantes figuras marginales excluidas del canon oficial y sólo mencionadas a pie de página en caracteres minúsculos.

No es extraño, por tanto, que ninguno de nosotros haya oído hablar de Max Castle. Nacido Max von Kastell en la Alemania de principios del siglo XX, pudo haber sido uno de los directores fundamentales del cine expresionista, de no ser por los problemas de censura encontrados a raíz de su película “Simón el Mago”, que lo forzaron a emigrar a Estados Unidos como hicieron otros muchos colegas de la UFA.

En Hollywood, la MGM apostó fuerte por Kastell, que ya había adaptado su apellido a la grafía anglosajona, y se dispuso a producirle una ambiciosísima epopeya bíblica, “La mártir”, rodada en escenarios naturales con la gran estrella Louise Brooks y medios descomunales para entonces. Por desgracia, los ejecutivos de la Metro consideraron que la película no debía exhibirse e incluso llegaron a destruir todas las copias existentes.

Castle, viendo cómo su carrera sufría un revés irreversible que lo apartaba para siempre de los grandes estudios, no se resignó a permanecer inactivo, y decidió buscar trabajo como fuera, lo cual lo llevó a las pequeñas compañías productoras de cine de serie B, donde desarrolló el grueso de su carrera. Los pocos que han oído hablar de Max Castle lo asocian principalmente a misérrimas películas de vampiros como “Count Lazarus” o “Kiss of the vampire”, con alguna que otra excursión al Caribe y el vudú como “Zombie doctor”, firmada al alimón con el incombustible Edgar G. Ulmer.

Los pocos que han visto las películas de terror de Max Castle formulan extrañas afirmaciones sobre ellas. Da igual lo tópico de sus guiones, sus malas interpretaciones: su atmósfera es única, diríase que nunca se han visto unas sombras tan negras en la pantalla, ni un ambiente tan opresivo. Hay quien jura y perjura que pueden verse escenas de sexo real entre los actores, aunque un análisis de la película fotograma a fotograma no registra ni una sola imagen subida de tono. Más de uno se siente sucio tras ver cualquiera de estas obras, e incluso su vida sexual se resiente por ello.

Un análisis detallado revela que Castle fue un pionero en la utilización de imágenes subliminales. Imágenes en ocasiones muy extremas eran sobreimpresionadas a los fotogramas de manera invisible al ojo aunque no a una percepción más profunda, dejando un profundo sentimiento de angustia nihilista, de desagrado ante la proliferación de una humanidad cruel y sádica, de fatalismo ante un mundo hostil e infernal que sólo puede calmarse con la muerte. La iconografía “secreta” de Castle es fácil de relacionar con la antigua doctrina de los cátaros, aunque este carácter excéntrico y esotérico del director toma una nueva dimensión cuando analizamos viejas películas de Shirley Temple y comprobamos atónitos que contienen el mismo tipo de imágenes perversas y obsesionantes...

Este es el punto de partida de “Flicker”, la novela de Theodore Roszak, que bajo el disfraz de un apasionante “thriller” con ribetes conspirativos supone todo un tratado sobre el séptimo arte, sus entusiastas, sus connotaciones eróticas, sus peligros, su eterno poder de fascinación. Dudo que muchos buenos cinéfilos pudieran sentirse indiferentes a mucho de lo que cuenta y describe Roszak: los albores de los cine-clubs y filmotecas en miserables sótanos regentados por apasionados particulares; la época en que no existía el vídeo doméstico y las películas eran sólo copias de proyección en celuloide, dificilísimas de encontrar y extremadamente frágiles; la escena “underground”, plagada de émulos decadentes de Kenneth Anger o Paul Morrissey; el despertar de la cultura “pop”, con su culto al mal gusto, a lo cutre y a lo “camp”, prolongado en el creciente éxito setentero de las películas “gore” y su estética amateurista y extrema.

Roszak escribe desde un conocimiento exhaustivo de lo que cuenta, y sabe cómo dotar de verosimilitud a sus creaciones dotándolas de un contexto real. Lo que se nos cuenta de las películas imaginarias de Max Castle y su discípulo espiritual y niño prodigio del “splatter”, Simon Dunkle, por muy desagradables y execrables que el narrador nos diga que son, nos produce unas ganas invencibles de verlas y caer bajo su perjudicial hechizo. Se trata de creaciones muy bien imaginadas, mezclas de sátira, psicología del espectador y verdadero amor hacia una forma artística que deja sentir su poder hasta en sus muestras más degradadas.

Poder sobre el que las metafóricas técnicas manipulativas de Castle y sus adláteres suponen una suerte de advertencia. Roszak, que para eso es profesor universitario y autor de reputadas obras de no ficción como “El nacimiento de una contracultura”, construye todo un sistema teórico sobre la influencia nefasta del cine, que sonaría alarmista y moralizador de no ser por la delirante conspiración histórica con que lo viste, muy difícil de tomar en serio y consciente de ello, que llega a remontarse a películas medievales perseguidas por la Inquisición, a la matanza de los albigenses, a los Templarios (¿cómo no?) y al papel inquietante que Siegfried Kracauer, en su libro “De Caligari a Hitler”, atribuyó al expresionismo como abono fertilizante de un clima social histérico y paranoico donde el nazismo florecería cual hiedra venenosa.

Pero este es sólo un nivel del libro. En otro, tenemos la autobiografía íntima de un hombre en cuya vida erótica el cine siempre ha jugado un papel predominante desde que en su adolescencia viera a Jeanne Moreau en “Los amantes” de Louis Malle, y cuyas compañeras de cama siempre se han correspondido con arquetipos cinematográficos femeninos, desde su gran amor juvenil, Clare, sesuda crítica e historiadora fílmica de gran influencia inspirada en la célebre Pauline Kael, hasta estrellas cincuentonas en decadencia como la intérprete de los seriales de “Nylana, la chica de la jungla”, fetiche erótico temprano del protagonista, pasando por jóvenes cinéfilas francesas de la cosecha “nouvelle vague” o inaccesibles vampiresas a lo Marlene Dietrich, bellas aún a los 70, que saben aún satisfacer sexualmente mediante curiosas prácticas emparentadas con el “tantra yoga” que excluyen toda forma de penetración.

A otro nivel tenemos las actitudes frente al cine: los que ven en él una relevante expresión artística de insobornable carácter moral (la co-protagonista Clare, que no puedo evitar ver como el santurrón trasunto de los críticos puristas y arrogantes de los que la cinefilia está tan llena), los hedonistas que ven en él diversión incluso en los pestiños más infames y encuentran en la falta de calidad y buen gusto un revulsivo contra la estéril corrección burguesa (el secundario Sharkey, por cuyas opiniones siento cierta simpatía), o los creadores malditos, que no pueden evitar cultivar su arte por encima del sentido común o la moral, y que llevan su pasión hasta extremos patéticos y conmovedores (el propio Max Castle).

Todo ello inmerso en una trama absorbente con sólo algunos altibajos y reiteraciones que sabe captar de maravilla el terror primordial de la imagen en movimiento (visible sobre todo en cine realmente antiguo, en especial mudo) y elabora toda una metafísica inquietante de por qué esto sucede, tal vez descabellada pero en todo caso bien traída y producto de una competente imaginación. “Flicker” supone un regalo para los amantes del cine, una fuente sin final de datos, opiniones y reflexiones, y, para los demás, una entretenida, si bien algo densa, novela de intriga, fantasía y terror, cuya edición española no me consta... aunque las cosas podrían cambiar si Darren Aronofsky se rehace del linchamiento crítico sufrido con “La fuente de la vida” y lleva a cabo su adaptación a la gran pantalla.

Esta reseña fue publicada originalmente en C, el hijo de Cyberdark

sábado, 20 de octubre de 2007

Deborah Kerr (1921-2007)


Me dan igual “Tú y yo”, “De aquí a la eternidad” o “El rey y yo”; para mí, Deborah Kerr será siempre la reina de las monjas guapas desde “Narciso negro”, donde el sensual exotismo de la India y el rústico “sex appeal” colonialista de David Farrar pusieron en peligro tanto sus votos como los de la injustamente olvidada Kathleen Byron hasta llegar a un memorable duelo al borde del abismo.

También guardo entrañable recuerdo de ella encarnando a la mujer casada que inicia en el sexo a aquel jovencito cuya masculinidad todos ponían en duda en “Té y simpatía”. Da igual el final con moraleja: era raro que Hollywood se atreviera con argumentos así.

Claro que tras una belleza británica y fría como la de Deborah, que casi habría sido el sueño de Hitchcock hecho realidad, también acechaban los peligros de la represión y la histeria, como demostró su institutriz de “Suspense”, en mi opinión la verdadera villana de la historia, mucho más terrorífica que cualquier fantasma, como el pobre Miles acabó sufriendo en carne propia.

domingo, 14 de octubre de 2007

Flashback: Mi juventud gótica


Mis padres me dicen que no pase tanto rato en el cementerio. Sin duda preferirían que lo pasara con ellos, encadenados frente a la caja de torturas mientras el execrable Ricky Ricardo, su cantante favorito, se lamenta en empalagoso estéreo de que su amor le dejó, y que la flor se marchitó, y otras bobadas de similar percal.

Qué sabra ese imbécil de la verdadera poesía, esa que duerme fría en el blanco de la lápida, color sublime imitado por mi faz a base de evitar el sol y aplicarme con celo monacal polvos de talco y otros marmóreos afeites. Qué sabrán los infinitamente mediocres autores de esas canciones sobre el verdadero amor, el opio embriagador y pernicioso que comienza corroyéndote el corazón y de ahí va extendiendo su genocida imperio hasta disolver tus músculos, tus huesos y tu mente en un charco irisado que tan sólo refleja los portales ebúrneos del paraíso.

Qué pobre idea tendrá ese figurín de feria agrícola, hecho al abrazo fácil, fugaz e incómodo de las vírgenes fáciles de bambalinas, resbaladizas de perfumado sudor y deseo histérico, sobre las delicias oscuras cual cripta familiar que promete mi amada apenas despegando sus párpados cerrados por el sueño o por briznas fugitivas del sudario, o peinando sus díscolos bucles negros de un único gesto de su mano casi azul, sus uñas purpúreas largas y curvas como pestañas postizas.

Cómo voy a dejar de venir al cementerio, de caminar al crepúsculo, con mi fanal y mi linterna si no hay luna llena, los tres kilómetros de camino agreste y bordeado de fábricas abandonadas que llevan de nuestra ciudad estrecha y olvidada hasta la antesala del cosmos infinito, el patio donde los hijos de los dioses meriendan y juegan a la pelota con los cráneos de los mortales.

Cómo voy a mostrar de un modo más conspicuo y retador mi desprecio por las falacias de una vida vendida en envases de plástico no retornables a otras personas que no visten de negro y nunca han mirado las estrellas el tiempo suficiente para temblar ante la Gran Bestia Celestial cuyo contorno ellas dibujan temblorosas, como deseando apagarse.

¿Acaso abandonaré sumiso mi atalaya privilegiada, mi puesto marcial de vigilancia, el lecho duro y gélido donde por tanto mi sensibilidad intoxicada no dormirá, a Satán gracias, a gusto? ¿Consentiré tal vez dejar sin compañía a la dulce jovencita arrancada de toda esperanza de placer a los dieciséis años, mientras allá abajo las larvas se disputan su carne y aquí arriba yo siento chirriar el eje del mundo?

¿Cerraré tras de mí los portones del mausoleo familiar, desdeñaré por tanto los peligros líricos de la noche en ese camposanto vedado a mi carcasa, pero hogar cotidiano y jardín de recreo de aquella cuya mano enjoyada observo apartar la losa a diario, y por cuya palidez eterna suspiro sin aliento?

¿Osaré en algún arrebato heroico seguirla y así verificar de dónde viene cada amanecer, risueña, cerúlea e incitante en paso y gesto, ataviada de un modo diverso y si cabe más suntuoso en su retorno que al salir? ¿Surgiré de mis penumbras fúnebres y la interpelaré sobre la locura con que me ha infectado desde que la vi saltar desde la verja, cazar al vuelo un ave nocturna con los dientes y alejarse desplumándolo mientras cantaba una canción popular en una lengua desconocida?

No, mis padres no prevalecerán sobre mi fiebre, sus amenazas no cosecharán en mí más que una renovada persistencia en desoir sus consejos. Nada lograrán sus chantajes, sus correveidiles a sueldo a quienes encomendarán trazar un mapa de mi vida íntima, encerrarla en una jaula de paralelos y meridianos invisibles imposibles de abandonar una vez dentro, cuando la llamada del abismo deja de llegar a tus oídos ensordecidos por fórmulas químicas y proclamas patrióticas.

Sí, viviré como una bestia, cazaré en el monte bajo junto a la tapia del cementerio, me alimentaré en el bosque oscuro, calentando y ensuciando mis labios con la sangre de su vida salvaje, me recostaré al alba en una madriguera excavada con mis manos y vibraré con sueños de agitación exaltada hasta que el canto de la lechuza me ponga en pie, desnudo y temible, y me guíe hacia mi lúgubre escondrijo, el lugar de la indecisión en el cual cada noche decidiré lo conveniente o inconveniente de descubrirme ante mi amada, demandarle su secreto, y, así, volatilizar en el fresco aire nocturno tantos meses de misterio y de poesía.

martes, 9 de octubre de 2007

"The Tooth Fairy" de Graham Joyce


A menudo sostengo la hipótesis de que ciertos autores se equivocaron al asociar su nombre con la literatura fantástica o de CF. Y no porque su dominio de esos subgéneros fuese pobre o inadecuado, sino por el sentido de injusticia cósmica que asalta a uno cuando escritores de calidad, inventivos y comparables a cualquier santón de las letras, como Disch, Crowley o Wolfe, se pasan la vida esforzándose en construir una obra que resista el paso del tiempo para que al final su existencia sea conocida sólo por cuatro jugadores de rol anclados en la adolescencia, que cuelgan en sus blogs fotos en las que salen manejando la espada láser de “Star Wars” y suelen estar de acuerdo con Goebbels en aquello de “Cuando oigo la palabra ‘cultura’ echo la mano a mi revólver”.

Pero existen casos aún más flagrantes. Al fin y al cabo, Disch, Crowley o Wolfe cultivan unas formas exigentes, muy a menudo difíciles, saltándose a la torera los conceptos más tradicionales de “entretenimiento” y haciendo inevitable que los lectores sin ínfulas intelectuales se alejen de su producción. En cambio, autores como Graham Joyce se dedican a un tipo de novela de personajes cercanos, que pasan por experiencias universales, cuidando un tipo de narración accesible capaz de enganchar desde las primeras frases y de mantener hasta el final una atmósfera de intriga y misterio. Y sin embargo, Joyce sólo ha visto publicadas dos novelas en nuestro país, manteniéndose inédita toda su producción anterior que incluye libros tan sobresalientes como “The Tooth Fairy”.

¿Qué pasa con Joyce? ¿Por qué es una firma tan olvidada entre nosotros? Quizá por habitar una zona incómoda: a pesar de que su obra es susceptible de alcanzar a todo tipo de lectores, se le ha publicado casi siempre en editoriales y colecciones de género, pensando que su componente fantástico e imaginativo (que no obstante suele situarse en zonas grises de ambigüedad) alienaría a lectores “normales”. El resultado final está a la vista: editoriales finas como Anagrama, tan dadas a lo “british”, ignoran a Joyce, supongo que sin haber mirado ni por encima ninguno de sus títulos, mientras éstos se antojan demasiado normales y realistas a los que se ganan la vida publicando tochos de vampiros con priapismo y astronaves fálicas que eyaculan a velocidades mayores que la de la luz.

En todo caso, una lástima: “The Tooth Fairy” resulta tan especial precisamente por su doble lectura. La historia del paso a la adolescencia de un grupo de chavales en la ciudad de Coventry durante los años 60 se beneficia tanto de lo verosímil de la ambientación como de su trastienda inquietante, simbolizada en esa Hada de los Dientes (equivalente anglosajón del Ratoncito Pérez) que se convierte en la compañera secreta del protagonista, simbolizando para él todo cuanto de extraño, violento, tierno y erótico tiene la vida que va descubriendo poco a poco. Los sinsabores de la existencia, el componente ineludible de dolor que se desarrolla en torno a nosotros a poco que miremos en torno nuestro, puede superar en horror a cualquier cuento de miedo, por eso no es de extrañar que Sam, el protagonista, vea en el Hada la influencia maléfica que empuja a sus conocidos hacia la locura, la muerte o la desgracia, aunque en ocasiones no sea tan fácil odiarla por el modo en que su soledad y su tristeza reflejan la suya propia de un adolescente enfrentado a su metamorfosis traumática.

Joyce construye personajes ordinarios pero memorables, y sabe dotar de un enfoque propio a situaciones y motivos tan típicos como el descubrimiento del sexo, el maltrato por grandullones abusivos, la rivalidad por una chica, la iniciación en las drogas. Uno tiene la impresión de que, incluso sin la faceta irreal de la historia, la novela podría funcionar y enganchar al lector, tanto sabe presentar lo inmemorial con apariencia de algo nuevo.

Pero evidentemente los terrores imaginativos forman parte indisoluble de la infancia, así que uno no ve muy bien por qué una novela deseosa de captar con una mínima fidelidad este período de la vida debería soslayarlos. En ese sentido, el personaje del Hada de los Dientes, verdadero eje del libro, está desarrollado y trabajado tanto o más que el resto del reparto, siendo una creación repleta de matices y aspectos, de lo diabólico a lo escatológico, de lo amenazador a lo vulnerable, que sobrepasan lo meramente simbólico e incluso se prestarían a una interpretación literal, propia de la CF, de lo más sorprendente.

Tal vez Joyce haya dominado mejor en otros libros el arte de captar la identificación del lector, por ejemplo en la posterior “Los hechos de la vida” , que, pese a un contenido imaginativo más corrientito, sabe introducirnos en su mundo de una manera más sutil, no como aquí, donde la escena “fuerte” inicial carece de las consecuencias que uno podría esperar y huele a truquillo narrativo. En cambio, el recurso que dota de suspense y cierta cohesión a una trama que puede definirse como episódica, bastante parecido, pero a la inversa, al que encontrábamos en aquella primera publicación de Joyce entre nosotros (baste decir, para no reventar ambos libros, que en los dos hay cadáveres ocultos de por medio), funciona mucho mejor aquí por su relación directa con las traumáticas peripecias de los protagonistas, y su resolución, pírrica en el otro libro, aporta aquí un genuino sentido de liberación.

Persiste también el eficaz buen rollito de retratar clases tirando a desfavorecidas (¿para cuándo unos poderosos, dominantes y adorables aristócratas, que serían mucho más difíciles de lograr?), pero la humanidad sucia de los personajes de este libro, aunque comprensible y a veces carismática, no es rival para las figuras mucho más peculiares y entrañables que poblaban “Los hechos de la vida” , que no puedo evitar considerar mejor novela, aunque “The Tooth Fairy” sea una creación más original, dura e inquietante, y menos susceptible de etiquetamientos simplones del tipo “realismo mágico a la inglesa” que a la larga terminan resultando perjudiciales.

domingo, 7 de octubre de 2007

10 películas cuya edición en DVD aún espero


1 – “El otro” (Robert Mulligan)

2 – “Los sueños de Akira Kurosawa” (Akira Kurosawa)

3 – “Inferno” (Dario Argento)

4 – “Ocho y medio” (Federico Fellini)

5 – “El año pasado en Marienbad” (Alain Resnais)

6 – “Los diablos” (Ken Russell)

7 – “Policía Python 357” (Alain Corneau)

8 – “Terror en el espacio” (Mario Bava)

9 – “Los rompepelotas” (Bertrand Blier)

10 – “Cielo líquido” (Slava Tsukerman)

viernes, 5 de octubre de 2007

Roy Harris: Sinfonía No. 3


Cuando aún resuenan en esta página los recios y machotes compases de Bachman-Turner Overdrive, es el momento ideal para confiar en una pieza orquestal compuesta por un ex camionero.

Resulta tentador identificar esa lenta, larguísima e intrincada melodía inicial en las cuerdas con un paisaje vasto y cambiante, aunque inmutable en su línea de horizonte. De la misma manera, la ausencia de temas pegadizos, el hecho de que las melodías, si las hay, son ante todo cambios de acordes a menudo no muy ortodoxos o fluidos según las leyes armónicas, podrían sugerir el fluir de la tierra inmóvil ante los ojos de un conductor que no se mueve pero presencia metamorfosis continuas a un lado y otro del asfalto. Ya sugirió Elliott Carter que en la música del XVIII y el XIX se estilaban mucho los acentos mediante una negra o dos corcheas en cada parte del compás porque imitaban el ritmo de los medios de locomoción de entonces: el caminar, el montar a caballo, el ir en carruaje, y que la era del automóvil, el avión o la nave espacial conllevaría nuevos conceptos del ritmo.

Lo cual no quiere decir que Harris haga vanguardia (las sonoridades de la sinfonía son postrománticas e incluso hay evocaciones claras de obras como la primera sinfonía de Brahms), a no ser que por vanguardia entendamos a Sibelius, cuya séptima sinfonía tiene mucho que ver con esta manera de ir desarrollando la materia musical mediante cambios sucesivos de los elementos presentados en el inicio. Sibelius también fue de los primeros en recurrir a células repetitivas que daban un ambiente "minimalista". Mike Oldfield siempre fue un gran admirador de Sibelius.

El aire entre soñador, pionero y folklórico de la obra (no falta una sección de danza percusiva que puede traer a la mente coreografías indígenas a la luz de una hoguera) le otorga un atractivo tópicamente "americano", una frescura que no encontraremos en obras europeas más ancladas en la tradición y mucho mejor concebidas y ejecutadas. Por si fuera poco, Harris llega al dramático clímax de su composición en el minuto 18, cuando un Mahler o un Shostakovich estarían aún calentando motores en el primer movimiento.

Es una pena que, tras la agradable sorpresa que me supuso el descubrimiento de esta pieza en un cedé de Leonard Bernstein (en Sony, cuando "Lenny" aún no se había amanerado tanto y regalaba una interpretación enérgica tras otra) mi investigación del resto de composiciones de Roy Harris sólo haya desvelado repeticiones de este mismo esquema, atmósferas muy similares a los de esta fascinante y concisa sinfonía en un movimiento único que merecería una mayor visibilidad en los conciertos. Pero mejor es ser autor de una sola obra que de ninguna, como otros que sin embargo no cesan de estrenar en los auditorios y cobrar derechos de autor a espuertas.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Godard, cineasta Universal


Los cinéfilos clasicotes y de buen rollito no se cansan de proclamar a Truffaut como mejor cineasta de la nouvelle vague. A mí, ya veis, me gusta Truffaut, pero lo he visto siempre un poco hipervalorado, me parece un hombre que se esfuerza más en caer bien a través de su cine (lo cual, claro está, consigue), que en crear nuevas formas, abrir nuevos caminos o en general sacar los pies del tiesto.

Por eso Truffaut, simpático y populista, es un magistral autor de telefilms (es de los pocos directores cuyas obras mejoran sistemáticamente vistas en pantalla pequeña), y Jean-Luc Godard, que a menudo provoca ganas de estrangularlo, es un talento único del cine, diferente, creativo, provocador, irritante, capaz de jugar con el tiempo fílmico como ningún otro, y si no fijaos en el reciente reestreno de “Vivir su vida” , que hacía vivir sus escasos 80 minutos de duración con una intensidad pausada que algunos llamarán aburrimiento aunque no es exactamente eso.

La mala leche hacia la sociedad, la genuina extrañeza de los encuadres y montajes aun 40 años después, la desfachatez “pop”, las ganas de tomar un poco el pelo a un público intelectualoide dispuesto a tragarse cualquier cosa mientras sea “cultura”, los chistes bordes, el pesimismo que subyace bajo los alardes de ligereza, compensan a menudo, sobre todo en la primera época de Godard, lo árido que puede hacerse a veces su cine, lo exasperante de algunas de sus sobradas.

Por eso me alegro de que la distribuidora Universal edite en DVD ocho títulos del cineasta más grande que ha dado Suiza (hipérbole godardiana que seguramente obvia los orígenes helvéticos de algún clásico emigrado a Hollywood).

“El soldadito”, la peli que ya empezó a defraudar a los que adoraron “À bout de souffle” tiene mucho de espinosa denuncia política y recuerdo de ella una secuencia de torturas que en su día me impresionó. “Lemmy contra Alphaville” es un clásico de la CF “povera” lleno de una ambientación seudo-futurista estrictamente contemporánea y multitud de guiños “pulp” (empezando por el protagonismo del entrañable Eddie Constantine o del futuro actor fetiche de Jesús Franco, Howard Vernon) que compensan su a veces plúmbeo intelectualismo. “Pierrot el loco” tiene mucho de recuperación de las ideas de la ópera prima, con esa mezcla de espíritu juguetón y desesperanza que hizo únicos los años 60. “Made in USA” en su momento me interesó menos (y me da que se edita porque Tarantino la homenajeó en “Kill Bill” con esos pitidos que se oían cuando alguien pronunciaba el verdadero nombre de La Novia).

Uno podría quedarse ahí, pues el salto a los 80 es irregular. “Pasión” , salvo el genial uso en el inicio del maravilloso “Concierto para la mano izquierda” de Ravel, no me dejó un recuerdo imborrable, ni siquera de la locura que sí se apoderaba por momentos de los fotogramas de “Nombre: Carmen”, con el efímero sex-symbol Maruschka Detmers entregándose a estrafalarios tiroteos. “Detective” mira con cierta sorna las convenciones de la serie negra y cuenta con Johnny Hallyday y musica de Honegger (si bien da pena ver a un Jean-Pierre Léaud envejecido, triste y gordo), y “Hélas pour moi”, el encuentro Depardieu-Godard, es una soberana frikada en la que Dios se encarna otra vez como hombre y la sinopsis de la contraportada cita obras y autores de lo más sesudín ante la dificultad de hallar un hilo argumental claro. En fin, que estas últimas son para valientes.

Pero desde luego es mejor que las edite Universal que no editoras pequeñas y elitistas del tipo Sherlock o Filmoteca Fnac, pues la despiadada explotación de sus productos típica de una empresa multinacional motivará que los viciosos del consumo, cuya lujuria no se calma con descargas gratuitas, podamos adquirir estas pelis, el año que viene o el siguiente, a 5 o 4 euritos unidad, mientras las modestas compañías que aman sus lanzamientos nos seguirán cobrando 18 eurazos incluso cuando el DVD sea un formato anticuado y “cool” en círculos “indies”, como lo es hoy el vinilo.