jueves, 29 de noviembre de 2007

"Y mañana serán clones" de John Varley


La primera novela de John Varley se distingue por su concisión. En momentos como el que atraviesa actualmente la literatura de CF, sorprendería que alguien presentara conceptos tan épicos y radicales como los que esta novela exponía en 1977 sin expandirlos lo menos a una duración de 500 páginas. ¿La Humanidad expulsada de la Tierra por una invasión alienígena y forzada a adaptarse a una vida en el resto del sistema solar, guiada por misteriosos mensajes alienígenas? Vamos, en manos de los de hoy estarían todavía presentando a los personajes en la página 120.

Fiel al concepto de “literatura de ideas”, Varley adopta una postura artesanal, distraída y sin alardes de estilo, pero haciendo gala de un enfoque que entonces parecería novísimo y rompedor, sobre todo por el carácter juvenil que siguen arrastrando cual rémora muchas obras del subgénero. Yendo al grano, Varley hablaba de sexo. Dando por supuesto que las sociedades futuras habrían dejado atrás nuestros escrúpulos actuales respecto al amor físico, las páginas de la novela abundan en especulaciones audaces, propias de los autores de la “New Wave” (bisexualismo como norma, la población cambiando de sexo tan fácil y frecuentemente como de pantalones) así como en momentos eróticos tirando a explícitos donde se dan detalles, por ejemplo, sobre qué hacen las lesbianas en la cama. Esta es tal vez una de las razones por las que Varley es recordado con tanto cariño por muchos: como la CF se ha considerado siempre literatura para adolescentes y los adultos ni se dignaban abrir sus páginas, mucho chavalín se encontraría de repente, en libros “seguros” para él, con pasajes que le parecerían el colmo del atrevimiento, que se dirigían a él como si fuese un lector adulto a la par que satisfacían su curiosidad sexual. Hoy en día, en cambio, veo demasiada astronauta desnuda en la novela como para no pensar que se tratase de una estrategia comercial; las obras más recientes que leí de Varley son cada vez más heinleinianas y no masajean tanto las hormonas masculinas.

Aunque reducir el radicalismo de esta novela a asuntos eróticos sería una injusticia. Por ejemplo, la idea del cuerpo como materia desechable choca con muchas de nuestras tradiciones. Los protagonistas de la novela, en su deambular cósmico, se desprenden con frecuencia de miembros que les estorban, para transplantarlos por otros o simplemente para moverse con mayor soltura en gravedad cero. Un momento que se graba en la memoria, y que proporciona un cierto escalofrío, es cuando la protagonista se hace extirpar voluntariamente un pulmón para sustituirlo por un mecanismo que eliminará su necesidad de respirar y hará más fácil su trabajo en el vacío. Hoy por hoy, cuando el transplante de órganos sigue siendo un proceso agónico y las prótesis apenas se aproximan a la funcionalidad de una parte biológica, la idea de que se pueda profanar el cuerpo con tanta facilidad y falta de consecuencias inspira un vértigo mezclado de aprensión.

Pero no se queda ahí el tema: no sólo se desechan las partes del cuerpo, sino también los propios cuerpos. La posibilidad de clonar cuerpos adultos, insertándoles grabaciones de la memoria del original, hace posible que circulen por el universo versiones simultáneas de una misma persona. Uno de los atractivos de esta novela, hasta el punto de inspirar su título español, es el hecho de estar protagonizada por diversos clones de una protagonista que en realidad muere al poco de comenzar la acción, en un proceso de constante metamorfosis que, si bien no es llevado a sus últimas consecuencias, sí logra producir una impresión onírica de fluir existencial, en parte como efecto involuntario de la no excesiva claridad con que el proceso está descrito. Richard Morgan es uno de los que reciclaron después esta idea, aunque sin aproximarse al grado de sugerencia que le otorgó Varley hace 30 años.

Otra idea peculiar del libro es el concepto de una simbiosis humano-vegetal que permitiría a las personas vivir como entes independientes en el espacio, sin necesidad de aparatos respiradores ni escafandras, aunque, en una nueva versión del concepto de “replantearse la especie” que supone el “leit-motiv” del libro, esto suponga entregar parte de la consciencia a una mente extraña, incomprensible. La imagen de estos seres planeando libres entre los anillos de Saturno es uno de los momentos más curiosos de una novela que se asemeja en ocasiones a un laboratorio de conceptos nuevos y chocantes, presentados uno detrás de otro sin casi sentir la necesidad de desarrollar sus implicaciones.

Porque “Y mañana serán clones”, como una porción de la CF quizá mayor de lo deseable, es ante todo una novela de aventuras, en la que los clones de la protagonista son reclutados a la fuerza por un ex presidente terrícola empeñado en una iniciativa privada para expulsar a los Invasores de la Tierra (en una nueva manifestación de ese anarco-individualismo made in USA que los observadores externos consideran fascismo) y se implican tanto en una revuelta contra su despótico jefe (en una dimensión política cercana a la izquierda que no es muy frecuente en la CF estadounidense) como en un contacto con la inteligencia alienígena que sirve de tutor a la especie humana en su exilio cósmico mediante misteriosas transmisiones (subtrama a lo “2001” que sin embargo carece de la fuerza mágica y mística de la obra de Clarke y Kubrick).

Como escribió Barry Malzberg en su novela-manifiesto “Galaxies”, resulta muy difícil estar a la altura, literariamente, de argumentos tan ambiciosos. Optar por la aventura y el entretenimiento, por el estilo funcional, limita los logros a los que “Y mañana serán clones” podría haber aspirado, pero por otro lado se agradece encontrar tal densidad de conceptos y peripecias en apenas 234 páginas. No es un libro tan radical como entonces debió de parecer, pero mantiene ese carácter de estímulo intelectual, de desafío imaginativo, de síntesis entre los atrevimientos temáticos de la CF en los 60 y 70 y las formas tradicionales del subgénero, que aguarda todavía sus respuestas literarias definitivas.

sábado, 24 de noviembre de 2007

10 padrenuestros y 5 avemarías por haber visto "Beowulf"


Último capítulo de la historia: el crítico del diario gratuito “20 minutos” manda al averno “Beowulf” básicamente porque es un film de animación digital, y, claro está, la animación digital no es cine.

Penúltimo capítulo: Brian de Palma, largo tiempo inscrito en los índices inquisitoriales por exceso de formalismo, se gana el beneplácito de la crítica a base de abordar la guerra de Irak, y de paso tirar por la borda sus virguerías de cámara a favor de un estilo seudo-Dogma, en la reciente “Redacted”.

Largo tiempo me pregunté cuál sería el origen de tanto papanatismo y tanta intolerancia, de por qué, entre la crítica y la cinefilia, se estilaba tanto vestir de desaprobación moral la divergencia en gustos estéticos y narrativos. Hasta que un día se abrió el cielo y vi la luz: dado el origen eclesial de la mayoría de cine-clubs, no es raro que el pensamiento cinematográfico “oficial” entre nosotros registre fortísimas influencias de la escolástica católica, tomando prestado el lenguaje del anatema y la excomunión para referirse a algo tan inocuo como un arte que no tiene otra misión que hacer más soportable la vida de los espectadores.

He aquí diez mandamientos fundamentales de la crítica cinéfila:

1. Existe una única verdad revelada, es decir, la del cine clásico: que la cámara y el montaje no se noten, que la dramaturgia sea realista y verosímil. Salirse de esto es jugar a ser Dios.

2. Existen un cielo y un infierno. Como las almas de los muertos, que deben por fuerza ir a uno u otro, en ocasiones tras una estancia en el purgatorio, también una película debe ser o básicamente buena o básicamente mala. La crítica es de por sí maniquea.

3. El cielo está poblado por santos y el infierno por demonios. De igual manera, a poco que un cineasta caiga bien a la crítica, será elevado a los altares, de la misma manera que, por necesidad de contrafiguras que apoyen el orden celestial, habrá una lista de directores a quienes se demonizará película tras película, hagan lo que hagan.

4. Las películas tienen un cuerpo, que es la imagen, el montaje y la banda sonora, y un alma, que son los aspectos literarios y teatrales: la interpretación de los actores y el libreto del guión. Recrearse en los placeres del cuerpo, es decir, crear cine que proporcione ante todo placer audiovisual y se recree en la lujuria técnica, es pecado. Sólo la pureza de la imagen sin manipular y el cartesianismo del plano-contraplano llevarán al paraíso. Lars von Trier lo sabe, o si no no habría llamado “Dogma” a su movimiento.

5. Un cineasta que imponga una visión personal del lenguaje, que pretenda pasarse por el arco del triunfo las verdades reveladas del clasicismo hollywoodense, no sólo es un hereje, sino que además, por mor del placer solitario al que se entrega y del que excluye a los demás, incurre en un pecado de impureza, no es sino un vil masturbador. La idea de que estamos en pleno siglo XXI y entre las parafilias perfectamente respetables se encuentra disfrutar en plan voyeur de cómo otra persona se administra placer a sí misma no entra en las mentes de la curia.

6. Los extranjeros son paganos, son herejes. No se deben aceptar más verdades que las del Dios verdadero, de ahí que cinematografías alejadas del utilitarismo narrativo de Hollywood, que se basan en otros presupuestos narrativos y estéticos, como por ejemplo las de Oriente, deben rechazarse so pena de extracción de córnea.

7. La ciencia es materialista y no sabe nada del alma. Al cielo sólo se puede llegar en alas de ángel, no en un transbordador espacial, de ahí que se adopte un fundamentalismo “amish” y sólo se acepten las tecnologías de la imagen anteriores a los años 80. El sonido, desde “El cantor de jazz” iba a suponer para muchos la muerte del cine, y lo mismo se aplica hoy en día a los efectos digitales. Da igual que el cine en sí se base en un efecto especial, en una imitación del movimiento propiciada por nuestra defectuosa visión. Mejor una cámara en mano temblequeante que las batallas virtuales de “El señor de los anillos”. Toda película que eche mano de ordenadores para crear su atmósfera o parte de su acción será pasto automático de la hoguera.

8. La belleza es vanidad y ostentación. Los maquillajes y bellos vestidos a duras penas ocultan un cuerpo sórdido que un día se morirá y se pudrirá. Está mal ser muy plástico y estético, lo hagas con ordenador o sin él. Sé humilde y franciscano, no seas David Lean sino Bresson, sigue el ejemplo de la nouvelle vague, que, al no contar con los medios de Hollywood, hizo de la necesidad virtud y propugnó el amateurismo como norma moral, o del “Dogma 95”, que, mediante un íntegro decálogo, logró vender pelis hechas con cuatro duros, tan normalitas y convencionales como por ejemplo “Mifune”, a todo el mundo, disfrazándolas de exigentes experimentos artísticos enfrentados a la normalización uniformadora del cine “made in USA”.

9. Pasarlo bien en una sala de cine es una muestra inexcusable de egoísmo. Dios quiere que te ganes la salvación a pulso; uno no puede llegar al cielo a base de risa y disfrute, sino de tormento y sacrificio. No te emociones, no veas cine de aventuras o de terror, no quieras que las dos horas te pasen volando en tu butaca, no desees distraerte en lugar de absorber la esencia del “Tractatus” de Wittgenstein, no creas que posee igual mérito entretener como hace Spielberg que alimentar la paciencia de un santo como hace Béla Tarr.

10. Juega limpio con el espectador, no lo engañes con falsas pistas, con montajes trucados, con finales sorpresa... a no ser que te llames Hitchcock. Aunque el cine consista en producir efectos en el espectador, no peques de efectista, sé soso, transparente y previsible, no busques sorprender ni pasarte de listo, tómate todo con una seriedad feroz, como si el cine fuese más importante que la vida y mereciese la pena enfadarse por las triquiñuelas de Christopher Nolan en “El truco final” mientras los niños mueren como moscas en Darfur.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

"Donde mejor canta un pájaro" de Alejandro Jodorowsky


Las vueltas que da la vida: después de años y años de considerar a Alejandro Jodorowsky un héroe de culto y un semi-maldito, director de pelis legendarias e imposibles de ver (al menos hasta su reciente edición en DVD) como “El Topo” o “La montaña sagrada”, que después aplicó su imaginación desmadrada, a la vez mística y salvaje, al ámbito entre nosotros marginal (aunque no tanto en Francia) del tebeo, hete aquí que aparecen en ediciones populares de bolsillo la mayoría de sus libros, y no solo eso sino que en todas las portadas aparece su foto, quizá esperando que el comprador reconozca su presencia carismática tras haberlo visto como invitado en algún programa de entrevistas informales en los que tanto abunda nuestra televisión.

¿Cuál es el secreto de Jodorowsky? Probablemente el carisma, la fascinación del contador de historias, y la habilidad para reinventarse a sí mismo. Pasada la época de los héroes contraculturales (en los años 70, “El Topo”, “western” psicodélico con dosis entonces impresionantes de violencia y sexo, llegó a ser una de las películas favoritas de John Lennon), Jodorowsky vio naufragar su carrera fílmica tras hundirse su proyecto de “Dune”, que entre otros iba a contar con la música de Pink Floyd, los diseños de Jean Giraud “Moebius”, Salvador Dalí como emperador Padishah y Orson Welles como barón Harkonnen (eso sin hablar de exóticas modificaciones del original como hacer del duque Leto Atreides un torero castrado tras una cogida), y tras dar el carpetazo a su fase en el teatro y el espectáculo gravitó hacia la “bande dessinée” francófona, adaptándose de maravilla a la CF para adultos que preconizaban los míticos “Humanoides” de la revista “Métal Hurlant”. Pero entre nosotros las viñetas no dan prestigio, de modo que la mejor manera de introducirse en España fue mediante ese “retorno a la espiritualidad” de los noventa y dos miles, unido a la demanda de autoayuda creada a raíz de una sociedad occidental donde todos se las dan de solidarios y socios de ONG pero pasan de largo cuando alguien lo pasa un poco mal a su lado.

Jodorowsky, pues, despojado del traje de mimo que lució junto a Marcel Marceau y de la silla de director cuyos laureles sólo reverdeció brevemente apadrinado por Claudio Argento, hermano de Dario, en la imprescindible “Santa Sangre”, gana cierta fama, y supongo también que cierta fortuna, disfrazado de gurú. Aunque, todo sea decirlo, un gurú bastante socarrón, sin doctrina monolítica y que sabe explotar su imaginación de un modo admirable. Desde el Tarot a su propia “Psicomagia”, de lo que se trata es de aplicar la fantasía a lo cotidiano. La psicomagia, por ejemplo, consiste en paliar los problemas y angustias personales mediante actos catárticos basados en los principios de la magia simpática, es decir, en afinidades simbólicas. Dudo mucho que el propio Jodorowsky considere la psicomagia una doctrina, más bien parece una actualización de los viejos “happenings” de los 60, actos poéticos con voluntad de transformar la vida y dotados de una belleza conceptual surrealista.

Pero quizá lo de menos sea lo que esté haciendo en un momento determinado: lo importante es el personaje en sí, con esa labia incontenible que, a diferencia de otros seres carismáticos, siempre desprende un sentido de la maravilla, un canto sin fin al poder transformador de la imaginación, que me lo hace muy entrañable, incluso si, a mis ojos escépticos y desengañados, considero que básicamente me está vendiendo una moto. Pero desafío a cualquiera a escuchar una entrevista con Alejandro Jodorowsky y abandonarla a los cinco minutos. Sólo él consiguió el milagro de sentarme durante programas enteros de Sánchez Dragó o mantenerme dentro del circo infecto de “Crónicas marcianas”, y las razones eran de peso.

“Donde mejor canta un pájaro”, el más voluminoso de los libros de Jodorowsky en la colección “DeBolsillo”, inicia el alucinante ciclo de sus memorias. Él mismo, en la mejor tradición de "Tristram Shandy" no nace hasta la página 382, y al terminar la 604 no supera los diez años, pero la crónica familiar de sus antepasados judíos ucranianos, así como los azares de su propia concepción y las tribulaciones de sus padres, dejan el realismo mágico de García Márquez y sus seguidores a la altura garbancera de Pérez Galdós , y combinan de modo inolvidable una fantasía desbocada y transgresora, un sincretismo místico y religioso sin temor a inquisición alguna, una conciencia aguda de la violencia atroz del mundo y una celebración gozosa de sus placeres, en especial los del sexo. En un tono cercano a la tradición oral, pero con sorprendentes relámpagos de poesía surrealista, la historia se convierte en epopeya, en mito desmesurado, en un viaje trepidante plagado de extraordinarias figuras y de episodios imborrables, a veces por lo grotesco, a veces por lo lírico, a veces por lo descarnado.

Desde el Rebe, ermitaño caucasiano que a fuerza de meditar sobre la Cábala vio su cuerpo devorado por los osos y se vio obligado a vagar entre dimensiones hasta convertirse en el genio tutelar y guía de los varones Jodorowsky, hasta el zar Alejandro I, retirado del trono y convertido en un salvaje aficionado a violar y masacrar los rebaños de cabras del vecindario rústico, pasando por el dictador Cárlos Ibáñez, a quien el padre del protagonista intenta destruir a través de su devoción por los caballos, o Sara Felicidad, la madre, bella giganta rubia que sustituyó el lenguaje articulado por las notas musicales y que encogió su columna vertebral para convertirse en una digna y encogida señora chilena mientras su marido se ausentaba durante diez años pugnando por el magnicidio, la galería de personajes requeriría casi otro libro entero para su relación y glosa. La lucha existencial de muchas de estas figuras no se resolverá en el plano del mundo: Jodorowsky dedica muchas páginas a las luchas terrenales por la libertad y la felicidad, sobre todo la de los movimientos obreros chilenos, describiendo su brutal represión. Las vías de escape suelen ser internas, místicas, pero cada uno encontrará la suya, no es raro que las verdades finales de los personajes se contradigan en cierto modo. Estamos lejos de dogmatismos y credos prefabricados, si bien el judaísmo y el cristianismo son tratados con una reverencia irreverente: por ejemplo, Jodorowsky se pregunta por qué a Jesucristo se le muestra siempre sangrante, crucificado y derrotado, cuando sería preferible una imagen como resucitado luminoso y triunfante. Claro está, a los desheredados les vendrían ideas subversivas si se identificaran con un Cristo así...

Difícil encapsular tan apasionante maremágnum: aunque los parentescos con mucha narrativa sudamericana son claros, sospecho que muchos monstruos sagrados del Cono Sur matarían por conseguir tanta burlona y dolorosa amenidad durante tantas páginas; aunque a algunos pudiera parecerle que los consejos espirituales son cosa de almas cándidas embaucadas por la filosofía “new age”, la profusión de violaciones, despedazamientos, masacres colectivas y escatología espantaría a muchas monjitas; la sabiduría milenaria y esotérica podrá ser puesta en duda, pero su potencia como motivo artístico y sus resonancias intemporales aventajan en fascinación al gastado positivismo que se suele arrogar idéntica validez para describir un motor de explosión que un corazón humano. Lejos de mí el ver a Jodorowsky como un guía o un sabio venerable, lo cual no obsta para que sus narraciones parabólicas e hiperbólicas me suman en un hechizo liberador y me otorguen, pese a su dureza ocasional, argumentos de peso para indultar al mundo y a la vida. Eso ya es más de lo que puede presumir más de un clásico inmortal de las letras...

domingo, 18 de noviembre de 2007

Flashback: Ana Isabel II


(Otro ejemplo de que un servidor, allá por los lejanos 90, ya le daba al tipo de seudoliteratura tan característico de la blogosfera)

Ana Isabel II, como Isabel II, la del célebre canal, la del apetito sexual insaciable y a duras penas saciado mediante la copiosa reserva de hombres que supone el cuerpo de caballería de un palacio, todo un mito de promiscuidad evocado por mí en voz alta cuando apunté su teléfono. Supongo que a Ana le divertiría la comparación, no en vano se dedicaba a propagar sin descanso una imagen desmadrada y, por qué no decirlo, viciosa de sí misma, desde su pasión por las drogas de diseño en las discos londinenses hasta su relación sadomasoquista con Ratsú, un ricachón indio cuyo hermano era vecino de Julio Iglesias en Miami y que la ataba de pies y manos durante el coito, proporcionándole una mezcla de placer y dolor que para qué te voy a contar.

La gracia del asunto es que nos lo creíamos todo, sentados allí en la pérgola del Sanatorio San Miguel, todos alrededor de ella, yo, Fernando Martín, Orlando, el novio motorista de Ana que había venido en su Harley, un par de árabes entre los cuales se debía encontrar el novio siguiente, alguna otra persona, y la familia, los que habían internado durante unos días en el sanatorio a la oveja descarriada, después de que volviera a hacer de las suyas por esas noches de Dios y la encontraran vapuleada en plena calle por una mala gente.

Si una mujer desea fascinarme, le aconsejo que me cuente historias, que me interese haciéndome aprender cosas que no sé. Así era Ana, aunque a veces las historias, a mí que en el fondo soy un poco timorato, me asustaran un poco. Pero ya digo, me las creía, se observaba en ellas, y en ella, una vitalidad bastante contagiosa, un entusiasmo más bien insensato por la vida, salvo en las tardes cuando los médicos le administraban un cubo de sedantes y ella se dedicaba apenas a decir sí, no, o cabecear en medio de aquel jardín tan bonito y tan bien cuidado, ni siquiera haciendo caso a las internas viejecitas de las que enseguida se había hecho amiga y que acudían, entonces en vano, buscando consejos.

Quizá los doctores pensaran que aquel era el único modo de atenuar su tendencia natural al escándalo, ese afán constante por causar una impresión revulsiva, como aquella ocasión en la cual, a uno de nosotros, sus pretendientes, puso como condición para vivir con ella el colaborar en la industria ganadera familiar y concretamente en su ambicioso programa de inseminación artificial del ganado porcino, que necesitaba una persona de manos fuertes para calzarse unos guantes especiales y extraer con delicadeza el semen del animalito. Las caras de su familia eran todo un cuadro, como si ellos no hubiesen tenido responsabilidad alguna en cómo salió la chica, los pobres. Claro está que, si la muy tonta vuelve a meterse en algún lío, siempre se la puede internar durante otros pocos días, y, si no deja de hacerlo, pues se tira la llave y ya está. Incluso es posible que Ana esté allí dentro, ahora mismo, y yo sin enterarme.

No obstante, mi última imagen de ella me llegó, por así decirlo, en libertad, si semejante término es aplicable al lugar que solemos llamar cariñosamente “la puta facultad”. La verdad, me fue difícil reconocer su rostro de alegría miope, su pelo castaño rojizo y su figura libre de complejos en medio de aquel ambiente impersonal, sucio y sórdido de la cafetería. A decir verdad, hasta la décima vez o así que veo a una persona, me cuesta trabajo reconocerla. Incluso fue ella quien me reconoció a mí. Nos sentamos a una mesa y de nuevo yo quise probar fortuna en los juegos que juegan los demás. Por una vez, teniendo a mi lado a una chica que no sólo no iba de gazmoña sino que se las daba como de bisnieta de Mesalina, me era posible no fingir, ser moderadamente atrevido, insinuar que me gustaría paladear sus labios mediante mi viejo tema del beso de nicotina, alcohólico o alimenticio. A ella, claro, aquello no le pillaba ni muchísimo menos de nuevas, ya tuvo un novio que se puso muy malito y se lo tuvo que hacer, regurgitarle las cosas en la boca, como a los pajaritos. El fascinante reino animal.

Luego, a la salida, quise pasar del dicho al hecho y aprovechar el típico y casto ósculo en la mejilla, de rigor en estos trances, para efectuar un mínimo y kilométrico desvío hacia esa boca cálida tan amiga de susurrar historietas de vicio y perdición. Pero la buena de Ana poseía mejores reflejos que la Viuda Negra, ex novia de Dan Defensor, y se apartó de mí a tiempo para impedirme morder de la fruta prohibida. Menudo pillín que yo era, me dijo, despidiéndome hasta la próxima. Lo malo es que no hubo próxima. Dos noches seguidas me cité con ella, dos veces aceptó, dos veces no apareció. Mi orgullo es muy frágil, y me olvidé de ella, llegando incluso a sospechar la influencia en el asunto de alguna otra persona, empeñada incansablemente en cerrarme el acceso a su coto, cómo si no se hubiese enterado de mi acceso de cariño frustrado y de lo demás. En fin. Algún día, el Justiciero Rojo hará de las suyas.

A saber cómo me hubiera ido de tener éxito, especialmente si su autocreada leyenda de devorahombres tenía algún viso de realidad. Ignoro si hubiese sentido celos, tanto más cuanto aún no me ha correspondido nadie y soy virgen en esos asuntos. ¿Acaso podría ser tan cachito de pan como Orlando, el motero, a quien le daba igual lo que ella hiciera mientras él no lo viese? Lo dudo, tal vez yo sea un tanto moro, lo cual me trae a la memoria, cómo no, aquella gran paradoja, que el sucesor del suave y comprensivo Orlando fuese uno de estos magrebíes que tanto arrasan entre nuestras féminas, tal vez porque ahora los occidentales queremos ser demasiado cuidadosos y considerados y mariconadas de ese tipo, de ahí que ellas echen de menos los proverbiales paternalismo y mano dura de toda la vida, y no hay remedio que valga. Suerte que no me apeteciera disgustarme, a fin de cuentas de lo que se trataba era de buscar una coleguita con quien me pudiera reír y revolcar sin problemas, sin esperar demasiado del futuro, como hacen los otros, aunque los otros, como seguramente me hubiese pasado a mí, también se terminan comprometiendo contra su voluntad.

Mientras me pregunto si la chica con la que me crucé el otro día en la Fnac, y que llevaba un pendiente en una ceja, era en verdad Ana o no, me reafirmo una vez más: soy muy malo en los juegos que juegan los otros. Yo me guío por reglas diferentes, parece ser que complicadas de entender, como si quisiese jugar a demasiados juegos al mismo tiempo, en lugar de probarlos uno por uno. Es una pena, pues Ana debía de conocerlos todos. Incluso los peligrosos, pero qué más da. Hay quienes caminan sobre brasas y no se queman las plantas de los pies.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Los progres no ven dibujos animados


Por una vez que tenía una peli para recomendar a mi amiga Enriqueta, me quedé con tres palmos de narices. Ella, tan concienciada con las injusticias sufridas en el mundo por las mujeres, se conoce toda la filmografía existente sobre mujeres maltratadas kurdas, agricultoras lesbianas de Azerbaiyán, ablación del clítoris en Burkina Faso y la lucha por el derecho al voto femenino en Papúa-Nueva Guinea. Sin embargo, le aconsejé que viera “Persépolis” y me respondió que no le llamaba la atención.

Me pareció raro: “Persépolis” no sólo es un documento de primer orden sobre un tema tan poco tratado en el cine como las interioridades del Irán de los ayatolás, sino que además es un retrato autobiográfico de una mujer entre dos mundos, haciendo gala de un mordaz humor no muy lejano al de Maitena como respuesta a la opresión teocrática, primero, y a los prejuicios y lacras del mundo occidental, después, resultando en última instancia tan desolador como divertido y entrañable.

¿Por qué Enriqueta no picó en el anzuelo? ¿No será que “Persépolis” es una película de dibujos animados?

Si uno hace un poco de historia del catecismo progre, una de sus biblias, que no estaría mal desempolvar una tarde para echarse unas risas, era “Para leer al pato Donald”, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, libro de cabecera para todos los que piensan que la cultura popular infantil, y los dibujos animados en concreto, son una poderosísima arma de lavado de cerebro capitalista dirigida a víctimas indefensas que aún carecen de sentido crítico. Siempre encontré antológica una frase referida al retrato asexuado de la unidad familiar difundido en las aventuras de Donald y Mickey Mouse: Disney masturba a los niños”.

De ahí quizá derive una inquina hacia la animación que aún colea en algunos círculos: recuérdese por ejemplo una crónica festivalera de nuestro querido Carlos Boyero, donde se aludía a una obra maestra del calibre de “El castillo ambulante” con un calificativo, “dibujitos”, que no se esforzaba nada por disimular su desdén. Es una batalla que veo perdida de antemano, como las reivindicaciones de los tebeos o la ciencia ficción: si preguntáramos por la calle, no dudo que más de un 80% de la población catalogaría “Los Simpson” como una serie infantil, como el resto de producciones de dibujos animados, con las posibles excepciones de “South Park” o el “hentai” japonés.

La sombra de Disney sigue siendo alargada en muchos juicios que se leen y oyen: lo mismo que, desde “Blancanieves”, las pelis del mago de Burbank abundan en las mismas gamas cromáticas que adornan los muros carcelarios con fines relajantes, también se cree que abordar temas “serios” y “graves” como la falta de libertades en Irán desde el prisma ingenuista y “mono” de los dibujos de Marjane Satrapi supone domesticar y hacer tolerable para consumo burgués temáticas que sólo serían válidas si se mostraban con el realismo bronco y cutre que sólo puede aportar la imagen real.

Argumento capcioso a mi entender: en primer lugar, la mirada inocente es la que puede hacer resaltar las verdades violentas de una manera más devastadora (véase “Maus” de Spiegelman: el holocausto nazi escenificado por ratones y gatos); en segundo lugar, el propio cine iraní, tan de moda hasta hace poco, nunca habría podido contar esta historia por razones de censura, e ir a rodarla al propio país o a otro parecido habría sido harto difícil.

No olvidemos el certificado que encabeza la mayoría de las películas iraníes que hemos visto, leyendo algo así como “A la gloria de Dios”. No puedo hablar de las películas de Abbas Kiarostami, que por ahora no me han despertado grandes pasiones, pero sí de las de Majid Majidi, que me parece mejor cineasta, pero ha de plegarse, por narices, a los dictados de la teocracia. Así, vemos en “Baran” un falso alegato por la convivencia, puesto que la chica afgana que trabaja en Irán bajo un disfraz masculino ha de abandonar el país de todas maneras y no pensar ni siquiera en iniciar relaciones con el protagonista; se trata más de un gesto de buena voluntad hacia los aliados afganos que de otra cosa, en plan “os queremos, pero en vuestra casa”.

Pero peor aún en ese sentido me parece otra peli de Majidi, que no está mal: “El color del paraíso”. Las vicisitudes del niño ciego están contadas con sensibilidad y con una riqueza de ideas audiovisuales que nunca imaginaríamos en una cinematografía teóricamente tercermundista, pero la moraleja final tras la muerte accidental del niño, que viene a decir que donde mejor están estos seres discapacitados es en brazos de Dios, indigna un poco tras tanto lirismo.

En este contexto, no me imagino muy bien la historia de una niña influenciada por las ideas comunistas de su tío, admiradora del “punk rock” y de Iron Maiden, que es enviada a vivir a Europa debido al agobiante clima social, y que tras fracasar en su integración allí vuelve para ser una digna mujer iraní, esposa y ama de casa... para terminar también fracasando e intentando una nueva aventura en Occidente, esta vez en Francia.

Yo ya veo un poco venir a todos estos fanáticos de las conspiraciones judeo-masónico-estadounidenses (en las cuales Francia ya puede encajar perfectamente, ahora que, con Sarkozy, el Hexágono entra a formar parte del “eje del mal” progre): “Persépolis” se habría producido para aleccionar al mundo sobre el intolerable recorte de las libertades individuales por los ayatolás y así hacer más justificable una operación militar contra Ahmadineyad y sus adláteres.

No será ni la primera ni la última vez que se esgrimen argumentos semejantes para desprestigiar obras culturales. Es indudable que “Persépolis”, pese a los dardos envenenados de las secuencias vienesas, es una obra pro-Occidente, que arropa su mensaje en la exquisita dicción francesa de Catherine Deneuve, su hija Chiara y ese monumento vivo de la Francia eterna que es Danielle Darrieux, pero también es cierto que, sin esa especie de colonialismo asimilador tan propio de nuestros vecinos de arriba, jamás hubiésemos accedido a lo que Marjane tiene que contarnos. Nunca aceptaré que haya que hacer oídos sordos a mensajes de protesta como el de Satrapi en aras de un relativismo cultural de buen rollito dispuesto a dejar a medio mundo en la Edad de Piedra para salvarlo de la perversa influencia occidental.

Sobre todo porque “Persépolis” tampoco es un panfleto, sino un relato sentido, cercano, duro y enternecedor, donde los niños juegan a torturar como oyen contar que hace la policía revolucionaria, los singles de Julio Iglesias o Abba se venden en el mercado negro como mercancías prohibidísimas, las facultades de arte islámicas contratan a modelos de dibujo casi vestidas de burka, los chicos caen de tejados y mueren escapando para que los guardianes de la revolución no los pillen con chicas en fiestas, y se sale de la más negra depresión al son de “Eye of the tiger” de Survivor.

Sería mucho pedir que “Persépolis” consiguiera el Oscar, pero yo me daría por satisfecho si hiciera por el cine de animación lo que los panfletos (esos sí) de Michael Moore han hecho por el documental. Que, si mi amiga Enriqueta es representativa de algo, será que tampoco.

jueves, 8 de noviembre de 2007

"Veniss soterrada" de Jeff VanderMeer


Los lectores más avispados de este blog se habrán dado cuenta hace tiempo de que Jeff VanderMeer es uno de mis genios tutelares, por representar al tipo de escritor de literatura fantástica con pretensiones literarias y autoexigencia artística capaz de hacerse un hueco en la estima, no ya de los entusiastas del género, sino de los lectores sin prejuicios. El hecho de que la mayor parte de su producción permanezca inédita en España me parece desafortunado, pues roba a nuestros lectores y posibles escritores de una referencia e influencia clave para la confección de universos personales donde lo imaginativo es un elemento clave de autoexploración e inspiración plástica.

Hasta el momento, sólo “Veniss soterrada” ha visto la luz entre nosotros, de la mano de La Factoría de Ideas, sin suscitar, que yo sepa, grandes entusiasmos. Quizá sea que VanderMeer va un poco a contracorriente: para los obsesos de las “ideas originales”, lo de Veniss es moneda devaluada. ¿Una ciudad subterránea futurista donde se practican malignos experimentos genéticos? ¿Un hombre que desciende a los infiernos en busca de su amada? ¿Dónde está la exploración exhaustiva de ese mundo a lo largo de 500 páginas? ¿Por qué este tipo no se dedica a describir largo y tendido las maravillas tecnológicas de este futuro, mediante seudo-jerga de ingeniero fumado? Hete aquí cómo la voluntad de salirse de los cánones comerciales de la actualidad se paga bien cara, asunto agravado por la decisión de nuestros editores de publicar el libro con un enorme tipo de letra para así fabricar un volumen del bulto acostumbrado, pero que hará sentirse engañados a quienes hayan pagado el elevado precio de venta al público.

Esta era la queja formulada en la única reseña que recuerdo haber encontrado en las webs especializadas: tanto dinero pagado por un libro que te lees en una tarde. Cantidad, se ve, equivale a calidad, aunque, por otro lado, me preocupa un poco que alguien sea capaz de tragarse a velocidad de pavo una novela cuyo estilo está pensado para saborearse lentamente, con delectación. Puestos a otorgar el beneficio de la duda, quizá la traducción destruya el encanto; a menudo me he preguntado si la reputación de mal estilo que persigue a la CF y el fantástico no podría rastrearse en algunos casos a traducciones inadecuadas. Me da que Mauro Armiño, puesto a elegir, prefiere verter al castellano “En busca del tiempo perdido” y no “El libro del Sol Nuevo”.

Pero precisamente la baza de VanderMeer en su debut novelístico es su conjunción de estilismo y fantasía dentro de un marco de pequeñas proporciones que le deja espacio para maniobrar. El tono entre lacónico y lírico, entre la metáfora arriesgada, el brillo del neologismo (esa baza poética de la CF que es la primera víctima de las traducciones) y la obsesión por la palabra justa, logra un improbable híbrido entre la narrativa “hard boiled”, la tradición simbolista y decadentista (gusto que VanderMeer comparte con un servidor) y un componente visionario, épico, que tendría sus raíces en Dante, El Bosco o William Blake.

Una de las ventajas de la retórica intoxicante, del subjetivismo narrativo, es crear un clima de incertidumbre, de verdades alteradas o a medio contar. La ciudad futurista de Dayton Central, apodada Veniss por Venecia y por el silbido de una serpiente, es vista desde tres perspectivas: la del artista fracasado Nicholas, la de su hermana gemela Nicola y la de Shadrach, ex amante de ésta que se internará en los abismos de carne manipulada de Quin, dios oscuro del bajo mundo, en busca de amor y redención. Como ya hemos avanzado, la sinopsis no hace justicia a la riqueza caleidoscópica de las descripciones, a la fascinante estructura de los tres capítulos, que encajan y son parte unos de otros como un sistema de muñecas rusas, a la intensidad palpable con que se siente el desfile de maravillas y horrores, al que la evocación constante de mitos inmemoriales como los de Orfeo y Eurídice o San Juan Bautista dota de un sabor que la mera mímesis de la novela negra adoptada por casi toda la CF actual como modo “por defecto” jamás conseguirá.

El mundo propuesto por VanderMeer tal vez carezca de verosimilitud y consistencia, pues en cierto modo tiene más de mundo perdido a lo Clark Ashton Smith que de futuro construido y desarrollado a partir de tendencias actuales, como pretendían ser por ejemplo los de John Brunner. Veniss no posee tanto detalle como la posterior Ambargrís, escenario de “City of saints and madmen”, “Shriek: An Afterword” y otros dos volúmenes programados, pero quizá es tanto un estado mental como ésta. Todo lo que se viene llamando el “New Weird”, desde VanderMeer hasta China Miéville, Jeffrey Ford, K.J. Bishop o ese precursor en la sombra llamado M.John Harrison, puede entenderse como una literatura urbana, una manera estética y desencantada de hacer frente al caos del final del milenio, como ya hicieron en su momento autores como Huysmans, Villiers de l’Isle Adam, Lorrain o Schwob... sólo que con un componente “pulp” que los franceses no siempre mostraron.

Pero “Veniss soterrada” tiene más que esteticismo o pose: tiene sentimiento. Es esa historia de amor sublimada la que confiere intensidad al viaje infernal y da un sentido al espectáculo de lo grotesco. Si cabe, la dimensión conmovedora se acentúa en los cuatro relatos breves, ambientados en el mismo universo, que acompañan a mi edición anglosajona (y que, supongo, estarían ausentes del libro de La Factoría). En ellos, no solamente asistimos a momentos posteriores en la historia de la ciudad, cuando la humanidad se ha visto destronada por la raza de animalitos peludos y parlantes destinada a sucederla o se ha desatado la guerra entre los supervivientes humanos y las abominaciones genéticas del subsuelo, sino que se intensifica el sentimiento de pérdida y sacrificio a veces camuflado entre el apabullante despliegue imaginativo de la novela. Cuentos como “Un corazón para Lucrecia” o “La guerra de Balzac” consiguen lo que muchos dan por imposible en la CF actual: atar un nudo en el corazón del lector, maravillar, horrorizar y emocionar con las vicisitudes y dilemas morales de sus personajes.

Pero aquí al parecer se prefiere a Greg Egan, con sus historias sobre ordenadores hechos de luz que buscan fallos en la aritmética de toda la vida, la de sumar, restar, multiplicar y dividir, y frases como “Qué miopes son los estudiantes de humanidades”. En fin, a cada uno lo suyo. Es un país libre.

domingo, 4 de noviembre de 2007

"Someone comes to town, someone leaves town" de Cory Doctorow


Cada uno de nosotros guarda pequeños secretos que nos separan del común de los mortales. A veces, se trata de errores pasados que a nadie importan y deseamos olvidar, o de peculiaridades que en sí mismas no poseen gran trascendencia pero podrían erigir barreras entre nosotros y los demás en la vida social de todos los días. El caso de Alan, el protagonista de la novela de Cory Doctorow “Someone comes to town, someone leaves town”, es un poco más serio. En primer lugar, mató a uno de sus hermanos después de varias experiencias traumáticas de su infancia. En segundo lugar, el hecho de matar a su hermano no es óbice para que éste haya vuelto para vengarse de él y del resto de los hermanos que le ayudaron a acabar con él. En tercer lugar, Alan no tiene la más remota idea de qué tipo de ser se supone que es, pues su padre es una montaña, su madre una lavadora, y sus hermanos tres muñecas rusas alojadas unas dentro de otras, un adivino, una isla y un cadáver.

Esto bastaría para fundir los plomos al mismísimo Samuel R. Delany, proponente del poder para literalizar metáforas como gran arma retórica de la ciencia ficción. Pero no estoy seguro de que la novela de Doctorow sea realmente CF: la extravagante historia familiar se cuenta sin énfasis, como si se tratase de lo más normal del mundo (hablando de los padres de Alan, el narrador afirma que “él mantenía un techo sobre sus cabezas, ella mantenía su ropa limpia”) y nunca se presta atención seria a la cuestión de qué tipo de seres son él y sus hermanos, por qué no poseen ombligo, o qué eran exactamente los “gólems” que cuidaban de ellos en su infancia. Lo importante es el trayecto vital de Alan, su incapacidad para encajar en medio de personas que ni siquiera se quedan con su nombre, y la posibilidad de introducir cambios en su existencia colaborando en un proyecto para cubrir la ciudad de Toronto con una red “WiFi” gratuita y entrando en relación con Mimi, una mujer con semejantes problemas de incomunicación generados por otro secreto inconfesable: de su espalda surge un par de alas que su novio se ve obligado a cercenar de vez en cuando con un cuchillo para que a ella le sea posible salir y no revelar extraños bultos bajo su vestimenta.

La novela de Doctorow es sorprendente: parece mentira que una premisa tan estrafalaria pueda sostenerse, pero lo hace y muy bien, sin siquiera recurrir a una enorme batería de armamento retórico. El lenguaje es preciso y sencillo, pero a la vez de una gran capacidad evocadora que sabe hacer cotidiano lo increíble. Pienso por ejemplo en los momentos en que Alan desea hablar con su padre, la montaña, dirigiéndose hacia el centro de un lago subterráneo para esperar que los ecos y reverberaciones en las paredes de la cueva vayan formando la voz del progenitor, momento de una considerable magia que el autor, con admirable confianza en sí mismo, refiere sin mayor énfasis del necesario.

El intimismo y la sinceridad de la narración saben hacer entrañables momentos que en otras manos serían puro guateque surrealista: por ejemplo, el descubrimiento por Alan de las alas de Mimi y cómo la anatomía de éstas le produce un sentimiento indefinible de excitación erótica. Pero esta desnudez emocional también sirve para producir efectos devastadores, como en muchos de los “flashbacks” en que el protagonista rememora las razones que le llevaron a intentar el exterminio de su psicopático hermano. Hay un momento en concreto, y no lo quiero contar por si alguien llega a leer el libro, durante el cual, si no se te encoge el corazón al tamaño de un cacahuete, es que directamente no lo tienes.

La razón de tanto sentimiento, que no sentimentalismo, no es otra que poner sobre el tapete el aislamiento de las personas que se sienten diferentes, que no forman parte de la humanidad “normal”, que se ven encerradas en una burbuja de silencio, perceptible a los demás, por culpa del peso sobre su alma de sus peculiaridades. Más que recurrir a cuentos de hadas como los de Zenna Henderson en “El pueblo” (si eras un niño raro es porque te dejaron caer los alienígenas, pero un día ellos volverán a por ti, etc.), Doctorow recurre a un absurdo realista para retratar la psicología de los frikis encerrados en sí mismos, y propone, como otra cara de su fábula optimista, la disponibilidad de un Internet inalámbrico gratuito como otra posible panacea para que los seres sin ombligo y las muchachas con alas puedan llegar a contactar entre ellos en el mundo real (aunque mi amiga Eulalia me dice que las emisiones WiFi, si están mal calibradas, pueden perjudicar la salud pública, y si lo dice ella, que es tan tecnófila como Cory o incluso más, por algo será).

Hablamos del lado más descaradamente “geek” de una novela sobre las maravillas y terrores de ser “geek”: la descripción de cómo se puede montar una red inalámbrica de internet reciclando materiales de la basura y creando empleo y riqueza para personas que de otro modo serían elementos marginales de la sociedad. Los que leemos sin conocimientos técnicos nos quedaremos fuera de las explicaciones prácticas, que tampoco son tan extensas, e incluso puede ser que los argumentos a favor de liberalizar del todo la comunicación electrónica no nos convenzan por falta de respuestas contundentes a los detractores, pero la mini-utopía “punk” que se nos describe suena cálida y ajena a los intereses corporativos que rigen cada vez más nuestras vidas. Es verdad que carece de la magia imposible de la historia de Alan y Mimi, como si al llegar a la moraleja de la fábula decayese el aliento poético, y nos asalte la sospecha de que todo este tramo “realista” se ha incluido para no despistar a los seguidores de la CF y así poder publicar en colecciones del género. Pero, aunque como estructura chirríe un poco, tiene la razón de ser que hemos aventurado antes: hacer de sustituto “verosímil” para la magia imposible de los mejores momentos del libro, y así tender un puente entre esa fantasía cotidiano-surreal que podría haber escrito Kelly Link y el mundo de los que tenemos ordenadores pero andamos igual de perdidos que los protagonistas.

Y por si fuera poco el buen rollito pro-Internet que despliega Doctorow en esta sugestiva novela, el amigo nos da incluso la posibilidad de leerla gratis (si se sabe inglés, claro), quizá sabedor de que, por mucho que avance la técnica, nunca se leerá tan bien una obra literaria como cuando está impresa sobre papel.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Películas que no se estrenan en versión original


Ya aludí a ello en una entrada anterior: aun en un supuesto paraíso del cine en versión original como la ciudad donde vivo, Dios no acaba de estar del todo en su cielo. Prueba de ello es que en los últimos tiempos me he quedado más de una vez con tres palmos de narices cuando más de un título que tenía en mi lista de preferencias desde meses atrás se exhibía únicamente en versión doblada, y no hay tu tía.

Dado que en mi entorno inmediato soy el único cultureta que se la coge con papel de fumar y abomina del doblaje, aún tengo que explicar por qué no soporto la impostura de que se reemplacen unas voces por otras, de que se traduzcan los diálogos a saber cómo por simples razones pragmáticas de hacer coincidir la duración del texto original con el doblado, que haya una bilabial cuando vemos que el actor o la actriz las articulan, etc., eso por no hablar de las interpretaciones competentes pero estandarizadas de los dobladores (como buenos funcionarios que lo doblan absolutamente todo, no pueden permitirse llorar o berrear hasta quedarse roncos, cosa que sí hacen a menudo las voces originales; la versión doblada es la versión fría) o la desaparición de efectos sonoros como la disposición espacial (ninguna voz doblada llega desde lejos, sino desde dos milímetros del micro) o la distorsión en personajes terroríficos o monstruosos. Pero en fin, es una batalla perdida más.

Mientras tanto, me quedé sin ver: “Guardianes del día”, continuación de “Guardianes de la noche”, aquella marcianada rusa que tantísimo rechazo causó por el mero hecho de ser diferente al modelo anglosajón de ese tipo de películas, pero ofrecía más puntos de interés de lo que se reconoció en su día (o se reconoce ahora); “Stardust”, la adaptación del libro de Neil Gaiman, erróneamente asimilada a fantasías infantiles y juveniles del estilo “Los tres signos de la luz”, y que mediante esta brillante maniobra se verá privada del tipo de público que mejor podría comprenderla; o las producciones recientes de Judd Apatow, “Supersalidos” o “Lío embarazoso”, tan elogiadas por ahí fuera pero condenadas por mala promoción y falta de vista por parte de los distribuidores al limbo comercialoide de las películas que se denuestan sin haberlas siquiera dado una oportunidad (mientras que otra comedia de esta onda, “Pequeña miss Sunshine”, pese a ser un film muy discreto, consiguió una magnífica respuesta entre los “enterados” por pulsar los dos o tres botones que aseguran un aplauso progre inmediato).

Si nos ponemos a contar, Madrid cuenta con unas 50 pantallas en versión original, utopía inalcanzable incluso para importantes capitales de provincia españolas donde ni siquiera llegan todos los estrenos relevantes de la temporada. Con un poco de organización, no debería ser tan complicado ofrecer una sección cruzada de los mejores títulos del año en todos los géneros, pero uno se huele que el público “intelectual” de estas salas tiene unas prioridades ya muy fijas: es mejor aburrirse con Jia Zhang-Ké y luego debatir sin el menor conocimiento de causa sobre la incomunicación en la sociedad china (una prueba del despiste del público de “Naturaleza muerta” es su incomprensión de lo más gracioso de la peli: las coñas marineras en torno a Chow Yun-Fat, que no despertaban ni media sonrisa en la platea) que entretenerse con una peli fantástica de pinta chunga, o con algo que te venden con una pinta de comercialada “made in USA” que echa para atrás.

Aun así sigo sin explicarme cómo “Eragon”, un cúmulo oportunista de lugares comunes de la fantasía más “potboiler” se estrenó en versión original, y “Stardust”, que a poco que siga con honradez el original literario será como mínimo sugestiva, y encima cuenta con nombres como Robert de Niro y Michelle Pfeiffer (haciendo de una malvada bruja que encima ¡envejece!) nos la tenemos que tragar doblada en multisalas a buen seguro llenas de familias con niños que se creen que van a ver “Las crónicas de Narnia”.

Para colmo de males, soy anti-mula, por lo cual deberé esperar al lanzamiento oficial en DVD para ver estas películas de una manera parecida a la que yo quiero, y digo parecida porque sigo apegado al impacto de un buen pase en pantalla grande, experiencia que deberemos seguir aprovechando mientras aún la tengamos. Un día no demasiado lejano nos quedaremos sin este lujo. Lo sabeís al igual que yo.