domingo, 30 de marzo de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 2: "In the wake of Poseidon" (1970)


Siempre me pregunté por qué el segundo elepé de Crimson ha sido siempre ninguneado en comparación con el primero, cuando para mí casi es igual de mítico. En parte podría atribuírse al “síndrome del gran éxito inicial”, según el cual Steely Dan nunca habrían hecho un disco mejor que “Can’t buy a thrill” o M. Night Shyamalan se habría pasado la vida repitiendo “El sexto sentido”. Comienza tu carrera con un bombazo, y te estarán esperando con cuchillos a la vuelta de la esquina la próxima vez que salgas a la palestra.

Y eso que, en cierta manera, “In the wake of Poseidon” se acerca bastante a la idea fílmica de un “remake” del primer disco, pues los paralelismos son grandes. Primero la portada sin texto reproduciendo un cuadro de estética simbolista-expresionista (más lo primero, anunciando el cambio de rumbo en las letras, su creciente oscuridad). A continuación, la disposición de las canciones de la cara A, que, a la manera de los movimientos de la sinfonía clásica desde Haydn, se mantiene constante: “Pictures of a city”, con su riff de jazz-blues serie B digno de una película de espías sesentera, sus exhibiciones de velocidad y su final free-jazz, es un eco de “21st century schizoid man”; el bucolismo musical de “Cadence and Cascade” trae a la mente “I talk to the wind”, aunque su letra, como veremos luego, es mucho más jugosa en fluidos corporales, e “In the wake of Poseidon” viene a ser un híbrido entre la grave solemnidad de “Epitaph” y la oscura simbología de “The court of the Crimson King”, sin olvidar los tarareos pop del estribillo de aquella. Al menos en la cara A se puede hablar de repetición de esquemas, porque la cara B va a su aire.

¿Podría decirse que faltan el carisma y la espontaneidad del primer disco? Es posible: al fin y al cabo, faltan muchos de los miembros originales, desbandados por el éxito y las tensiones internas, y, pese a que varias de las canciones habían sido interpretadas en vivo por el grupo inicial y no habían cabido en el primer elepé, la versión definitiva en estudio muestra ya de manera muy clara la impronta de Fripp, que destaca ya como líder indiscutible sin medirse a McDonald.

Un ejemplo claro es “Pictures of a city”. Incluso la letra de Sinfield, impresionista y vaga versión de un sentimiento anti-urbanita muy hippie, está escrita en función de la melodía: los monosílabos se acumulan y la coherencia gramatical no siempre se consigue (aunque el maestro de la incoherencia gramatical será siempre Jon Anderson, como veremos si llegamos a emprender nuestra serie sobre “Los Niños del Sí”). Llegada la subsección instrumental (también con un título separado, “42nd at Treadmill”, no por pretenciosidad filo-clásica sino porque estos discos con pocas canciones no habrían cobrado los mismos royalties que los elepés pop al uso, que podían tener de doce en adelante), Robert protagoniza el espectáculo, aplicando por primera vez esa fórmula tan querida por él, la de “tema y variaciones”. La melodía de la canción sufre una transformación recomplicada, una aceleración y por último un prolongado y lento crescendo desde las profundidades de una línea de bajo donde manda el “diabolus in musica”, es decir el tritono. Este recurso a esquemas clásicos no es llevado a extremos muy enrarecidos (las variaciones son pocas y siempre reconocibles, y en uno de los casos lo único que se hace es tocar el tema más deprisa), evidenciando una vez más que los toques de “música seria” son más bien el aliño de la ensalada y que, le pese a quien le pese, esto es rock.

“Cadence and Cascade” es de mis favoritas, no sólo porque sé tocarla (algo tampoco fuera del alcance de cualquier mortal), sino también por introducir en la mezcla del rock sinfónico unos elementos rijosos y sórdidos que no se les suelen reconocer, salvo por gente mucho más perturbada que un servidor. En efecto, el lirismo rebuscado de Sinfield (cuyo nombre, no lo olvidemos, se podría traducir como “campo del pecado”) se emplea a fondo al servicio de la bella historia de desenfreno entre un rockero y dos de sus groupies. Podemos imaginar que “el hombre llamado Jade” se dedica al mundo del espectáculo, pues se hace mención de “su público”. Las admiradoras, al entregarse a él, esa “triste cortesana de papel”, en posible alusión a la prostitución de su arte al servicio de la industria y la prensa, “lo encuentran sólo un hombre”, es decir, ven sólo su faceta más brutal y viciosa cuando él las utiliza para satisfacer su lujuria en el “hotel de caravanas donde cayó el hechizo de las lentejuelas”, es decir, se desenmascaró el glamour del escenario y se dio rienda suelta al vicio en un trío. “Costumbre del juego”, vamos. “Cadence, engrasada en amor, lamió su mano enguantada en terciopelo, Cascade besó su nombre”. Mmm..., me da que los labios que “lamían la mano” no eran precisamente los de la boca, mientras que, si bien la piedra homónima del personaje, el jade, no se corresponde en tono cromático con el carmesí del Rey, sino más bien con un verde lechoso, me temo que ese adjetivo “lechoso” nos llevaría a terrenos un tanto pegajosos. Vamos, que Jade masturba a Cadence mientras Cascade le practica el sexo oral, y ello dentro de una bella balada con armonías jazzísticas, delicados arabescos de la acústica de Fripp y un hermoso solo de flauta de Mel Collins, superior reemplazo para McDonald en los vientos. Lirismo bucólico, preciosismo instrumental, y un poema decadente sobre el sexo en trío. ¿Se puede pedir más? Bueno, se podrían pedir detalles directamente guarros y repugnantes, pero no os preocupéis, que eso ya llegará en el cuarto disco con “Ladies of the road”... o saltando al comienzo de la cara B.

“In the wake of Poseidon”, la canción, incide en ese simbolismo que tanto irrita a los amigos del “pan pan y vino vino” que lo quieren todo explicadito cuando en realidad los símbolos no tienen por qué ser alegorías de nada concreto, sino que más bien pueden funcionar como máquinas de resonancia, al estilo de los arcanos mayores del Tarot o los mensajes del I Ching, que no predicen tanto como nos fuerzan a sacar un sentido de nuestra experiencia al tratar de asociarla a patrones preexistentes. En este caso, los arcanos serían las figuras de la portada, las del cuadro “12 arquetipos” de Tammo de Jongh, ya que el texto de la canción hace referencia a todas ellas.

A pesar de los esfuerzos de algún que otro fumador de opio que ve clarísima la identificación entre el Rey Carmesí y Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (sucesor de Federico I “Barbarroja”, un viejo amigo de los seguidores de “Pequeño, grande” de John Crowley) y ve en el texto de “In the wake..” una red inextricable de símbolos alquímicos y esotéricos, creo que no hace falta buscar interpretaciones exactas, se pueden disfrutar las palabras y sus sugerencias como si se tratara de colores o sonidos, contribuyendo a un tono bíblico, apocalíptico y amenazador muy en la onda “Epitaph”, pero con el misterio añadido de “The court of the Crimson King”, lo cual es una mejora ya que se evita el tono sermoneador y moralista que siempre implica superioridad. "El mundo está en los platillos de la balanza" mientras enigmáticas figuras icónicas desempeñan los papeles de un drama incomprensible que bien podría desarrollarse en clave de novela fantástica (como en esos “Magos ciegos a causa de una luz violenta” que “atrapan la muerte en una red por temor a la vida”: ¡si parece “Sandman”!). Si añadimos la elegancia de la melodía, la solemnidad lírica de la voz de Lake, y el primer gran trabajo como acompañador acústico de Fripp, en una faceta que ha abandonado en los últimos 20 o 30 años, supongo que por despojarse de connotaciones hippiosas, pero en la que destacó por su originalidad y variedad de recursos, fijaos en cómo incluso la que podría ser la peor canción del disco sigue siendo fascinante en grado sumo.

“Peace”, la canción que va sirviendo de interludio cada cierto tiempo, no pasará de guiño lírico a las tendencias pacifistas de la época, que el homo sapiens se encargará siempre de desmentir estemos en la época en que estemos, pero su melodía, sobre todo en la versión acústica de Fripp que abre la cara B, es memorable por sus sinuosas sugerencias orientales y su ingenua belleza, en un contraste muy bien buscado y conseguido con lo que vendrá después, que es de veras tremebundo.

“Cat food” inicia la tendencia satírica y burlona de Fripp y Sinfield, con el tipo de bajos arrastrados con pretensiones funky tan típicos del grupo en todas sus etapas. La letra de Sinfield, junto a las ironías sobre el consumismo y la dudosa calidad de los productos envasados, abunda en dobles sentidos sexuales que apuntan no sólo a una alimentación desnaturalizada sino a un erotismo despersonalizado. ¿Por qué “Lady Supermarket” llama a la puerta del director? ¿Cuándo ella “despliega sus mercancías en el suelo” no podemos interpretar que se le ofrece sexualmente? ¿Qué narices quiere decir que “Lady Window Shopper” está “sacando brillo a un sable” y a continuación que “sabe cómo dar sabor a un estofado”? Eso me recuerda al forofo británico de “El club de la lucha” que se ganó la estima de Chuck Palahniuk confesándole que, durante su etapa como camarero de altos vuelos, Margaret Thatcher comió su semen mezclado con la comida. Pero a Sinfield se le ocurrió primero: menudo pedazo de guarro. Con tanta degradación lírica, se pueden disfrutar aún más los desbarres a lo Cecil Taylor del pianista Keith Tippett (adelantándose a los de Mike Garson en “Aladdin sane” de Bowie) y los pinitos casi a lo Wes Montgomery del bueno de Robert, atenuados entre arpegios hasta la calma que precede a la tempestad.

Y la tempestad no es otra que “The devil’s triangle”, quizá la pieza maestra del disco y probablemente una de las razones principales por las que “In the wake...” se considera menos un clásico que “In the court...”. Momento “anticomercial” como lo fueron en el disco anterior “The dream” y “The illusion”, o según otros, “momento LSD”, “The devil’s triangle” carece de bucolismo y delicadeza, de vibráfono centelleante y guitarra acariciadora, como el anterior: es una cabalgata en crescendo, disonante y amenazadora, que no podía sino porvocar malos viajes en quienes la escucharan bajo los efectos del ácido lisérgico. Basado claramente en “Marte”, primer número de la suite orquestal “Los planetas” de Gustav Holst, y parte fundamental del repertorio en vivo de los Crimson originales, el tema resulta aún demoledor, un momento de macarrismo progresivo como hay pocos, capaz de sacar de quicio al más plantado, sobre todo durante un increíble clímax donde parecen liberarse todos los demonios en la mejor onda de Sun Ra, los instrumentos se persiguen de un canal del estéreo a otro, Tippett aporta una línea de clavicordio barroco que da bastante mal rollo, a las técnicas de manipulación de cinta magnetofónica se les da un uso mucho más depravado que el de Stockhausen, y de repente aparece, como a lo lejos, la melodía de “The court of the Crimson King”, en un contexto que le da un carácter aún más fantasmagórico. Después de años evitando este corte del vinilo, cada vez lo reivindico más: no es posible defender el carácter agresivo de la música rock, su potencial para ofender simplemente a nivel sonoro, y ningunear canciones como esta, que incluso llegó a servir de banda sonora, en el año 1976, a un documental homónimo sobre el Triángulo de las Bermudas, narrado por Vincent Price. Los productores, en uno de aquellos alardes promocionales “exploitation” relegados ya a un triste olvido en favor de una publicidad corporativa gris y previsible, llegaron a ofrecer a los espectadores 10.000 dólares si eran capaces de resolver el misterio del Triángulo. La siguiente aparición fílmica de Crimson, que tiene pocas pero sabrosas, sería casi tan memorable. Sólo daré una pista: la sin par Sylvia Kristel.

El final, con la versión completa de “Peace” y una sucesión de topicazos hippies, es un anticlímax tras tanta brutalidad que seguramente pretendía reflejar los estragos de la guerra y dotaba de una plasmación sonora a ese apocalipsis que siempre estaba en la trastienda de los versos sentenciosos de Sinfield. Pero supongo que hacía falta una especie de “happy end” después de dar tanto miedo a los drogatas de la época, y la canción, aunque algo insustancial, es bonita. Pero todos sabemos, desde incluso antes de “2001”, que el ser humano avanza a fuerza de dar huesazos en el cráneo no ya a tapires, sino también a sus congéneres, y que la base de nuestro simulacro de tranquilidad civilizada son los combates sangrientos en tierras lejanas. Yo habría cerrado el elepé con el cataclismo y me habría quedado tan pancho. Con un par.

miércoles, 26 de marzo de 2008

10 sagas fílmicas de las "otras"


Porque no todo en la vida va a ser "Indiana Jones", "Alien", "Regreso al futuro", "Matrix" o "Piratas del Caribe", he aquí una pequeña lista de propuestas alternativas para regalarlas, en estuche de lujo, las próximas navidades:

1 - "Trilogía del silencio de Dios" de Ingmar Bergman ("Como en un espejo", "Los comulgantes" y "El silencio").

2 - "Trilogía de la incomunicación" de Antonioni ("La aventura", "La noche" y "El eclipse").

3 - "Trilogía de Apu" de Satyajit Ray ("Pather Panchali", "Aparajito" y "El mundo de Apu").

4- "Las aventuras de Antoine Doinel" de François Truffaut ("Los 400 golpes", "Antoine y Colette", "Besos robados", "Domicilio conyugal" y "El amor en fuga").

5 - "La condición humana" de Masaki Kobayashi ("No hay amor más grande", "El camino a la eternidad" y "La plegaria del soldado").

6 - "Trilogía de la vida" de Pasolini ("El Decamerón", "Los cuentos de Canterbury" y "Las mil y una noches").

7 - Trilogía de Glauber Rocha ("Dios y el diablo en la tierra del sol", "Tierra en trance" y "Antonio das Mortes").

8 - Trilogía de Andy Warhol-Paul Morrissey ("Flesh", "Trash" y "Heat").

9 - "Trilogía de la guerra" de Andrzej Wajda ("Generación", "Kanal" y "Cenizas y diamantes").

10 - "Tres colores" de Kieslowski ("Azul", "Blanco" y "Rojo").

martes, 25 de marzo de 2008

Pescar sobre arquitectura


El último número de la revista Ritmo contiene la crítica de un reciente lanzamiento del sello Naxos: una grabación de varias piezas orquestales de Ottorino Respighi por JoAnn Falletta y la Filarmónica de Buffalo. El autor de la reseña, Rafael Juan Poveda, tiene las cosas claras desde el principio: “Ya contamos con la más que dudosa calidad de estas músicas, además de su escasa importancia en el contexto de su época”.

Ya estamos otra vez con las mismas. ¿Por qué este menosprecio al pobre Respighi? A mí, la verdad es que su figura siempre me ha parecido más bien entrañable: un italiano empeñado en llevar la contraria con obras sinfónicas al monopolio operístico de los Verdi o Puccini, alumno de Rimsky-Korsakov, imitador del Stravinsky más populoso, el de “Petrushka”, orquestador “a la moderna” de melodías gregorianas, barrocas y renacentistas... Escucho aún bastante a menudo los poemas de la “Trilogía romana”, en especial “Fuentes de Roma”, que encuentro memorable en todos los sentidos, así como el “Trittico botticelliano”. Amén de su sabiduría tímbrica y orquestal (que teóricamente es el quid de la cuestión en la música del siglo XX), me parecen piezas bellas, entretenidas y agradables, de aquellos tiempos felices anteriores a Theodor W. Adorno y su catecismo siniestro que convirtió la belleza en pecado.

No dudo de que el firmante del desprecio a Respighi no osaría calificar de pestiño o de irrelevante cualquier composición de la sacralizada vanguardia de posguerra, firmada por Boulez, Nono o Stockhausen, pero al parecer la veda contra alguien como Respighi está siempre abierta. A mí sinceramente me indigna leer, en revistas como CD Compact, al gacetillero de turno arremetiendo contra los cedés de la serie “American Classics” de Naxos, por su pecaminosa filiación tonal, aunque se trate de compositores tan grandes como Samuel Barber, mientras que discos que a buen seguro dormirán al más dispuesto, como uno dedicado a las piezas para arpa sola de Sylvano Bussotti, reciben un trato amabilísimo y exento de toda valoración crítica. Porque los “vanguardistas” son los buenos de la peli, y los “tradicionales” los malos.

Por eso se puede dar por supuesto, mucho antes de escuchar el disco, que la música de Respighi, o la de Malcolm Arnold, o la de Barber, es de “más que dudosa calidad”. Así es como tipos como Pierre Boulez, ocupando cargos públicos culturales, dejaron sin trabajo, mediante purgas poco menos que stalinianas, a los que no componían como ellos. Es muy fácil reescribir la historia, decir que obras como “Vetrate di chiesa” tienen “escasa importancia en el contexto de su época”. ¿Qué contexto? ¿El de los neoclasicismos de entreguerras? ¿El del postromanticismo que coleó lo suyo en las primeras décadas del siglo? ¿El de las propuestas renovadoras de la segunda escuela vienesa, que fueron marginales e ignoradas hasta que llegó Adorno y puso en el índice inquisitorial a todos los “reaccionarios”, incluyendo a Stravinsky y Sibelius?

La verdad, sólo por esta crítica pienso comprarme el disco. Bien es verdad que luego Poveda matiza su apreciación, diciendo que se trata de “obras no de primera, pero dignas de ser conocidas”, pero aun así creo que su juicio refleja esa mentalidad de mucho aficionado a la música clásica, que sólo aprecia las “obras maestras” y mira con un cierto desdén todo lo demás, como si, sinceramente, hubiese sido capaz de saber qué es lo mejor y qué es lo peor de no haber recibido ya hecho el “gran repertorio”. No creo que mucha gente escuche a determinados intérpretes de la música pop por su trascendencia histórica o sus renovaciones del lenguaje, sino por simple hedonismo sonoro, por sentirse entretenido y encandilado. En ese sentido, Respighi, con su grandilocuencia orquestal, su melodismo mediterráneo, su colorismo en cinemascope, me resulta más placentero de escuchar que multitud de obras sagradas. Sobre todo de los últimos 50 años.

Y si está así el tema en la prensa dedicada a la música clásica, la del pop y el rock no está mucho mejor: en el último número de Rolling Stone, edición española, un tal D. Vico critica el álbum “Rain” de Joe Jackson, basando su reseña en unos presupuestos que no es que sean discutibles, como los de Poveda en Ritmo; es que son directamente falsos. Leamos: “Tras sus primeros discos netamente nuevaoleros, [Joe Jackson] se volcó a su primera pasión, el jazz, igual que Costello hizo con el country...” “En su género de adopción nunca pudo pasar de segundón y ahora que en cierta manera regresa al pop parece un músico ajeno a él metiéndose en un traje que le queda pequeño, pero sin capacidad para rasgar costuras y sentirse cómodo...”

Pasamos de lo opinable a la mentira, a una manera de reseñar que parte de una conclusión preconcebida y modifica los hechos a posteriori para adaptarlos a ella. Al final va a tener razón Joe al arrepentirse de haber hecho “Jumpin’ jive”, su homenaje al swing: Jackson nunca pretendió convertirse en un músico de jazz. Aquello fue tan sólo un capricho, una aventura pasajera, pero los discos posteriores, entre ellos “Night and day”, “Body and soul”, “Big world”, “Blaze of glory”, “Laughter and lust”, “Summer in the city”, “Night and day II” o “Volume four”, fueron fundamentalmente de pop. En ellos no faltaban los toques de jazz, pero tampoco los toques latinos, funky, étnicos o incluso de petardeo discotequero filo-gay. Claro que cualquiera se dedica a confesar en una crítica de discos que el último disco que escuchó del artista data de 1981 y que de los demás sólo ha visto la portada. Mmm, “Night and day”: el título es un standard del jazz y en la portada sale un dibujo del tío tocando el piano. Esto tiene que ser jazz. “Body and soul”, lo mismo, y sale el prenda agarrando un saxo. No cabe duda.

La amplitud de horizontes del reseñador resulta apabullante ya desde el encabezamiento: Joe regresa al pop, pero quizás tarde y el jazz le ha aburguesado”. Cielos, es verdad, el jazz, género musical burgués y acomodaticio por excelencia. Que se lo digan a Charles Mingus, Eric Dolphy, Sun Ra o el Art Ensemble of Chicago. Amén de que el regreso de Joe al pop ya data de largo, pues sólo en el lustro del 94 al 99 hubo una intención de romper moldes con una serie de híbridos entre la composición clásica, el pop y otros ingredientes en aquellos discos incomprendidos que fueron “Night music”, “Heaven and hell” y “Symphony No. 1” (y que no son necesariamente peores que muchos proyectos “serios” de Elvis Costello). A ver si nos documentamos un poco más, leñe.

Claro que el final de la crítica no deja lugar a dudas, cuando se afirma que en “Rain” "Hay excelentes temas [...] en los que recupera al chico melancólico y rabioso que amamos en los 80”. Acabáramos. Conque sólo te has escuchado “Look sharp”, “I’m the man”, “Beat crazy” y lo dejaste con “Jumpin’ jive”. Bueno, no sé. Los artistas evolucionan, experimentan, buscan otros caminos. Pero lo esencial es que Joe ha seguido siendo ese “chico melancólico y rabioso” en un montón de discos de los 80 y 90. Ya sé que el público del pop es voluble, y niega tres veces a sus artistas favoritos del año pasado antes de que cante el gallo, pero ignorar casi 30 años de carrera de un intérprete muy válido sólo porque no repitió el mismo disco nuevaolero 20 veces me suena a injusticia.

Pero en fin, es prensa musical, hablando de música, lo cual, como dijo Frank Zappa, es como pescar sobre arquitectura. Sean música clásica “seria” o frivolidades pop. Así me fío yo de los que escriben en esos medios. Hablando en concreto de las revistas sobre rock, Zappa tenía una frase lapidaria aún más demoledora: “Gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”. También dedicó a los periodistas especializados una letra de canción sobre el asunto, pero esa ya os la contaré cuando me dé el punto soez. Que me da de vez en cuando, como a todo el mundo.

lunes, 24 de marzo de 2008

Arthur C. Clarke (1917-2008)


Da lo mismo la opinión que nos merezca gran parte de su obra en un plano estrictamente literario: la desaparición de Arthur C. Clarke no dejará indiferente a nadie que haya sentido algo alguna vez por la ciencia ficción, que haya compartido sus ideales pioneros de exploración del infinito, progreso técnico, maravilla ante la grandeza, majestad y misterio del universo.

Misterio: eso es lo que a mis ojos siempre distinguió a Clarke de otras figuras señeras del género, como Asimov o Heinlein. Es lo que atrajo la atención de Stanley Kubrick, quien lo reclutó para pergeñar el proyecto de “2001” tras leer el cuento “El centinela”, y dejó para la posteridad la que quizá siga siendo la película que mejor expresa las temáticas serias de la CF, dentro de la tradición británica del “scientific romance”, con sus vertiginosas perspectivas evolutivas y el tono tirando a oscuro que los puristas del optimismo tecnofílico intentan soslayar siempre que pueden.

Kubrick, con su estilo depurado, sus figuras de estilo y sus atrevimientos formales, pulió los defectos artísticos de Clarke, su aroma a pulp revistero y torpón, traicionando también el afán de claridad que siempre distinguió al autor británico para sustituírlo por un aire enigmático sesentero que no habría desentonado entre “Blow up” y “El año pasado en Marienbad”. De esa manera, en una sola película, teníamos lo mejor de los dos mundos: la épica especulativa, exultante en el potencial humano, de la CF “clásica” de por ejemplo Astounding, y el cuestionamiento contestatario y experimental de la “new wave”, al estilo New Worlds.

No sé si seré el único en ver en “2001”, la película, el logro definitivo de Clarke, junto con algún relato o novela sueltos, como por ejemplo “El fin de la infancia”, cuya carga filosófica, de todas maneras, también fue fagocitada por Kubrick. Me cuesta un poco abrirme paso por el volumen de sus cuentos completos, por demasiado envejecidos y convencionales, aunque a menudo brillen un económico y eficaz don narrativo y un sentido de la ironía muy británico. Pero Clarke, de todas maneras, es más mítico por sus ideas, por lo que representa, que por sus logros literarios. Digamos que Clarke puso la letra y Kubrick la música.

Despidamos a sir Arthur rememorando la apoteosis de la película, el encuentro de Bowman con la inteligencia superior, el nacimiento inminente del Niño Estelar, el siguiente paso en la evolución humana. Ese final que tanto hacía llorar a los soldados de la guerra del Vietnam recién vueltos de la jungla. Imaginemos que Clarke está también allí arriba, en algún lugar de la órbita de Júpiter.

domingo, 23 de marzo de 2008

Historias en torno a un libro


“Pacto de sangre” de James M. Cain.

Fue la primera vez que me di cuenta de que podía leer en inglés sin tratarse de una lectura graduada. Una revelación comparable a percatarme de un superpoder que hasta entonces tenía atrofiado, sin ejercitar, o a ver abrirse ante mí una dimensión alternativa que quizá me acogiese mejor que mi antiguo mundo. Y por cierto, Billy Wilder, en su adaptación para el cine, “Perdición”, nos escamoteó vilmente el romance entre el agente de seguros y la hija adolescente de la mujer con quien planeó el asesinato.



“Salammbô” de Gustave Flaubert.

Yo no tenía ni un duro, pero sí un voluminoso abrigo azul claro, marcado por varias manchas rojas indelebles pero provisto de enormes bolsillos. Y aquel ejemplar de “Salammbô”, en aquella baratísima, cutrecilla y añorada colección “Classiques Français", tenía que pertenecerme fuese como fuese. Una vez franqueada la salida del establecimiento, con la novela en el bolsillo y sin haber pagado, experimenté una excitación desconocida, superior a todos los placeres carnales que conocía hasta entonces.



“Welcome to the monkey house” de Kurt Vonnegut Jr.

Durante mucho tiempo fue el símbolo perfecto de todo lo que me faltaba en la vida. A aquel compañero de estudios, una amiga extranjera, recién conocida, le había regalado al despedirse hacia su país un ejemplar del libro de relatos de Vonnegut. ¿Cuándo me pasaría eso a mí? Yo, que no me desharía ni del peor de mis libros aunque me embarcase en un cohete hacia Marte, y en cambio esta muchacha desconocida dispuesta a deshacerse de esa joyita para dársela a una persona que apenas conoce. Probablemente sea ese mi problema.



“Adriano Séptimo” de Frederick Rolfe, alias Barón Corvo.

Fue el libro que llevé conmigo a Guadalajara durante una de mis múltiples oposiciones fracasadas. En el contexto, la ironía es deliciosa, pues el libro trata de la fortuita elección como papa del protagonista, un británico seglar que teóricamente carecía de ninguna posibilidad para acceder a la silla de Pedro. Pero os aseguro que no me di cuenta de ello hasta anteayer, y han pasado ya ocho años.



“Viriconium” de M. John Harrison.

Volvía de ver “El pacto de los lobos” en el extinto y hoy tapiado cine California. El barrio de Moncloa, que recorría a pie con destino al metro, estaba tranquilo y callado, a excepción de un grupo de voces que cantaba a coro, el sonido indistinto, surgiendo quizá de un subterráneo, un himno que dejaba el “Cara al sol” al nivel bolchevique de “La Internacional”. ¿Espíritus flotantes del franquismo? ¿Ecos del pasado alojados en huecas cabezas juveniles? Y luego Harrison , mi lectura en el transporte, queriendo darme lecciones de ciudades decadentes y fantasmagóricas...



“Otherwise” de John Crowley.

Leyéndolo en el autobús, una ancianita me tomó por extranjero y quiso ejercitar los retales de inglés que conservaba desde su juventud. Es sabido que en el pasado, sabiendo que uno de mis condiscípulos había colocado un anuncio buscando un intercambio de conversación, lo llamé haciéndome pasar por un tal Mike, de Bakersfield, California, pero supongo que algunas personas merecen que les tomen el pelo más que otras.



“Irrealidades virtuales” de Alfred Bester.

Releía en el metro, de camino hacia el trabajo, el cuento “Fondly Fahrenheit”, observando enojado cómo el tren se detenía más tiempo del debido en cada estación. Lo de siempre en la línea 6, vamos. Lo que no era tan normal era que los pasajeros se bajaran del vagón y leyeran con bastante mala cara los monitores de “Tele Metro”. Era la mañana del 11 de marzo del año 2004.



“Cuentos crueles” de Villiers de l’Isle Adam.

Era la época en que yo entablaba conversaciones, a propósito de nada, con las chicas guapas que viajaban en el autobús y el metro. En aquella ocasión, pensé ingenuamente que el título del libro podía crearme una mala imagen ante aquella chavala, cuando en realidad, si se hubiese tratado de “Justine” o “La filosofía en el tocador” del Divino Marqués, quizá me habría revestido de cierto glamour perversillo, muy apreciado entre las universitarias. Pero aquello no lo sabía yo entonces. Lo que me llamaba la atención, más bien, era la cantidad de chicas que andaban por ahí sin teléfono instalado en casa. Se conoce que aún no había llegado el milagro tecnológico de los móviles, y estaban incomunicadas, las pobrecillas.

sábado, 22 de marzo de 2008

"Shriek: An afterword" de Jeff VanderMeer


Cuando se ha aguardado un libro con impaciencia, casi da miedo emprender su lectura, como si el hambre atrasada fuese a impedirnos saborear, a fuerza de voracidad, el plato que se nos ha preparado largamente, con mimo. Es lo que ha estado a punto de sucedernos con “Shriek: An Afterword”, novela con la que Jeff VanderMeer continúa elaborando su universo de Ambargrís tras fascinar con “City of saints and madmen”, la colección de relatos que nos introdujo en la misteriosa ciudad colonizada por los hongos y presa de amenazadores secretos desde su fundación bañada en sangre.

Todo comenzó con el segundo de los relatos de aquel libro, “The Hoegbotton Guide to the Early History of Ambergris”, donde el historiador Duncan Shriek narraba, con profusión de notas al pie y no poca retranca, el origen de la ciudad, desde el exterminio de los “gorras grises”, los habitantes originales de la ciudad original, cuya presencia constante en la época actual será siempre motivo de inquietud, hasta el Silencio, la desaparición inexplicada de 25.000 habitantes de la villa, asunto del que, como si del genocidio armenio en Turquía se tratara, prácticamente no se puede hablar. El hecho de que, al estilo de “Pálido fuego” de Nabokov, Duncan dejase traslucir en su tratado varios de sus sentimientos y vivencias, motivó que Thomas Ligotti sugiriera a VanderMeer relatar su historia.

De ahí “Shriek”, novela de larga elaboración y amplias ambiciones, alejada de los tópicos que quieren hacer del fantástico un subgénero de la novela de aventuras, preocupada ante todo por sus personajes y sus interacciones, pero sin perder nunca de vista la manera en que un escenario surreal y mítico puede realzar los conflictos humanos. La relación entre Duncan, su hermana Janice, y Mary, la alumna, después amante y por último enemiga del primero, se expone con melancolía y brillantez verbal de clara estirpe europea, pero la complejidad de la estructura hace difícil disociarla del misterio ambargrisiano, de las excursiones al subsuelo para dilucidar la verdad, de la infección fungosa que propicia en Duncan una metamorfosis progresiva, un acercamiento a ese corazón de las tinieblas que flota sobre la ciudad cual espada de Damocles y que Mary preferirá negar para tranquilizar la conciencia de su público.

VanderMeer escribe para durar, se toma su tiempo, es amigo de la sutileza y de lo oblicuo, quizá no se recrea tanto como antaño en la belleza de sus pasajes, pero pocos escritores de fantasía merecen ser saboreados con tanta lentitud y delectación, pocos piden la relectura antes incluso de finalizar su novela, tantos son los matices que se escaparán si a uno sólo le preocupa avanzar, llegar al desenlace. Lo cual no quiere decir que en esta novela no existan pasajes memorables al instante. Pienso en los brillantísimos e imaginativos capítulos dedicados a la guerra civil dentro de la ciudad, a la ópera que se quiso representar durante una tregua, a la noche del Festival del Calamar de Agua Dulce, que, como bien saben los lectores de “City of saints...”, no es de las más apacibles y tranquilizadoras del año.

Pero por lo general “Shriek” es una novela lenta y seductora, una elaboración y maduración de los atractivos del primer libro, donde primaban más el esteticismo, el decadentismo, el ingenio y la sorpresa, la experimentación y el espíritu lúdico, el placer caleidoscópico de una obra multidimensional y total. “Shriek” busca centrarse en el estudio de personajes, en la anatomía de sus sentimientos, sus vivencias e impresiones contradictorias, su búsqueda de una felicidad y una verdad que se les escapan constantemente.

Aún más, esta verdad fugitiva, el enigma de los gorras grises y su verdaderas intenciones, permea todas las esferas de la vida ciudadana, se identifica progresivamente con todo intento por sacar un significado de la política, del amor contrariado, de injusticias inapelables de la vida como perder un progenitor a corta edad, resulta más siniestro e inexplicable a medida que conocemos más detalles, aunque Duncan, que a buen seguro conoce la verdad, se guarda mucho de divulgarla en sus anotaciones a la narración en primera persona de su hermana. Quedan tantas preguntas sin contestar al final que se hace inevitable volver atrás, comenzar de nuevo, recorrer al azar pasajes memorables en busca de pistas, de perlas escondidas, de ironías semiocultas, de bellezas deslumbrantes.

Ambargrís, como la Brujas de Georges Rodenbach, es una atmósfera, es un estado mental, pero a estas alturas conocemos muy bien sus calles, sus lugares de reunión, su historia, sus excéntricas religiones, la anarquía funcional que la gobierna, su clima denso, decadente, enigmático, su cotidianeidad surrealista, empapada de miedos sin articular. Que VanderMeer haya sabido reconvertir este escenario ideal para una “weird tale” en el telón de fondo para un drama intimista, tierno y emocionante, y aun así dar una nueva vuelta de tuerca a su extrañeza y su potencial amenazador, es sólo una de las virtudes de un libro que dan ganas de reseñar una y mil veces para destacar aspectos nuevos, una de esas obras que redefinen lo que la fantasía es capaz de hacer, pero que nuestros editores, sabedores que que el lector medio del género no desea calentarse mucho la cabeza, mantienen en el limbo. Y es una pena, pues son precisamente novelas como “Shriek” las que podrían ir abriendo la brecha...

viernes, 21 de marzo de 2008

"La Cicatriz" de China Miéville


No se puede uno ya fiar ni de su puñetera madre, y en cuanto a juicios artísticos menos aún. Un servidor llevaba ya tanto tiempo leyendo reseñas no muy elogiosas de “La Cicatriz”, segunda novela ambientada en el mundo imaginario de Bas-Lag por China Miéville, viniendo de autores y críticos bastante dignos de respeto, que terminó abriendo el volumen con resignación, por completismo de lo que hasta el momento es una trilogía, y también, no voy a mentir, por si algún espíritu afín captaba el mensaje en alguna cola de la Muestra de Cine Fantástico.

Y en fin, atribuídlo a las bajas expectativas, pero la novela terminó parecíendome, si no la mejor del calvo musculoso izquierdista, sí la mejor rematada, la más interesante a nivel de ideas y de personajes, la más desarrollada a nivel de trama, la que encuentra un mejor equilibrio entre acción y reflexión, amén de la más arriesgada, al buscar conscientemente un alejamiento de “La Estación de la calle Perdido”, su gran revelación mundial como estrella de la literatura fantástica.

Por supuesto, es difícil superar el impacto de “La Estación...”, con la exuberancia de su mundo, su acumulación de elementos mágicos y tecnológicos, su visión oscura y compleja de la realidad, alejada del maniqueísmo al que nos acostumbró demasiado Tolkien, su atmósfera fascinante que debe mucho al steampunk con su sabor a un siglo XIX de máquinas de vapor, aerostatos y locomotoras, su mensaje político que contrapone a un orden castrador modos de vida alternativos, individualistas o colectivistas, blasfemos para el saber oficial, ofensivos por sus costumbres sexuales.

Lo que sí podía reprochársele a aquel primer hito era lo que hasta el momento sigue siendo la mayor debilidad de Miéville: su dispersión, su fertilidad que le hace anunciar los comienzos de muchos libros posibles pero le sume en una confusión de la que escapa adoptando soluciones fáciles. Así pasaba entonces: mucho barroquismo descriptivo y miserabilista en la onda Mervyn Peake, mucho feminismo radical para dejar a Joanna Russ en pañales, muchas invocaciones a Satán o a ese Tejedor que parece no ser otra cosa que el mismísimo Dios vuelto loco, mucha adquisición de autoconsciencia por los robots, para que todo desembocara en la típica escena de “vamos al nido de los Aliens y quemamos todos los huevos”.

“La Cicatriz” busca otra cosa, empezando por un énfasis mayor en los personajes, por una prolongada introducción que a buen seguro aburrirá a quienes busquen una batalla contra monstruitos tras otra, pero que revela facetas inesperadas del autor, su capacidad para retratar no sólo magia impensable o gore purulento, sino emociones casi tan inéditas como aquellas, como puede ser el vértigo de aprender a leer casi en la edad adulta. En ese sentido, es sintomático que el punto de vista sea el de una erudita y bibliotecaria, una mujer desengañada, casi al margen del mundo, capaz de una notable frialdad en sus relaciones íntimas, de mantenerse fiel a todo aquello que en la superficie desprecia. Miéville sabe lo que otros autores de tochos de fantasía ignoran: que mucha acción no es garantía de interés por parte del lector, y que los mismos hechos pueden causar una impresión muy diferente si vienen filtrados a través de figuras que evitan el estereotipo.

Lo cual no quiere decir que no haya espectacularidad: Armada, la ciudad flotante pirata construida a partir de barcos capturados y enlazados sobre los que se ha seguido construyendo, es otra tentativa de reeditar el esplendor a lo Gormenghast de Nueva Crobuzon, pero de otra manera, anticipando la potente metáfora de la comunidad revolucionaria y fugitiva de “El Consejo de Hierro”, el tren que sigue adelante a base de quitar las vías por donde pasó y volverlas a colocar delante, si bien un servidor prefiere esta evocación de las viejas aventuras marinas a los ecos del western de la novela posterior.

No faltan tampoco criaturas monstruosas ni razas peculiares, desde el “avanc”, un Moby Dick visto por Lovecraft, que remolcará velozmente Armada hacia su incierto destino, pasando por los “anophelii”, cuyas hembras-mosquito mostrarán una peligrosa voracidad vampírica, y una plétora de terroríficos seres donde no puede faltar, dado que se le echó en falta en “La Estación...”, un trasunto de Drácula que recibe el apelativo, que le agradezco a China recuperar dado mi intensivo uso de él en mis años juveniles para referirme a un chupasangres rústico, de Brucolaco.

Pero lo que hace notable a mis ojos la novela no es tanto esta exuberancia, que, como dije, fue muy superada en la primera visita al mundo de Bas-Lag, sino su carga personal y emotiva, esa Cicatriz que no sólo es la fractura en la realidad a donde quieren dirigirse los Amantes sadomasoquistas que gobiernan la ciudad, sino también la superación de la pérdida, de la traición, del engaño. La trama de espionaje y contraespionaje, la pasión homosexual implícita pero nunca concretada del ingeniero Rehecho, Tanner, por el grumete Shekel, la compleja amistad de la protagonista, Bellis, con Uther, el inquietante guerrero encargado de proteger a los Amantes con su Espada de Probabilidad, con Silas, el espía que la sumirá en una red de engaños, o con Johannes, el zoólogo con una ingenua pasión por las criaturas marinas que le conducirá a afrontar espantosos peligros, todo esto dota del necesario contrapunto a los segmentos espectaculares, a las batallas navales, a las escenas de lucha, a las manifestaciones sobrenaturales, atreviéndose incluso a finalizar, como ya es habitual en su obra, en una nota agridulce y ambigua que no otorga soluciones fáciles.

Se pueden pasar un poco por alto las irregularidades del estilo, esplendoroso o redundante casi sin término medio, el exceso de prolijidad en algunas descripciones o la falta de detalle en otras, el ritmo que a veces colea; Miéville es la desmesura, la herencia pulp modificada, puesta al día, aplicada a propósitos más actuales, lejanos del reaccionarismo evasivo que sigue atribuyéndose, sin motivo, a la narrativa ambientada en reinos imaginarios. Este libro tendrá sus defectos, pero me confirma, en mucha mayor medida que “El Consejo de Hierro”, que veo como un pequeño paso atrás, el valor y la considerable promesa de un narrador que a mi juicio es capaz de logros aún mejores, y que, ay, no parece haber cosechado entre nuestros lectores la popularidad que sin duda merece.

martes, 18 de marzo de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 1: "In the court of the Crimson King" (1969)


Unos sonidos electrónicos un tanto indistintos, vaga imitación de los rumores del tráfico, parecen invitar al oyente a subir el volumen para captarlos mejor. Pero una vez subido casi hasta el tope el nivel sonoro, irrumpe con intensidad brutal el blues futurista de “21st century schizoid man”.

Con este efectivo truco, que el grupo repetiría un par de ocasiones en el futuro, comienza el primer disco de King Crimson, el más mítico, me atrevería a decir que el único que ha pasado a la historia general del pop, sin contar las repugnantes parafilias pro-rock sinfónico de individuos como el que os escribe.

Simplemente la portada de Barry Godber es ya un icono del rock al nivel del logotipo warholiano de los Stones, el plátano de la Velvet o la foto del “Hindenburg” de Led Zeppelin. La angustia de ese rostro gritando en primerísimo plano captura, al igual que muchas letras del disco, el espíritu turbulento de un fin de década donde se daban cita la guerra de Vietnam, la primavera de Praga, el mayo del 68 y la siempre presente guerra fría, con esa amenaza de guerra nuclear entre los EEUU y la URSS que no llegó a disiparse del todo hasta que llegó Gorbachov a fines de los 80. Podemos imaginar sin problemas que aquello que infunde tanto pánico al hombre de la portada no es otra cosa que el Apocalipsis.

Ahora que parece que el rock sinfónico se ha quedado en juegos de mocosetes de Berklee que se empeñan en saber si se puede tocar en 5/8 y 17/16 al mismo tiempo, llama la atención la habilidad que demostraron los Crimson a la hora de vender su música conectando con el espíritu de los tiempos. Siempre he sospechado que ahí tuvo mucho que ver Peter Sinfield, personaje denostado como pocos, entre otras razones por gozar de los privilegios de un miembro del grupo sin tocar ningún instrumento (como si la mayoría de los que suben hoy en día a un escenario de rock supieran hacerlo) o por aportar únicamente las letras (como si más de un cantautor hiciera mucho más que eso, vistiendo su leyenda bohemia con tópicos musicales y préstamos vecinos al plagio).

Sinfield, de quien seguiremos hablando largo y tendido, era un poeta seudo-decadente amigo de metáforas oscuras y lenguaje rebuscado, todo un emblema de esa cultura “de clase alta” que tanto molesta a los talibanes proletarios del rock. Sinfield también fue el responsable del nombre King Crimson, extraído de una de las canciones del disco, y que según una leyenda urbana sería la traducción de Belcebú, uno de los apelativos del diablo. En fin, un servidor se ha pasado toda la vida creyendo que Belcebú significaba “el señor de las moscas”, pero si este tipo de equívoco sirve para dotar de una pátina satánica y molona a unos dinosaurios sinfónicos con fama aburrida, diré como en “El hombre que mató a Liberty Valance”: “Print the legend”.

“21st century schizoid man” presenta con contundente concisión una serie de imágenes que conforman un “collage” de violencia, alienación, consumismo exacerbado, tecnocracia y desprecio a las humanidades. El verso “Inocentes violados con fuego de napalm” alude directamente a la guerra del Vietman y más concretamente a las celebérrimas imágenes en las que una niña huye del ígneo bombardeo corriendo por una carretera.

“I talk to the wind” refleja el espíritu contestatario de las personas que siguen su propio camino pero a las que nadie escucha, en sintonía con un público de ínfulas hippies, pero con una sutileza e intemporalidad que pocos le reconocen a Sinfield y que desaparecen de repente en “Epitaph”, que no es otra cosa que una advertencia sobre la III Guerra Mundial. “El muro sobre el que escribieron los profetas” sería el muro de Berlín, “los instrumentos de muerte”, la carrera armamentística, y el “conocimiento” como “amigo mortal” “en manos de tontos” suena mucho a la energía atómica. Tanto sermón sitúa la canción en la época en que fue escrita, pero su seriedad ingenua la hace digna de respeto, como un documento histórico, una foto en blanco y negro de ciertas ideas que eran moneda corriente en aquellos años.

Uno casi está por preferir la letra de “The court of the Crimson King”, con sus enigmáticas imágenes entre lo medieval, lo fantástico y la ciencia ficción, cultivando una dicción ambigua digna de Nostradamus, elevada y decadente. Teniendo esto en mente, siempre he encontrado una conexión lógica entre el imaginario de la fantasía y el rock progresivo (llevada, por ejemplo en Italia, al extremo del terror, con la conjunción Goblin-Dario Argento), y me ha extrañado el borreguismo musical de muchas figuras literarias anglosajonas a las que respeto pero que sitúan sus referentes rockeros en el post-punk y el indie estadounidense, cuando lo que escriben ellos refleja todas las pretensiones artísticas y la retórica torremarfileña de los viejos sinfónicos. Para un buen seguidor de la decadencia malsana, nada mejor que las metáforas con aroma a cannabis del bueno de Sinfield; Sex Pistols, Clash y compañía me hacen pensar en borrachuzos británicos pegándose en discotecas playeras por los favores de mozas rechonchas y vulgares que van proclamando al mundo su falta de ropa interior.

Todo este énfasis en las letras de Sinfield, antes de entrar en la parte musical propiamente dicha, viene a demostrar que los denostados textos de Crimson, esa parte extramusical que tanto ofende y exaspera a los mismos periodistas que luego buscan lucirse en cada párrafo de sus críticas, fueron un ingrediente esencial de cara a catapultar al grupo en sus inicios. Porque hay un secreto a voces dentro de la música pop, que pocos reconocen pero es así: un 80% del público no entiende la música propiamente dicha, le dan igual las melodías, las armonías, los timbres, los ritmos, y para ellos el mensaje es la letra, y, si me apuráis, la imagen del grupo. En una época de contracultura, con las drogas perfumando el ambiente, era fácil convencer con ideas surreales, con apariencias de profundidad, que se asemejaran a revelaciones psicotrópicas como las que un brujo yaqui pudiese revelar a su discípulo. Más adelante, bajo el imperio de la coca y las pastillas, se volvió más complicado triunfar con utopismo y viajes alucinógenos. Y es que a menudo pienso que la mejor historia del rock sería la de sus drogas titulares y su influencia en la estética del momento. Le tengo que pasar la idea a Escohotado.

Pero hay otra razón para hablar tanto de Sinfield, relacionada con el hecho de no haber mentado todavía al supuesto líder del grupo, Robert Fripp. Y es que Fripp, aunque importante e innovador, haciendo gala ya de su inimitable sonido, de esa guitarra que canta y grita en registros sobreagudos con un “sustain” inagotable, está todavía muy integrado en la textura musical del grupo, cuyos componentes muestran una unidad y cohesión que duraría menos que Annie Girardot como sex symbol del cine europeo.

Es más: no tengo nada clara la preeminencia musical de Fripp, habida cuenta de que Ian McDonald, amén de su vistoso rol como multiinstrumentista, compuso en solitario la música de “I talk to the wind” y “The court of the Crimson King”, canciones muy definitorias del primer sonido del grupo. Al estilo de Genesis, resulta muy difícil saber qué partes de una canción vienen de quién: “Epitaph” y la parte cantada de “Moonchild” suenan mucho a Lake, por ejemplo, e incluso “Mirrors”, el trepidante segmento instrumental de “21st century schizoid man”, se podría atribuir a Fripp sólo en lo que respecta a esa parte endiablada que tantos problemas me sigue dando al tocarla, pero por lo demás, el contundente bajo de Lake, esa batería tan clara y precisa de Mike Giles, que aparenta tener escrita cada nota, y ese saxo que McDonald que amenaza con internarse en territorios de Ornette Coleman, todo ello está tan coordinado, tan ensamblado, que uno no sabe qué pensar.

King Crimson, desde el mismo principio, no era “la banda de Robert Fripp”. Tanto McDonald como Lake aportaron también muchos de los elementos presentes en la primera etapa, que se mantendrían más o menos hasta el giro copernicano del 73 con “Larks’ tongues in aspic”. La majestuosidad altisonante del sonido, unida a un lado hippie más tierno que aquí oímos en “Moonchild” y al que Sinfield aún no había conferido componentes de erotismo sórdido; la presencia de instrumentos normalmente ajenos a la esfera del rock, como los clarinetes o el oboe; el infaltable momento “anticomercial”, impensable hasta entonces en un elepé de rock, que representan aquí “The dream” y “The illusion”, improvisaciones de Fripp, McDonald y Giles que buscan asemejarse a la música de cámara contemporánea y sólo lo logran a fuerza de ingenuidad; la voluntad de asustar e impresionar con sonidos demasiado intensos para aquella época, como los descontroles a lo “free jazz” que cierran las andanzas del hombre esquizoide, o la utilización intensiva del melotrón, que entonces daba un toque casi sobrenatural e inquietante al estribillo pop de la canción titular del disco.

En cierta manera, “In the court of the Crimson King” es el único disco de estos King Crimson, pronto rotos por el éxito y las diferencias personales. Uno de tantos testimonios de su vigencia lo tuvimos hace un par de años viendo “Hijos de los hombres”, la película de Alfonso Cuarón, y constatando lo adecuados que quedaban aún sus sonidos como telón musical de su Londres futurista y agobiado. No sabemos qué habría hecho este grupo de haberse mantenido, pero ahí estuvo Fripp para tomar las riendas y buscarle un sentido a los restos del naufragio, prolongando el espíritu de su debut en varios discos que un servidor considera infravalorados y que comenzaron siguiendo la estela de Poseidón.

lunes, 10 de marzo de 2008

V Muestra de Cine Fantástico, cuarto día


Ya se nos terminó el festivalillo, el mini-Sitges de los que no salimos de Madrid. Nos pasaremos un año entero echando de menos la sala grande del Palafox, el ambientillo friki de chavales peludos y adultos pelados que dedicaron su madurez a parecerse a Donald Pleasence. Echaremos de menos los tubitos de dulce de leche La Lechera que los jóvenes hambrientos sorbían cual yonquis ávidos de azúcar. Incluso sentiremos añoranza de las presentaciones por Leticia Dolera, y de la chica disfrazada del erizo Sonic que nos hacía soñar con un romance zoofílico como el que mantuvieron detrás de las cámaras Espinete y el panadero Chema.

Pero antes de la nostalgia llegó el mal rollo. "À l'intérieur", la película rodada a cuatro manos por Alexandre Bustillo y Julien Maury, probó de manera contundente mi aseveración de que el "gore" no tiene que ser espectacular, festivo y acomodaticio, de que su única opción para dejar huella es avanzar hasta el límite de lo soportable. Incluso nos colocaron cartelitos advirtiendo de que ciertas escenas herirían la sensibilidad de más de uno, y en especial de mujeres embarazadas (en cambio, sobre las agresiones a los genitales masculinos nadie nos avisó nada).

Porque en efecto la combinación de la maternidad como algo sagrado y digno de la mayor protección, y el malestar físico que puede producir esa enorme barriga donde se aloja un ser tan frágil, hacen imposible no estremecerse con las sevicias a que es sometida la pobre Alysson Paradis por parte de una Béatrice Dalle que dejó atrás sus días de rellenito sex symbol ochentero en "Betty Blue" para irse transmutando en un ser cada vez más inquietante (y que quizá, en alguna fiesta fin de rodaje de "Night on Earth", interesase a Winona Ryder en los placeres casi sexuales que procura el robo).

Uno podría preguntarse el porqué de tanta violencia casi insoportable, si no se tratará, como dijeron algunos, del exceso por el exceso, pero por fortuna, tratándose de cine francés, no falta la lectura simbólica, que adopta como punto de mira la dura represión policial aplicada no hace mucho por cierto ministro famoso hoy en día por cambiar de residencia, divorciarse y casarse con una cantante y modelo que anuncia coches con una canción de "Kill Bill". Ese nefasto papel de las fuerzas del orden, que son quienes finalmente hacen posible lo innombrable, podrá constituir para algunos una débil coartada de cara a justificar carnaza pura y dura, pero tanta rabia tiene que salir de alguna parte. La tenebrosa metáfora final, con sus dudas sobre el futuro de Francia, pone el broche artístico a una película incómoda como pocas, de increíble tensión sostenida, puesta en escena potentísima, que lo hace pasar verdaderamente mal, y que Hollywood no sentirá prisa alguna por versionear. Los hay que prefieren mirar hacia otro lado y decir simplemente que se trata de una mala película. Quizá para tranquilizar sus conciencias.

La clausura llegó con "La niebla", tercera adaptación de Stephen King por Frank Darabont, que añade un carácter más de género, con terror, monstruitos y "gore", pero también presta una atención notable a actores y personajes, construyendo un microcosmos asediado por lo desconocido donde se planteará el valor intrínseco de la humanidad y el valor moral de las decisiones que conciernen a otros. Quienes conozcan el original de King constatarán la gran fidelidad de Darabont como adaptador, aunque se llevarán una sorpresa mayúscula al ver cómo se sustituye el desenlace abierto original por una oscurísima conclusión que subvierte muchos de los ideales del autor de Maine sobre el hombre común y capaz que toma las riendas de la situación y raramente se equivoca, como si de una versión proletaria de Robert A. Heinlein se tratara. Que Darabont se atreva con un final tan radical y raro en Hollywood no es sino prueba adicional de su fe en sí mismo, una transgresión que se permite a sí mismo porque es consciente de ser un clásico.

El horror no sólo proviene de criaturas monstruosas, sino que se aloja en nuestro interior, por nuestra desconfianza, nuestras ganas de quedar por encima, nuestra poca disposición para ayudar al prójimo, nuestro entusiasmo a la hora de abrazar fanatismos que nos ofrecen soluciones fáciles (ahí tenemos el papelón de Marcia Gay Harden, digna heredera de la Piper Laurie de "Carrie"). Donde King se detiene y peca de maniqueo, Darabont es implacable: la buena gente, por desconocimiento, por desesperación, cegada por la niebla que se extiende a su alrededor, también puede llegar a ser monstruosa.

Me extrañaría que esta película fuese un éxito: pese a su suspense impecable, su unión sin fisuras de cine clásico de personajes con despliegues infográficos, su notable dirección de un reparto casi perfecto y un guión que llega a mejorar el ya interesante original literario, que pocos podrían haberse imaginado plasmado de una manera muy distinta a la que vemos, aun así resulta demasiado pesimista para un producto de la gran industria. Pero esa es una de las múltiples cualidades que la hacen memorable y candidata a futuro clásico.

domingo, 9 de marzo de 2008

V Muestra de Cine Fantástico, tercer día


He dicho en más de una ocasión, refiriéndome al cine oriental, que para qué necesitábamos ver películas sobre extraterrestres pudiéndolas ver hechas por los propios extraterrestres. También he dicho, y quizá algún día lo desarrolle aquí, que los mecanismos psicológicos de los gustos por el cine de arte y ensayo y por las frikadas serie B de ciencia ficción y terror son primos hermanos. De modo que no me sorprende nada que en festivalillos como el que se desarrolla en el Palafox de Madrid este finde aparezcan títulos como “Soy un cyborg” de Chan-Wook Park. Aunque tampoco me sorprende que a la grey gritona que jalea con aplausos las escenas donde salpica sangre le complazcan más peliculillas bastante peores que la del coreano, como “The signal”.

Lo grande, o lo desesperante, según se mire, de Park es su capacidad para romper expectativas, su manera de ponerte a prueba durante toda la duración de sus películas con un asalto constante de ideas visuales, argumentales y narrativas en la tenue línea divisoria entre lo genial y lo ridículo. Si ya en los capítulos exteriores de la “Trilogía de la venganza”, Park se complacía en un sentido del humor extravagante, el hecho de ambientar en un psiquiátrico su incursión en la comedia romántica abre el camino para cotas inimaginables de frikismo que no hacen sino comenzar con el planteamiento: una chica internada en el centro está convencida de ser un ente mitad humano, mitad máquina, sólo capaz de funcionar con electricidad, y la ayuda sólo le podrá venir de otro interno que se pasea por allí con una careta de conejo y posee el poder, al estilo de Jacquemort en “El arrancacorazones” de Boris Vian, de arrebatar a los demás sus características y habilidades.

Park, como ya hizo en “Sympathy for Lady Vengeance”, se pasa la estructura en tres actos por el arco del triunfo, acumulando los episodios de una manera torrencial y recurriendo con asiduidad a un humor que nos es difícil juzgar a falta de contexto cultural (acordaos del batacazo en las pantallas convencionales de “The host”, peli de la que se esperaba un éxito popular). La película encantará a los que entren en su peculiar juego y provocará considerable rechazo en quienes busquen realismo psicológico y conformidad con los tópicos del cine occidental. Pero negar a estas alturas el talento de su director, su imaginación, la originalidad de su mirada y estética, sus recursos inagotables de puesta en escena, su habilidad para no dejar a nadie indiferente, sería como seguir manteniendo que Garci es el mejor cineasta español. Bueno, hago trampa porque sé de alguno que lo piensa...

A mis compañeros de platea les ha gustado mucho más “The signal”, película de medios más que modestos sobre los efectos devastadores de una misteriosa radiación televisiva que convierte a los ciudadanos normales en bestias homicidas. La rudimentaria realización, con abundancia de planos cortos, dictados, supongo, por la escasez de iluminación disponible, y desconociendo el significado de los conceptos “trípode” y “puesta en escena”, posee sin embargo el inesperado aliciente de estar firmada por tres directores sucesivos que se han repartido los tres tercios de la historia, con diferencias de estilo y enfoque, desde el “psycho-killer” setentero hasta la grimosa farsa de humor negro y las ínfulas de arte y ensayo, que hacen entretenida, por encima de sus actores de tercera regional y sus chistes no siempre intencionados, la típica peli que nunca veríamos de no ser por este tipo de festivales.

sábado, 8 de marzo de 2008

V Muestra de Cine Fantástico, segundo día


Cuando un director con 40 años de carrera a sus espaldas empieza a estrenar en salas películas rodadas como un vídeo de boda o primera comunión, podemos empezar a preocuparnos. Y no es que George A. Romero haya sido nunca un estilista de la cámara a lo Max Ophüls, pero la idea de que veteranos que se las saben todas, como en el caso aún más sangrante de Brian de Palma, se suban al carro modernete según el cual la técnica elaborada, la puesta en escena, la fotografía profesional y los artes del guión y la interpretación obstaculizan la recepción auténtica y espontánea de un mensaje, me parece mucho más peligrosa para el cine que cualquier E-Mule o cualquier “top manta”. Es como si de repente la literatura decidiera prescindir de la corrección gramatical y ortográfica, del vocabulario cuidado, preciso y escogido y de la revisión del texto, en aras de una pretendida pureza expresiva.

Bien es cierto que “Diary of the dead” no aspira a ser una montaña rusa del pobre, como “Rec” de Balagueró y Plaza, sino que busca dejar su marca, como Romero acostumbra, a través de una serie de apuntes ideológicos y algo maniqueos, que en este caso ponen en solfa la manipulación de los medios oficiales contra la necesidad de conocer la verdad abanderada por canales libres como los blogs, MySpace y similares, a la par que oscurecen el tono de la serie poniendo en cuestión las acciones violentas que una situación catastrófica hace necesarias y que comprometen la esencia de la humanidad transformándola sin remedio. Porque no olvidemos que los zombis, si bien son muertos caníbales, no dejan de haber sido personas.

Suerte que el maniquísmo de Romero parece haberse templado, porque su reflexión sobre la responsabilidad periodística es, o bien compleja, o bien confusa: Jason, el cámara, es quizá un héroe por dar a conocer la verdad que los gobiernos ocultan mediante montajes engañosos, o bien un cobarde por no ayudar a sus amigos en lugar de pasarse media hora junto a su cámara recargándole la batería, o bien un vampiro que necesita sangre delante de su lente para justificar su vida. En todo caso, lo que no es Jason es un buen cámara, pues, siguiendo la escuela Dogma, parece que nunca nos creeríamos un metraje rodado por un virtuoso de la cámara en mano al estilo Haskell Wexler; necesitamos que todo esté un poco mal encuadrado, con imagen temblorosa y colores feos.

Yo todo eso lo llevo muy mal. No entiendo cómo los críticos listos se hartan de decir que las epopeyas con efectos digitales y fotografía espectacular son celuloide “vacío” y sin embargo aplauden filmaciones sin el menor mérito técnico y, si me apuráis un poco, literario o interpretativo, a no ser que consideréis que las borracheras de Ben Gazzara y John Cassavetes merecen conservarse para la posteridad. Por poner sólo un ejemplo.

La suspensión del tiempo dramático en películas como “Diary of the dead” parece querer generar verosimilitud, pero yo, que sé perfectamente que estoy viendo una película, no le veo mucho sentido. Puestos a presenciar tiempos muertos, dadme a Antonioni, que por lo menos llenaba sus realizaciones de fascinantes composiciones de plano y de erotismo frío.

Siempre he creído que la esencia del cine y del arte en general es su artificialidad, su selección de elementos reales para convertirlos en algo más elaborado y extraño. Adoptar un estilo vérité siempre me ha sonado a justificar la pereza mediante coartadas intelectuales.

Y de todas maneras, aunque el experimento suene bien en teoría, no estoy seguro de que Romero conjugue bien un mensaje oscuro y reflexivo con la adrenalina de sus clásicas escenas gore, que por supuesto no faltan en “Diary of the dead”. Tanta moral de la comunicación, tanto sermoncillo sobre la degradación por la supervivencia, pero no nos faltan los numeritos de maquillaje y los toques serie Z como el alcohólico profesor inglés despachando a los zombis a flechazo limpio en la mejor tradición de Robin Hood. Pero para mí el efecto de estas secuencias se diluye entre lo amorfo del conjunto.

A estos estudiantes universitarios de cine se les debería haber suspendido en cámara, realización y montaje, me da igual que su impericia otorgue al resultado una pátina verosímil. Uno no sabe a ciencia cierta si hablar peor de “Rec”, cuyo trepidante desarrollo era absolutamente epidérmico a nivel de ideas, o de este “Diary of the dead”, crepúsculo nórdico y depresivo del cine de muertos vivientes que aspira a una profundidad de arte y ensayo pero deja con el mismo sabor de boca que una tarde entera viendo vídeos caseros de YouTube. A mí por lo menos me dio unas ganas tremendas de meterme en alguna peli de cine vacío pero estéticamente gratificante, como por ejemplo “10.000” de Roland Emmerich.

viernes, 7 de marzo de 2008

V Muestra de Cine Fantástico, primer día


Uno está por creer en aquel viejo mito sobre Internet como vía de la fraternidad y colaboración universal entre las personas. Como ejemplo personal, podría mencionar que jamás me habría enterado de las fechas en que se celebró la Muestra de Cine Fantástico de Madrid del año 2007 de no mediar el blog de una persona con quien quedé en muy malos términos en el terreno personal, pero cuyas entradas seguía leyendo de vez en cuando.

Gracias a ello, tengo ya muy presente cuándo puedo esperar nuevas ediciones, y así es como me presenté anoche en la sala grande del cine Palafox, la de la pantalla enorme y torcida, para dar rienda suelta a unas pasiones juveniles que en mi pantalla doméstica no viven grandes momentos, y de paso para comprobar que me conservo bastante mejor que la mayoría de los frikis que frisan la cuarentena. Tengo bastante menor perímetro abdominal, el rostro afeitado, menos canas y un aire juvenil que engaña.

La primera de las pelis que he visto, "Rebobine por favor", nuevo asalto seudo indie del francés Michel Gondry, podía resultar estomagante por el protagonismo desmelenado de Jack Black y una complacencia en el humor friki que echará para atrás a mucha gente seria, pero al margen de los gags conscientemente casposos (como no puede ser de otra manera en una historia que narra cómo los dependientes de un videoclub VHS, al ver borradas por accidente todas sus cintas, se dedican a rodar remakes caseros con su videocámara para a continuación alquilarlos), hay las suficientes dosis de buen rollito y la suficiente pretenciosidad conceptual para que un servidor salga satisfecho.

Esa apelación al orgullo de los perdedores (se trata de salvar un viejo edificio de una barriada pobre con mayoría de población negra), la creatividad lo-fi de las recreaciones (atentos a las nuevas versiones de "2001" o "El Rey León") y la recuperación nostálgica del espíritu comunitario y cercano del viejo cine, en las antípodas de los canales de distribución despersonalizados de ahora, se complementa con una cierta mala baba a la hora de anatomizar la manera en que tanto el gusto del espectador como la técnica cinematográfica caen en picado ante los embates de la promoción y los estándares de lo cool, que vienen a ser un poco la misma cosa.

Un detalle como llamar a las casposas recreaciones de Jerry y Mike "películas suecadas" no supone sino un guiño al cine danés del "Dogma 95", pioneros en vender casposidad como arte auténtico y espontáneo, temible ola que ya va entrando en el cine comercial (véanse "Rec" o "Monstruoso") y que la película, con humor entre afable y malvado, ve aceptada por primera vez por una descerebrada pandilla adolescente. Por otro lado, Jerry convence a Mike de lo factible de alquilar al personaje de Mia Farrow el remake rústico de "Los cazafantasmas" argumentando que la pobre mujer no habría visto una película de ciencia ficción en su vida. Uno no puede evitar imaginarse a algún pez gordo de las majors esgrimiendo también el desconocimiento del público a la hora de vender alguna cutrez con sello oficial, porque, pese al acceso ilimitado a la historia del cine que ofrece la red, ese desconocimiento es del todo real.

Pero en fin, algo de verdad habrá en la cercanía y la autenticidad de lo casposo, nos dice Gondry, o si no veamos el documental, más apócrifo que cualquier relato de "Vidas imaginarias" de Marcel Schwob, que ruedan los ciudadanos de Passaic sobre la vida del músico de jazz Fats Waller. El cariño que subyace a esas filmaciones pobretonas, caseras y creativas, los rostros de los participantes al ver su obra proyectada sobre una manta colgada del escaparate del videoclub a punto de ser demolido por falta de pago, transmiten todo lo que se ha perdido en el celuloide de estos últimos años y algunos seguirán echando de menos.

Y por cierto, quiero ser el primero en recordar que Fats Waller tocaba en la banda sonora de "Cabeza borradora".

domingo, 2 de marzo de 2008

10 tebeos que siempre quise tener, pero me quedé con las ganas hasta hoy


1 – “Las aventuras extraordinarias de Adèle Blanc-Sec” de Tardi.

2 – “Daredevil: Love and war” de Miller y Sienkiewicz.

3 – “Love and rockets” de los hermanos Hernández.

4 – “Los compañeros del crepúsculo” de Bourgeon.

5 – “Arkham Asylum” de Morrison y McKean.

6 – “Mr. Punch” de Gaiman y McKean.

7 – “Las aventuras de Blake y Mortimer” de Edgar P. Jacobs.

8 – “American Flagg!” de Howard Chaykin.

9 – “El incal” de Jodorowsky y Moebius.

10 – “El inspector Dan” de Giner.