lunes, 24 de marzo de 2008

Arthur C. Clarke (1917-2008)


Da lo mismo la opinión que nos merezca gran parte de su obra en un plano estrictamente literario: la desaparición de Arthur C. Clarke no dejará indiferente a nadie que haya sentido algo alguna vez por la ciencia ficción, que haya compartido sus ideales pioneros de exploración del infinito, progreso técnico, maravilla ante la grandeza, majestad y misterio del universo.

Misterio: eso es lo que a mis ojos siempre distinguió a Clarke de otras figuras señeras del género, como Asimov o Heinlein. Es lo que atrajo la atención de Stanley Kubrick, quien lo reclutó para pergeñar el proyecto de “2001” tras leer el cuento “El centinela”, y dejó para la posteridad la que quizá siga siendo la película que mejor expresa las temáticas serias de la CF, dentro de la tradición británica del “scientific romance”, con sus vertiginosas perspectivas evolutivas y el tono tirando a oscuro que los puristas del optimismo tecnofílico intentan soslayar siempre que pueden.

Kubrick, con su estilo depurado, sus figuras de estilo y sus atrevimientos formales, pulió los defectos artísticos de Clarke, su aroma a pulp revistero y torpón, traicionando también el afán de claridad que siempre distinguió al autor británico para sustituírlo por un aire enigmático sesentero que no habría desentonado entre “Blow up” y “El año pasado en Marienbad”. De esa manera, en una sola película, teníamos lo mejor de los dos mundos: la épica especulativa, exultante en el potencial humano, de la CF “clásica” de por ejemplo Astounding, y el cuestionamiento contestatario y experimental de la “new wave”, al estilo New Worlds.

No sé si seré el único en ver en “2001”, la película, el logro definitivo de Clarke, junto con algún relato o novela sueltos, como por ejemplo “El fin de la infancia”, cuya carga filosófica, de todas maneras, también fue fagocitada por Kubrick. Me cuesta un poco abrirme paso por el volumen de sus cuentos completos, por demasiado envejecidos y convencionales, aunque a menudo brillen un económico y eficaz don narrativo y un sentido de la ironía muy británico. Pero Clarke, de todas maneras, es más mítico por sus ideas, por lo que representa, que por sus logros literarios. Digamos que Clarke puso la letra y Kubrick la música.

Despidamos a sir Arthur rememorando la apoteosis de la película, el encuentro de Bowman con la inteligencia superior, el nacimiento inminente del Niño Estelar, el siguiente paso en la evolución humana. Ese final que tanto hacía llorar a los soldados de la guerra del Vietnam recién vueltos de la jungla. Imaginemos que Clarke está también allí arriba, en algún lugar de la órbita de Júpiter.

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