sábado, 19 de julio de 2008

El loro que gritó "Muere, puta"


Para su siguiente proyecto, Kubrick sube la apuesta a todos los niveles, configurando no ya una modesta tarjeta de visita, sino una película independiente para deslumbrar, del tipo al que aludíamos ayer. Dos detalles nimios sirven para darnos cuenta casi desde el inicio. Por un lado, el mismo título. Mientras que “Killer’s kiss” es un título sensacionalista y comercial, no muy ajustado al argumento (el personaje de Silvera realmente no mata a nadie él mismo, se sobreentiende que es tres cuartas partes hampón, pero no se le puede definir como asesino... a menos que el “Killer” fuese en realidad Davey), en cambio “The Killing” denota astucia desde su doble, o triple, sentido: podría hablar, o bien del asesinato del caballo, o de la matanza final en el apartamento (lo siento mucho, pero me resultaría ridículo llamar “spoiler” al destripe del argumento de una peli que lleva en el mercado 52 años, es como si alguien se escandalizara al oir que la madre de Norman era en realidad Norman), o bien ser un juego con la expresión “make a killing”, que significa lograr una enorme ganancia de una manera súbita.

Otro detalle podríamos verlo comparando las dos partituras del compositor Gerald Fried: mientras en la película anterior se jugaba todo el tiempo con una lánguida melodía romántica, del tipo que Gloria podía bailar con sus parejas de pago, para establecer un vago clima entre ensoñador y sórdido, en “The killing” casi no se abandonan los ritmos marciales, metronómicos, asemejables al tic tac inexorable del reloj pero dotados de una dimensión épica, inexorable, como carrera hacia un destino fatal, como una intersección entre el “Marte” de Holst y los movimientos exteriores de la Sexta Sinfonía de Mahler.

Ese sentido del tiempo es una de las novedades de este tercer film de Kubrick: ya se habían visto otras historias de atracos perfectos, como ese gran arquetipo que es “La jungla de asfalto” de Huston (también con Sterling Hayden: no es casual), o la casi inmediatamente anterior “Rififi” de Jules Dassin, pero ninguna de ellas observaba una acción tan compleja desde tantos puntos de vista, ni se arriesgaba a romper de esa manera el continuo narrativo de la película, volviendo atrás con insistencia y repitiendo la acción principal todas las veces necesarias hasta completar el mosaico del suceso.

Este aspecto de rompecabezas no impidió, no obstante, que se insistiera en el realismo cutre de la obra anterior, pero corregido y aumentado. La relación entre el cajero que incorpora Elisha Cook (esa versión primigenia, pero perdedora, de Jack Nicholson) y su ambiciosa mujer supone una curiosa imagen especular del triángulo de “Killer’s kiss”, y tal vez una lectura más verdadera de la vida: la mujer acepta por dinero las atenciones de un hombre que le repugna pero en realidad es la amante de un joven macarra, contrafigura del boxeador. El policía tiene deudas de juego, el barman una mujer enferma, el protagonista quiere romper con su vida anterior y casarse con una novia sin autoestima alguna, y el contable, Marvin... digamos que podría estar enamorado de Johnny, como parecen atestiguar la proposición que le hace de irse juntos y su borrachera de preocupación en el hipódromo, donde ni siquiera debía estar.Pero en el fondo ninguno podrá escapar del implacable destino, que se ha de cumplir, como implican la voz en off omnisciente (que reaparecerá en “Barry Lyndon”) y la idea de que, al poder separar y revisar los componentes separados de la misma acción en el hipódromo, con lo que estamos tratando es con el universo como una máquina de piezas interrelacionadas, inmutable, de un curso que podemos analizar, desmontar y volver a ensamblar, pero cuyo resultado será idéntico.

Irónicamente, la consecución de este ritmo implacable, de esta construcción narrativa nerviosa, de muy conseguida tensión, implica también un menor formalismo en las imágenes que la película anterior, donde, quizá por lo débil de la anécdota, se buscaba el plano bonito a toda costa. Se reincide en los claroscuros, se comienza la afición por las largas tomas de seguimiento que abarcan casi el decorado entero de los pisos, pero en general el concepto narrativo cobre preeminencia frente al estético, lo que siempre ha motivado que los entusiastas del Hollywood clásico suelan preferir esta película a toda la cadena de obras “de autor” de Kubrick en los 60 y 70, donde la intención de subvertir las relaciones entre estética y narración quedaba bien clara.

Tanto es así, que se suele perdonar uno de los “momentos torpes” por excelencia de la filmografía kubrickiana, como es ese tiroteo en el piso que nunca vemos, emfrascados en un plano de reacción de Elisha Cook, pero que resulta en la muerte de todos los presentes menos él, enfatizada por un travelling sobre los cadáveres que siempre he considerado bastante "serie B". Aunque no tan B como la figura del ajedrecista de impenetrable acento (y reto a cualquiera que no se la sepa de memoria a seguir sin subtítulos su fábula sobre el pintor siberiano) que se desdobla en un fiero practicante de lucha libre, en la mejor tradición de Tor Johnson, que pone en jaque a siete u ocho agentes de la ley. Esa incongruencia entre lo solemne del personaje, su intelectualidad filosófica, y lo desmadrado de su papel en la historia, podría servir como metáfora del fascinante desajuste entre las pretensiones exquisitas de Kubrick y su frecuente manera de ponerlas en práctica de un modo expeditivo, comercial, manipulador, y para algunos risible.

Aunque, para detalle humorístico, no olvidemos el que da título a mi entrada: os juro que, entre los sonidos ininteligibles que emite el loro en la jaula cuando Cook entra moribundo en la casa, no sólo se oye claramente “Watch out” (cuidado), cuando él tropieza, sino, al recibir Sherry el disparo, algo así como “Get it, hooker” (Toma, puta, o, más libremente, muere, puta). Me enternece que un realizador mitificado en años posteriores como una especie de rey del rigor tuviera a bien incluir un detalle tan chorra en una película que se quiere perfecta. Y es que, salvo quizá en las dos últimas, el fantasma de la locura rondó siempre los fotogramas de Kubrick, adueñándose a menudo de ellos. Conviene tener esto en cuenta antes de que las reivindicaciones museísticas y tópicas de su figura terminen por hacérnoslo olvidar.

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