lunes, 28 de julio de 2008

Pasos sobre la nieve


La historia de esta película es todo un balón de oxígeno para los incomprendidos. Detestada en su estreno por la crítica, vista como una mera excusa para un recital de muecas de Jack Nicholson, considerada indigna de su ilustre director, repudiada por el mismo Stephen King, autor de la novela en que se basa, víctima en algún que otro país de uno de los peores doblajes que se recuerdan, el tiempo, sin embargo, parece haber sido amable con ella, al margen de la canonización de ciertos cineastas vueltos infalibles con efecto retroactivo.

La mala recepción inicial sería fácil de explicar: al fin y al cabo, “El resplandor” se parece poco a la película de terror al uso. No hay lúgubres decorados ni espacios claustrofóbicos: el hotel Overlook, al contrario, es amplio, luminoso y confortable, a años luz del gótico americano del motel Bates. Tampoco encontramos la plétora de sangre y asesinatos de otros títulos de la época: apenas hay una muerte violenta en pantalla, sin una excesiva recreación en los pormenores anatómicos del acto.

Lo que sí hay es una abundancia de resonancias psicológicas, una correspondencia entre el espacio exterior y el espacio interior de la mente, una metáfora del encierro, del infierno del bloqueo creativo, de las tensiones familares y matrimoniales, de la necesidad de pertenecer, de hallar una epifanía capaz de dejar atrás la gris realidad cotidiana.

Es curioso que se reprochara tanto la elección de Nicholson para el papel de Jack Torrance: se afirmaba que no era lógico emprender un descenso hacia la locura en compañía de alguien que ya parecía loco desde el principio. Ya sabemos que la novela de King es un melodrama donde un pobre hombre alcohólico, un everyman que ha tomado varias decisiones equivocadas, logra a título final redimirse y dignificarse. Kubrick trata siempre de evitar el melodrama (salvo tal vez en “Lolita”) y deja claro que Jack está en el infierno desde el principio: la clave de la historia es que, si bien tal vez el hotel despertara los demonios de su cuidador, él ya los tenía dentro. Quizá sea el único lugar donde realmente existan, y no estemos hablando en absoluto de una historia de fantasmas.

Como imagen de la mente humana, el Overlook no tiene precio: pertrechado de todo cuanto la vida humana necesita, ordenado y laberíntico, podemos recorrerlo cuanto queramos con nuestro triciclo: la identificación de los pensamientos y los recuerdos con trayectos neuronales, con vectores espaciales dentro del cerebro, convierte los mareantes paseos de Danny (temprana y ya definitiva utilización del steadycam) en metáforas de la memoria y la obsesión que no por casualidad suelen terminar en la habitación 237. Ya lo dice Hallorann, el cocinero negro: los acontecimientos dejan huellas, ecos, que no son reales pero están allí.

Sólo el “resplandor”, el don que Hallorann y Danny comparten, permite ser consciente de estos restos del pasado, pero no dejan de ser retazos inconexos de una narrativa, que no te harán daño a no ser que busques imbricarlos en un argumento, darles un sentido. Una de las grandes implicaciones de la película, nunca subrayada pero a mi juicio evidente, es que Danny heredó el “resplandor” de su padre, Jack, que eligió una carrera literaria al confundir sus visiones, sus evocaciones y presentimientos, con un incipiente talento fabulador.

Las ganas de aislarse para dar nacimiento a su gran novela se saldan con una enorme decepción: Jack sólo es capaz de reiterar lugares comunes (la enorme resma de papel que sólo contiene repeticiones de “All work and no play makes Jack a dull boy” siendo una terrorífica parodia de una literatura repetitiva e inane, reivindicando el lado lúdico de la vida y a la vez siendo fruto de una labor robótica e inhumana) y culpa a su situación familiar de su falta de inspiración. Visto que es incapaz de crear una historia, la gran tentación será entrar a formar parte de una, de la narrativa eterna del hotel Overlook, una inmortalidad tan trascendental como la ofertada por los alienígenas de “2001”.

El hotel es una cámara de ecos: Danny ve en él su deseo de compañerismo, pero también su horror del maltrato paterno que ya ha sufrido; Jack se enfrenta con su deseo de una vida sexual más glamourosa, de otras amantes más bellas y estilizadas que su esposa, pero también con su horror del envejecimiento, de la decadencia del cuerpo. Su entrada en la “Gold Room” le sumirá en un paraíso “belle époque” de “flappers” y filósofos (que diría Scott Fitzgerald), en un ensueño nostálgico, lujoso y fraternal, alejado de la sordidez cotidiana, de la resignación a una vida familiar sin horizontes. Pero para acceder a esta dimensión maravillosa se hará necesario romper con el pasado, asesinarlo.

Pero resulta realmente difícil saber hasta qué punto todo esto sucede en un plano distinto al mental. La idea del Overlook como una trampa para espíritus susceptibles se reitera una y otra vez bajo distintas formas: el fragmento musical del tercer movimiento de la “Música para percusión, piano y celesta” de Bartók, repetido tres veces seguidas y sincronizado de manera inquietante con muchos sucesos de la pantalla; la estructura del propio hotel, elementos decorativos como esos diseños geométricos de la moqueta que parecen hechos para atrapar y retener la mirada en un universo chillón y artificial; el laberinto donde se desarrolla el clímax final, ese vertiginoso y angustioso eco de los movimientos de la steadycam por los pasillos. Todo ello rodeado por la nieve, elemento frío y sin vida, del color de la nada, de la página en blanco, de los ataúdes infantiles. Imagen del aislamiento pero también de la inevitabilidad de dejar huellas, de la dificultad de escapar de quien haya decidido seguirte.

La música cumple una función en gran medida psicológica: tanto la pieza de Bartók como sobre todo “Lontano” de Ligeti evocan una idea de grandes espacios en proceso de apertura; en el caso de Bartók, la sugerencia de invocación, de llamada, es clara, desde ese repiquetear del xilófono al ritmo creciente de las sucesiones de Fibonacci, desde esos glissandi de los timbales con el pedal. Siento que Kubrick cae un tanto en el tópico de ver en la composición contemporánea simple “música de miedo”, y no cabe duda de que en ese sentido Penderecki es efectivo (David Lynch también usó sus obras con intención similar en “Inland empire”). A fin de cuentas, aquellas piezas iniciales del polaco basaban su estética en una visceralidad y emocionalidad no muy bien vistas en el olimpo matemático de Darmstadt, y su encuentro de sesudez y espectacularidad, sin la sutileza tímbrica de un Lutoslawski, las hacía ideales para una película de terror intelectual, donde hay lugar para la metafísica y para derribar una puerta a hachazos (escena que, por cierto, recuerda un poco a cierta secuencia de “El pájaro de las plumas de cristal” de Argento).

Nicholson, en este contexto, en una historia organizada en torno a su mente, a su percepción de su exterior y su interior, no podía estar bressoniano como el Ryan O’Neal de “Barry Lyndon”. Su gestualidad es tan grotesca como inquietante: basta recordar en esta segunda categoría su interminable primer plano donde está completamente abstraído, mirando a ninguna parte o hacia dentro de sí mismo, o la carcajada que dirige a cámara, en dirección a alguien que no podemos ver y que termina siendo el camarero Lloyd. La manera en que Jack acepta todas estas manifestaciones imposibles es clave para entender el sentido del terror según Kubrick: cuando lo imposible se vuelve posible, es el momento de temblar, porque entonces nadie está a salvo de nada. Es significativo que, tras el diálogo de Grady con Jack, encerrado en la despensa por su mujer, oigamos el pestillo de la puerta pero no veamos a Jack salir con intenciones homicidas. Puede que Jack lo esté imaginando todo, pero lo incontrovertible es que ha salido de su encierro: es finalmente libre. El terror reside en que nunca estaremos seguros de cómo lo hizo.

Aunque el final también será atípico para el género de terror, pues en cierta manera es feliz para todos los protagonistas: no sólo Danny logra engañar a su padre en la antológica secuencia de la persecución en el laberinto, y escapar con su madre en el vehículo que Hallorann les trajo convenientemente antes de su violento fin, sino que Jack, tras una triste y lenta agonía en la nieve que en cierto modo recuerda la “muerte” de HAL, trasciende su espantosa congelación para entrar a formar parte de la alegre comunidad fantasmagórica del hotel, hasta el punto de que siempre estuvo allí, desde antes incluso de haber nacido, como evidencia la foto expuesta en una sala del hotel, ese testimonio físico de lo imposible que provoca escalofrío no por lo macabro o desagradable, sino por desmontar todas nuestras certezas sobre el funcionamiento del universo.

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