sábado, 30 de agosto de 2008

Ya lo dijo Federico


Podemos leerlo en su libro de entrevistas con Giovanni Grazzini:

Con todo, yo también creo que el cine perdió autoridad, prestigio, misterio, magia. Aquella pantalla gigantesca que concierne a la platea que frente a ella se recoge con devoción, compuesta de hombres muy pequeños que encantados miran inmensas caras, labios, ojos, que viven y respiran en otra dimensión inasequible, fantástica y al mismo tiempo real como la del sueño, esa inmensa y mágica pantalla ya no nos fascina. Aprendimos a dominarla. Somos más grandes que ella. La redujimos a su mínima expresión: a algo pequeño, pequeño como un almohadón, ubicado entre la biblioteca y un florero. A veces está inclusive en la cocina, cerca del refrigerador. Se ha convertido en un artículo de menaje y nosotros, sentados en un sofá, provistos del telecomando, ejercemos un poder total sobre esas pequeñas imágenes haciendo añicos cuanto nos es ajeno o nos hastía.

En una sala cinematográfica, aunque el filme no nos agradara, el sometimiento atemorizador y seductor de una gran pantalla nos obligaba a permanecer sentados hasta el fin, aunque sólo fuera por la entrada que habíamos pagado, pero ahora, en una especie de venganza y rencor, tan pronto lo que vemos tiende a exigirnos una atención que no queremos prestar, ¡tac!, con un golpe del pulgar le quitamos la palabra a quien sea, borramos las imágenes que no nos interesan, los amos somos nosotros. ¡Qué aburrimiento ese Bergman! ¿Quién dijo que Buñuel es un gran director? Fuera de esta casa, quiero ver el partido de fútbol o las variedades. Así nació un espectador tirano, déspota absoluto, que hace lo que se le ocurre y está convencido cada vez más de ser él el director o al menos el operador de montaje de las imágenes que está viendo. ¿Cómo podría el cine tratar de seducir de nuevo a semejante espectador?

La cita se puede discutir (se nota mucho el resentimiento personal hacia el mero invento de la televisión, que sin embargo sería la salvación a largo plazo del cine), y más aún en los párrafos siguientes, donde se vierten unos reproches contra el último cine hollywoodense de gran espectáculo que podrían volverse, con ciertos matices, contra muchas de las creaciones de quien los pronuncia, pero básicamente ahí está el germen de la crisis del espectador que vivimos ahora, menos tratada que la tan cacareada “crisis del cine” por miedo a sonar elitistas y políticamente incorrectos.

Ya no se tiene respeto a las películas, es un hecho. El pacto de aceptación de una ficción ajena, de las visiones de otros, se ha roto. Ya no existe el beneficio de la duda, ahora siempre se es más listo que los cineastas. Esa candidez, esa admiración reverencial, se han perdido. Los mismos que se quejan de lo tópico y estúpido del cine reciente suelen ser los primeros que entierran en la incomprensión muchos intentos de innovar y trasladar una visión personal a las pantallas comerciales. Porque ya nadie cree que sea necesario aprender, acostumbrarse, adquirir un bagaje cultural a base de ensayo y error, antes de saber disfrutar de una obra audiovisual.

Si para jugar a un videojuego es necesario aprender primero las reglas, ¿por qué no para ver cine? Pero ya se sabe que si ver es fácil (que no mirar) también será fácil crear las imágenes que vemos: sólo hay que mirar por un objetivo y dar a un botón. Los creadores por tanto son unos caraduras, cualquier tipo de la calle podría hacer lo que hacen ellos, y defenderlos supone aliarse con la explotación del pobre público, a quien sin embargo no se le ocurriría una idea original en toda su vida. Es como lo que me decía mi amiga Verónica: si un hombre te consigue demasiado fácilmente, luego no te aprecia. Si a Federico, tan obsesionado en vida por la amenaza de la tele y el mando a distancia, le han llegado noticias de las redes p2p y las descargas gratuitas a golpe de ratón, debe andar retorciéndose en su tumba.

martes, 26 de agosto de 2008

En las distancias cortas: "Ginny envuelta en el sol" de R.A. Lafferty


Supongo que el olvido de R.A. Lafferty es inevitable. Electricista retirado de Tulsa, Oklahoma que no comenzó a escribir y publicar hasta bien pasados los 40 años, Lafferty es casi el arquetipo del excéntrico literario, prolífico, fantasioso hasta lo delirante, imposible de encasillar en categorías tradicionales, que sin embargo logró colarse en el panorama de las letras gracias al turbulento fenómeno de la “New Wave”, que hacía posible publicar como ciencia ficción y fantasía todo relato inusual que se acercara a sus temáticas. Qué tiempos aquellos.

Lafferty era un humorista, un contador de cuentos tradicionales donde la exageración es figura de estilo fundamental (me acordé bastante del viejo Raphael Aloysius viendo “Big Fish” de Tim Burton), pero también era un oscuro moralista, un acerado practicante de la sátira como sólo lo puede ser un conservador; un payaso de pueblo con una dicción, unas frases y cadencias, que no estarían fuera de lugar en una película del Oeste, pero también un alucinógeno cantor del amor, retratado en metáforas escalofriantemente bellas , a la par que un delirante aprendiz de científico, creador de teorías imaginarias de gozosa imposibilidad. Pero Lafferty, si se tiene la paciencia de seguir con él, es el típico escritor que, cuanto más se le lee, más inexacta es la imagen total que se hace uno de él.

Pero resultará difícil su rehabilitación. Demasiado surreal y barroco para la audiencia tradicional de sus géneros, que nunca sabrá a ciencia cierta si muchos de sus caprichos son referencias a otras partes de su obra o meros chistes privados, y demasiado cercano a la CF de toda la vida para captar la atención de lectores de fuera, Lafferty, como casi todas las lumbreras de la New Wave, cayó en ese índice inquisitorial que es la “Guía de Lectura” de Miquel Barceló, donde se le reprochaba su catolicismo como si se tratase de una especie de militancia nazi, y se atribuía al “papanatismo” de la época que se le hubiese dejado publicar sus relatos como obras del género. En tiempos recientes, el único apóstol importante de Lafferty ha sido Neil Gaiman, pero con la diplomática cautela de quien recomienda algo que muy probablemente no va a gustar: Lafferty escribía como los ángeles, y, como todas las cosas angélicas, puede que no sea para todos los gustos”.

Yo siempre recordé con agrado la recopilación de sus relatos que publicó en su época la colección Nebulae de Edhasa, en dos volúmenes del que leí sólo el primero, “Novecientas abuelas”. Aunque en general los cuentos tendían a reforzar esa imagen de Lafferty como escritor graciosete que sólo se ajusta parcialmente a la verdad, la historia que realmente me dejó impresión, por su naturaleza más oscura, fue “Ginny envuelta en el sol”, que trataba el tema de la posible involución de la humanidad de manera harto curiosa.

Mientras un par de biólogos debaten sobre descubrimientos paleontológicos y teorías evolutivas a buen seguro imaginarias, sus hijos de cuatro años juegan a su alrededor, con una energía, una velocidad, una capacidad de disfrutar el momento descritas con el lirismo de un cowboy en ácido. Uno de los niños, la pequeña Ginny, habla con una lucidez inquietante sobre el tema de no envejecer y sobre cómo aparenta haber olvidado todas las circunstancias cotidianas de su vida, y viene para pedir una gran cantidad de comida que necesitará para pasar una larga temporada en una cueva, no sabemos para qué.

Poco después llegará un grupo de chiflados religiosos (“afeitados y con pelo corto al viejo estilo aún afectado por los fánáticos”) preguntando por la mujer que “concebirá la semilla extraña”, y a quien pretenden matar. Una vez librados de los importunos intrusos, los científicos llegarán a la conclusión de que, en los restos del hombre de Xauen, imaginario homínido precursor del Homo sapiens, la mayoría abrumadora de fósiles de niños no eran sino adultos de la siguiente fase evolutiva, madura sexualmente a los cuatro años, y que daría lugar a otra mutación subsiguiente, conocida como los Monos Aulladores de Rhodesia hasta que los lugareños los exterminaron presas de un fervor fanático.

Los niños de los doctores, ignorantes de todo, se dedican a jugar. Ginny dice que “rompes el fuerte con un gran ariete y rompes el ariete al mismo tiempo y lo tiras y buscas herramientas mejores para continuar”. Krios, hijo del otro doctor, afirma que Ginny es mala y ella lo hizo malo. No sabe las palabras para la manera en que fueron malos, pero él irá al infierno por ello”. Poco antes del final, Ginny afirmará que “no creo que hable más después de hoy. Creo que simplemente me olvidaré de cómo hacerlo. Gritaré, aullaré y seguiré. Así es más divertido, de todos modos”. Tras la muy dramática conclusión, se acordará no castigar a la niña, por estar “más allá del bien y del mal”, y Ginny se perderá en las montañas, ocupada en dar paso a los sucesores de la humanidad.

Es fácil ver aquí al Lafferty moralista católico, escandalizado por la precocidad sexual de los chicos de ahora. Ciertamente, resulta difícil, sobre todo para los padres de familia, admitir que su progenie se inicia en el sexo a una edad cada vez más temprana. Hoy por hoy, bastantes chicos y chicas de trece años, recién estrenados en la pubertad, ya se sienten obligados, por la presión social de sus iguales, a convertirse en adultos mediante el rito de iniciación del sexo. La desaparición de los complejos de culpa inoculados por la educación religiosa, el hedonismo constante pregonado en los medios, contribuiría a ir acortando la infancia, a devaluar el falso mito de la inocencia de los niños.

Lafferty, fiel a su costumbre de narrador de “tall tales”, da a sus niños precoces la edad exageradamente temprana de cuatro años, y, en su visión, entregarse tan pronto a los instintos significa revertir a la animalidad. Pero la interpretación no es tan sencilla: la poesía y el humor con que se retrata la infancia no parecen muy en sintonía con una visión condenatoria, como tampoco parece empatizarse con el grupo de fanáticos religiosos dispuestos al asesinato. Más bien estamos en una resignación irónica ante la precariedad de la especie humana, aún demasiado joven para que pueda anticiparse su curso, y que aún es susceptible de evoluciones inesperadas.

En ese sentido, esos jóvenes bellos, incomprensibles, de una precocidad escandalosa, no serían sino ese “Homo superior” para el cual, según la canción de David Bowie, tenemos que ir haciendo sitio. Algunos de ellos tal vez no acepten lo que son, pero la vida en la montaña, como monos aulladores, parece hermosa y liberadora, descrita en imágenes sonoras de la naturaleza salvaje. Lafferty no condena, como no se podría condenar a un río por fluir o al viento por soplar, pero su poesía encierra desazón, como lo prueba el hecho de que he recordado este cuento, sin volverlo a leer hasta hace poco, durante unos 25 años.

jueves, 21 de agosto de 2008

Una sombra en el pasado


Con la masiva, casi indiscriminada, reivindicación actual de todo cuanto de excesivo, desmelenado y cantoso tuvo el cine de los 70, sorprende un poco el relativo olvido de Ken Russell. Simplemente por el hecho de ser considerado algo así como el mal gusto en persona por la crítica de la época, ya se le debería estudiar, siquiera arqueológicamente, o por el más sano criterio de llevar la contraria. Su cine, energético, precursor de los delirios del videoclip, abundante en secuencias de las que no dejan indiferente, desde congregaciones de monjas poseídas de un frenesí masturbatorio hasta Anthony Perkins asesinando prostitutas con un consolador metálico, conecta extrañamente con el repudio a las buenas maneras que hizo tan buena fortuna en el ámbito de la música pop, y podría situarse en las antípodas de producciones al estilo Merchant Ivory, mostrando un bajo vientre psicológico de la vieja Inglaterra, una histeria subyacente, que muchos prefieren soslayar.

Pero lo que distingue a Russell de otros practicantes de un cine granguiñolesco, de un simbolismo a menudo zafio, sin miedo alguno a un ridículo en el que cae sin arrepentimiento, es su obvio bagaje cultural, sus referentes en las artes plásticas o la música clásica. Cuando uno se da cuenta, por ejemplo, de que las alucinaciones de William Hurt en la psicotrópica “Un viaje alucinante al fondo de la mente” incluyen un calco del cuadro “La esfinge” de Franz von Stuck, uno se pregunta: ¿cuántas personas conocen ese cuadro? Ese tipo de sensaciones se repite hasta en los títulos más sórdidos de su director, lo cual llama la atención dado que los mundos de la “alta” y “baja” cultura parecen ensanchar su muro de separación casi día a día.

Sobre todo me hace gracia, dadas mis dudosas filias musicales, que Russell iniciase su carrera como director de biografías de compositores clásicos para la BBC. El tema debía motivarle lo suyo, pues, incluso tras su salto a la pantalla grande, insistiría en dar su visión personal, apasionada y más que un poco irreverente, de las vidas de Tchaikovsky, Liszt y Mahler, argumentos que dudo mucho que convencieran a los financiadores de hoy para soltar la pasta, pues la música clásica, como es bien sabido, está considerada por la gente enrollada de bien como una variante de la necrofilia cultural, algo así como usar los relieves egipcios o las pinturas rupestres como materiales para la excitación erótica.

Pero uno sospecha que las intenciones de Russell eran buenas, y que sus considerables licencias, su sensacionalismo, sus anacronismos casi psicodélicos, pretendían despojar de su aureola museística a los clásicos de la música, librarlos del estigma del aburrimiento que no siempre está asociado, por ejemplo, a los clásicos de la literatura. Aunque quizá tampoco habría que descartar una relación amor-odio, unas ganas de atacar la reverencia exenta de toda crítica que suele rodear la figura del artista sacralizado.

En este sentido es curioso que “El mesías salvaje”, biografía del escultor Henri Gaudier-Brzewska y una de mis películas preferidas de siempre, carezca relativamente de ataques a la dignidad póstuma del artista, aun estando repleta de ese sentido de lo grotesco tan caro a su director. En cambio, “Mahler”, que pude visionar recientemente, es la obra paradójica de un obvio admirador del músico que sin embargo parece sentir ganas irrefrenables de bajarlo del pedestal, de señalar sus lacras, sus aspectos discutibles o incluso risibles.

Gustav Mahler, tal como lo incorpora el actor Robert Powell, parece la caricatura del creador hipersensible y neurótico. Sus crisis de celos con su esposa Alma (Georgina Hale), cuyo currículum amoroso fue de los más apasionantes de su época, se acercan a un tono de farsa teatral, mientras que sus inspiraciones en la naturaleza, la sublimación de sus vivencias y emociones en su música, el retrato musical de sus sentimientos hacia su esposa, parecen sacadas del manual de tópicos cursis sobre la vida de un artista romántico.

Y sin embargo, ese manual de tópicos forma el corazón de las ideas sobre el compositor que son moneda corriente en los libretos de discos, los programas de concierto y las conversaciones de los aficionados. Todo el folklore está aquí: las supersticiones sobre componer nueve sinfonías para no sufrir la “maldición de Beethoven”, la supuesta premonición de desgracias futuras componiendo la Sexta Sinfonía, etc. Difícilmente se podrá reprochar a alguien seguir la línea “oficial” de la biografía mahleriana, con un uso a menudo ingenioso de los fragmentos musicales y varios momentos genuinamente líricos y sentidos.

El problema surge cuando a Ken le da la vena creativa y se sumerge en secuencias de fantasía que dramatizan de una manera muy poco ortodoxa episodios de su guión. Por ejemplo, durante una evocación de su propia muerte, que ya le ha sido diagnosticada, Mahler, desde su ataúd con una ventana que le permite mirar al exterior, presencia la danza de su esposa, casi desnuda, con un grupo de sus amantes trajeados. Que esto suceda al son del “Purgatorio” de la Séptima Sinfonía no deja de tener su gracia, ni que de esta manera se refleje el cierto canallismo erótico de la Viena de principios de siglo, que ningún biógrafo fílmico “responsable” hubiera incluido en su película ni harto de vino, y eso que muchos personajes de aquella cultura “Jugendstil”, dan para mucha sordidez, y sólo mencionaré a Klimt.

Pero donde más lejos llega Russell es en uno de los episodios biográficos más controvertidos del autor de “La canción de la Tierra”, a saber su conversión al catolicismo para poder acceder a la dirección de la Opera de Viena, puesto vedado a un judío. La secuencia, planteada al estilo del cine mudo, como si fuera “Los nibelungos” de Fritz Lang, muestra a Cosima Liszt, viuda de Wagner, enfundada en un uniforme que pretende evocar el nazismo, animando a Mahler a empuñar la espada de Sigfrido para matar a una tremenda bestia que aguarda en una cueva al mejor estilo del dragón Fafner. Una vez la bestia es decapitada entre quemas de símbolos varios y evocaciones de la Crucifixión, descubrimos que la cabeza es la de un cerdo, cuyos morros Gustav devorará con fruición en una representación conscientemente repugnante de lo que es no comer “kosher”, para a continuación, pasando al cine sonoro, entonar junto a Cosima una versión de “La cabalgata de las valkirias”, cuya letra, cutre y risible a propósito, hace alusión a las delicias de no ser ya judío.

Tendrá todo el mal gusto que queráis, pero me llena de estupor el atrevimiento de formular un juicio tan severo sobre una figura cultural canonizada, sobre quien los tratadistas no dicen una palabra más alta que otra. La implicación de Mahler como un oportunista pesetero que se humilla ante los poderes fácticos y renuncia a su tradición cultural resulta doblemente incómoda por esa premonición jocosa del nazismo, con su ansia de eliminar toda una raza y una cultura bajo una fachada épica, y que el compositor, con su grotesca abjuración religiosa, parece haber refrendado y apoyado de antemano. Sin que se nos olviden las asociaciones ideológicas dudosas de muchos compositores postrománticos, como el contemporáneo y rival de Mahler, Richard Strauss, que en su vejez se llevó a partir un piñón con Hitler y su entorno. Cuestiones espinosas sobre las que los expertos serios corren un “estúpido velo” y que tiene que venir a plantear un cineasta chiflado.

También vemos a Mahler burlarse de las ínfulas como compositora de su esposa, que llega a enterrar, en una escena extrañamente lírica, el manuscrito de su composición al pie de un árbol. Russell desperdicia el potencial dramático de la tormentosa relación entre ambos, dejando su colaboración y apoyo mutuo en una escena que tiene tanto de ridícula como de entrañable: habiéndose quejado él de la multitud de ruidos campestres que no le dejan trabajar, ella corre por los campos dispuesta a despojar a los rebaños de sus cencerros, a los niños de sus sonajeros, a los pueblerinos de sus bandas de viento interpretando sus ländler en los bailes populares. Y sin embargo, como nos muestra la banda sonora, todos esos sonidos aparecen en fragmentos de sus sinfonías.

Esta mezcla de cursilería y vulgaridad, de sentimiento genuino con fantasía, de alta cultura con mal gusto, de datos biográficos con completas invenciones (¿Hugo Wolf en un manicomio por no lograr la dirección de la Opera? Lo miraré en Wikipedia, pero así a bote pronto lo dudo) podría reflejar, en cierto modo, el carácter de la propia obra de Mahler, que a pesar de haber conquistado los repertorios aguanta aún muchos debates y controversias. Una de las secuencias, que describe un cortejo fúnebre, y que utiliza como fondo musical la celebérrima “Marcha fúnebre” de la “Titán”, hace aterrizar a una bailarina de music-hall sobre el ataúd en uno de los momentos en que hace su aparición una frívola melodía popular. Y es verdad que la aparición de esa melodía es chillona e incongruente en el contexto de la pieza, con lo que Russell simplemente provee su equivalente visual.

Y es que no resulta difícil conjeturar qué puede atraer en Mahler a un artista con ínfulas eclécticas, provocadoras y un tanto genialoides: Mahler, que no es un gran melodista, que parte de un material temático a menudo barato, reciclajes de modos folklóricos o tópicos del sentimentalismo romántico, resulta no obstante genial en su uso de la orquesta, sea mediante un bombardeo sensorial o creando ambientes sonoros de una claridad fantasmagórica. Su creación es tremendamente personal, sin temor a resultar chillona o interminable, y su recepción crítica solió ser implacable, relegando las sinfonías a mediocres caprichos de un famoso director de orquesta (más o menos lo que se dice hoy de las composiciones de Lorin Maazel) que vivirían años de purgatorio hasta que Luchino Visconti las incluyera en la banda sonora de “Muerte en Venecia”. El cine de Russell es asimismo una olla podrida que aglutina elementos de muy desigual valor, sin apenas autocensura, desde lo más logrado e impresionante a lo más irrisorio, ganándose a pulso una de las peores reputaciones críticas de la historia del cine. (Y a menudo tanto las buenas como las malas reputaciones con exageradas: ahora, después de media vida viendo pestiños serie B, se tiene uno que creer que Uwe Boll es el peor cineasta de la historia. ¡Venga ya!)

La admiración mostrada por Russell en su película podrá ser burda y llena de todos los lugares comunes de la tradición; habrá incluso quienes piensen que con admiradores así, quién necesita enemigos. Pero lo que también salta a la vista es que se trata de una admiración sincera, hecha desde el conocimiento y la afición a la música, desde la perspectiva de quien quiere generar debate y sacudir las telarañas a aquello a lo que, érase una vez, se denominó “cultura”. Quizá sería arriesgado culpar a estas proclividades del declive subsiguiente del cineasta: él ya se encargaría de cavar su propia fosa a base de disparates y proyectos absurdos, y no parece que, a imagen del ciclo sinfónico de Mahler, las filmotecas futuras vayan a reservar lugares de honor para “Lisztomania”, “Gothic”, “La guarida del gusano blanco” o “La última danza de Salomé”. Pero si nos quitamos de encima ese pomposo “síndrome de las grandes obras” que hiere de muerte todo acercamiento sincero a las artes, quizá nos llevásemos más de una sorpresa entre una carcajada incrédula y otra. Algún día se darán cuenta y dirán “Ciclo Ken Russell”. Por el momento, el abuelete se tuvo que conformar con un fugaz paso por el “Celebrity Big Brother” británico.

martes, 12 de agosto de 2008

"Ink" de Hal Duncan


Lo peor de las vanguardias (y de los tradicionalismos) es cómo se radicalizan, cómo los criterios taxonómicos se convierten en criterios de valor sin que uno se dé ni cuenta. Ha pasado en la música “seria”: si un compositor, digamos Malcolm Arnold, o incluso Paul Hindemith, queda fuera de los círculos sagrados de los innovadores de Darmstadt, se lo puede excomulgar sin problemas, sin siquiera darle una escucha. Hasta ahí llegamos, pero se puede ir un poco más allá: mientras un compositor se salte a la torera las reglas de la música “normal” y consiga irritar a las audiencias conservadoras, será bueno, punto y final. No habrá cuestionamientos que valgan, porque en cierta manera, ponerlos en duda sería dar la razón a los rancios. Da lo mismo que en la vanguardia musical haya gente mejor y peor: si lo que hacen “suena feo”, serán de los nuestros y habrá que apoyarlos.

Lo mismo pasa con todo este nuevo cine de autor oriental junto al que Antonioni casi parece Hitchcock. Es significativo que no se encontrarán críticas positivas del trabajo de Hou Hsiao-Hsien, Jia Zhang-Ke o Apichatpong Weerasethakul que no provengan del campo de los entusiastas, mientras que las críticas negativas se limitan a descalificaciones donde todo vale y que sirven de bastante poco para comprender qué funciona o no de todo este cine (ejemplo palmario sería Carlos Boyero, cuyo único argumento multiuso es el “Me aburro” de Homer Simpson y por lo cual encima le pagan).

Toda esta introducción viene a cuento de una de mis lecturas veraniegas, que ha terminado siendo más bien paradójica. Queriendo acometer la lectura de “Ink”, de Hal Duncan, continuación del complejo y controvertido “Vellum”, decidí releer este último para no perderme, para tener fresca la madeja conceptual del primer volumen. La cosa se iniciaba prometedora, porque, mirando hacia atrás, con más calma y más tiempo, “Vellum” cobraba una coherencia y una lógica interna que en su momento no le supe ver. Se veía bastante clara la relación de unos episodios con otros, la forma en que los personajes de los distintos universos se ensamblaban entre sí, la manera en que los sucesos reflejaban distintos motivos mitológicos, los diferentes planos de la narración (con la ayuda de esos diferentes tipos de letra de los que la edición española ha prescindido). La duda era si el nivel de ambición, la considerable promesa, se mantendrían en el segundo volumen.

Y ahí es donde me vienen las dudas. Si yo fuese un sectario, un propagandista dispuesto a vender a su hermana pequeña con tal de favorecer la causa de la fantasía literaria e innovadora, me sentiría obligado a ver en “Ink” la culminación de la mayor obra fantástica de la primera década del siglo XXI, un logro sin parangón, etc. Pero al César lo que es del César: Duncan es un escritor de gran talento, con pasajes que quitan el aliento, con una tremenda capacidad para dar vueltas de tuerca al concepto de los universos múltiples, con unas habilidades para la documentación que no desmerecen de las de los grandes autores históricos, incluso con un elegante sentido del erotismo que sabrán apreciar aquellos que no rechacen de plano toda mención de la homosexualidad.

Sin embargo, no he podido encontrar aquí la fascinante exposición del libro anterior, su riqueza caleidoscópica, sustituida por una mayor concentración en los personajes y las situaciones que algunos verán como un paso adelante pero supusieron para este lector un cierto retroceso. Una vez expuestas las bases en el libro anterior, el conflicto entre dos facciones de ángeles, la búsqueda del libro que contiene las bases del multiverso, la entrada en acción de las nanomáquinas que adquieren inteligencia artificial, Duncan dedica el segundo volumen al conflicto en sí, volviendo a simultanear sucesos de realidades distintas, presentando múltiples versiones de los mismos personajes, esas siete figuras arquetípicas que vienen a representar otras tantas facetas del alma humana, echando por la borda todo intento de secuencialidad y coherencia en el sentido clásico, que no podrían existir en un cúmulo de universos paralelos sin relación cronológica pero que, extrañamente, pueden influirse entre sí.

Lo que pierde a Duncan es su condición de grafómano incurable, su capacidad para escribir y escribir sobre un mismo tema, recreándose en su virtuosismo, sin reparar en que ya ha comunicado de sobra lo que se propuso decir. La primera mitad del libro, “Hinter Knights” es claro ejemplo. El montaje en paralelo entre las andanzas de Jack Flash, el agente del caos influenciado por el Jerry Cornelius de Moorcock, y la representación de una obra teatral que replantea “Las bacantes” de Eurípides en clave de Commedia dell’Arte y sangrienta tragedia isabelina al estilo “Tito Andrónico” se prolonga hasta el paroxismo, aunque se simultanee con los intentos de los dos personajes del libro anterior que ya cruzaron sus caminos en la I Guerra Mundial y la Guerra Civil Española por reescribir el Libro y de esa manera evitar la terrible historia del siglo XX que figura en sus páginas.

Mi impresión, al menos en esta primera lectura, es que Duncan es mejor a la hora de crear expectación que resolviéndola. Ya conocimos esa vena Moorcock, esa energía “punk”, en el primer libro (aunque, como pasa con todo este tipo de intelectuales rebeldes, no se dan cuenta de que la exquisitez formal está reñida intrínsecamente con el vómito), ya constatamos lo bien que Duncan sabía parafrasear textos mitológicos, su excelente uso de la ambientación histórica para sugerir realidades alternativas. El problema tal vez resida en que, una vez se ha renunciado a una progresión narrativa tradicional, sería necesario fascinar a cada momento, seducir a base de novedad, de pulso descriptivo, estilístico, y yo al menos vi agotada mi capacidad de asombro, me sentía siempre en medio de la misma batalla, observando siempre la misma situación desde puntos de vista ya conocidos.

No sé si Duncan concibió su obra de un tirón o si planeó la continuación en función de las respuestas a la primera parte del díptico. Habrá quien piense que “Ink” es una obra más comprensible y mejor enfocada, corrigiendo la dispersión de “Vellum”; otros creerán que, en la segunda parte, a Duncan se le va la olla definitivamente. No olvidemos que se trata de la primera novela de un autor ambicioso, llena de excesos como debe ser, y considerémosla en toda la medida de sus virtudes y defectos. Como proeza estilística, sostenida durante un enorme número de páginas, la novela sería ya defendible, aunque subyazca la sospecha de que su autor nos ha vuelto a vender otra vez la vieja lucha entre el orden y el caos y de que su recomplicación virtuosa huele más que un poquito a ropa vieja. El vértigo en el despliegue de una historia del siglo XX con infinitas potencialidades, con una flexibilidad casi inquietante y un constante sentido trágico, está bastante logrado, pero el exceso de prodigalidad aturde, puede dejar indiferente ante tanto ruido y furia.

Lo curioso es que al final Duncan se contradice y da un final relativamente tradicional a la historia, con un majestuoso epílogo basado en las “Ëglogas” de Virgilio. ¿Por qué acabar lo que en teoría no tenía fin? Existe una tensión no resuelta entre las pretensiones innovadoras y la necesidad de hacer encajar la obra en los moldes literarios de siempre. No recuerdo que William Burroughs cerrase “El almuerzo desnudo” con un final, feliz o del otro. Si “Vellum” e “Ink” son, más que una historia, un concepto chulo, una buena excusa para desencadenar sin cortapisas un talento literario, uno sospecha que, bajo tanta superficie en ebullición, se esconde un narrador sereno e imaginativo que puede dar muchas sorpresas. Puede que a un espíritu joven y romántico le dé rabia reconocer que hay vida después de la vanguardia, o que la vanguardia es un ingrediente más del arte, no el menú completo. A un servidor “Ink” ha estado cerca de indigestarle, pero no descarto que en una futura revisión, como pasó con “Vellum”, las piezas encajen mejor y el efecto sea más estimulante. Pero todavía tendrá que pasar un tiempo. Mientras tanto, me sigo quedando con la primera mitad.

viernes, 8 de agosto de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 3: "Lizard" (1970)


Si queremos ponernos bordes y afirmar que las melodías de la música rock están hechas la mayoría apenas con dos notas e incluso con una sola, no tenemos más que analizar la canción inicial de “Lizard”, “Cirkus”, para darnos cuenta de que lo mismo puede suceder en el rock progresivo, aunque se suponga que está un nivel de complejidad por encima. Hay veces en que la sencillez es lo mejor, de la misma manera en que a veces lo idóneo para la situación es ser rebuscado. En este caso, la verdad es que me llega esa reimaginación sonora del texto de Sinfield, con el piano eléctrico de Keith Tippett creando la noche estrellada en la que el cantante se describe perdido, y su insistencia en esas dos notas marcando su camino, que, encima, por gracia de los efectos de estudio, va perdiendo su reverberación y acercándose hasta llegar a la entrada potente del grupo, con la guitarra, bajo y batería.

Como obertura del elepé, “Cirkus” es menos agresiva que “20th century schizoid man” o “Pictures of a city”, aunque mantiene su carácter de retrato simbólico de la sociedad moderna, vista como un espectáculo de glamour erótico y televisivo, mantenido en equilibrio precario por los forzudos y la labia de los políticos, pero cuyas fieras se afilan los dientes esperando saltar sobre el público. Musicalmente hay una clara intención de aumentar el componente jazzístico, gracias a las habilidades del saxofonista Mel Collins, aunque, como veremos, es difícil sonar a jazz cuando no se tienen bajista o batería a la altura. Fripp hace aquí uno de sus mejores trabajos con la acústica, con una variedad de arpegios y recursos melódicos que hacen lamentar su abandono del instrumento hacia terrenos más eléctricos o sintetizados.

Mientras tanto, son sintomáticos los efectos aplicados a la voz de Gordon Haskell: Haskell era un amigo de colegio de Robert Fripp a quien éste reclutó para suplir la ausencia de Greg Lake, que ya se había juntado con Emerson y Palmer. Aunque su ronquera y su vulnerabilidad pueden dar a esa voz cierto carácter emotivo (prueba de ello es que llegó a sorprendernos con un disco de éxito, “Harry’s Bar”, ya en los 90), la verdad es que Haskell no era un buen cantante, y las lecciones de bajo que le dio Fripp fueron justitas. En otra canción, “Happy family”, su intervención cantada se distorsiona electrónicamente, y podría decirse que la canción más memorable del disco es la del vocalista invitado. Pero con todo, creo que Fripp hizo bien en respetar la historia y no sustituir las pistas de Haskell, como llegó a amenazar con hacer, por otras nuevas con el calvorota Tony Levin como cantante. Frank Zappa, que tenía menor reverencia hacia el pasado, habría tirado por la calle del medio y quizá hasta habría metido un bajo y batería nuevos si le hubiese dado la gana.

“Indoor games” y “Happy family” siguen un poco la línea seudo-bluesera y funky de “Cat food”, aunque siempre se note que es un blues y funky de ojos azules, que levanta el vuelo sólo según sus propias reglas. “Indoor” ironiza sobre los entretenimientos de la alta sociedad, con un surrealismo un poco de baratillo y la imprescindible referencia sexual de Sinfield: esos chulísimos giros de peonza que excitan a la séptima esposa del protagonista, que a su vez da golpecitos a sus sesenta pielecitas... ejem, ejem, ¿masturbación por separado en lugar de sexo conyugal conjunto? El concepto de unos Juegos de Interior parece evocar las reglas de protocolo que rigen los ambientes más adinerados y selectos, y el cierto sentido de competitividad que los rige, aunque el verso final, con su imaginería de los niños excluidos de la conspiración y fritos en una sartén gigante sobre un fuego que terminarán alimentando hace pensar en que los hijos de los ricos, de donde la chusma quiere hacernos creer que surgió toda esa abominación llamada rock sinfónico, también tenía angustias y frustraciones que expresar. O al menos Sinfield, porque Fripp, si alguien le sacaba tales reproches demagógicos, afirmaba ser nieto de un minero.

“Happy family”, blues mutante con piano eléctrico a lo free jazz de Tippett, que pudo ser el teclista estrella de Crimson de no mediar la disolución del segundo grupo, trata sobre la ruptura de los Beatles, en una concesión a la contemporaneidad que parece un poco fuera de lugar en el universo intemporal del grupo y además se nota menos trabajada que el resto de los temas, con una estructura lineal y simplona que proporciona la coartada ideal para hacer un tema “superficialmente raro”, pero con la rareza sólo en la superficie. Yo prefiero “Lady of the dancing water”, baladón hippy sobre la añoranza de una amante perdida, con un erotismo “fuera de campo” (esos dedos que se extraviaron tocando la cara de ella, ¿adónde fueron?), un acompañamiento de guitarra y un fraseo melódico al estilo de la anterior “Peace”, y una flauta sinuosa de Mel Collins que evoca la posterior incorporación de este músico a Camel y nos recuerda su aportación al mundillo progresivo, su dignificación de los instrumentos de viento madera en una época donde los discos se llenaron de epígonos cutres de Ian Anderson, convencidos de que dos escalas pentatónicas y hacer ruiditos raros en la boquilla ya te convertían en un instrumentista. Otra excepción pudo ser Thijs van Leer, pero estamos con King Crimson, no con Focus.

Pero en fin, el momento estrella llegaba en la cara B del vinilo, con esa macro-suite que era “Lizard”. La portada del disco, con su remedo de un manuscrito medieval iluminado, y aportando esa evocación de mundos legendarios y remotos que algunos creen imprescindible en el rock sinfónico (aunque no lo sea), da la pista del conflicto medieval con una raza reptiliana que sirve de base a los 24 minutos finales del disco. “Prince Rupert awakes” entra de lleno en ese simbolismo críptico tan habitual en Sinfield, que puede aludir a la guerra fría o al tripi que se merendó aquella mañana, pero... ¡qué melodía! ¡qué estribillo! ¡y además es Jon Anderson! La inconfundible vocecilla del líder de Yes, con esa tenue dulzura tan odiada por algunos, resulta el vehículo ideal para las visiones surreales de teocracia, de propaganda, de extrañeza (las lágrimas de cristal que desgarran los párpados del príncipe, los osos que invaden su jardín, los huesos del enemigo necesitados como abono para que resurja la grandeza), para esa épica del estribillo en modo mayor tras las estrofas en modo menor, culminado con ese “empala a un Lagarto por la garganta” cuya violencia añade la nota inquietante de una canción de melodía tan dulce. Siempre me ha intrigado encontrar en la discografía posterior de Sinfield, junto a inesperadas colaboraciones con Bucks Fizz o Céline Dion, una especie de versión techno-house ibicenca de “Prince Rupert awakes”. Supongo que había que devolver el favor de algún modo por “Formentera lady”, pero además se trata de uno de los grandes momentos de Crimson, aunque se hable poco de él.

Como grande me ha parecido siempre el paso sin solución de continuidad a “Bolero: The peacock’s tale”. Otra referencia a los clásicos un poco de andar por casa (es “bolero” porque se reproduce el ritmo de tambor de la pieza orquestal de Ravel, que no merecía ser la única de él conocida por el vulgo) pero un buen tanto para Fripp y compañía al hacer del oboe, no sé si por primera vez pero casi, el instrumento estrella de una grabación de rock (Michael Kamen lo usó también, pero después, en el “David live” de Bowie), para a continuación contraponerlo al corno inglés, en una reelaboración sin letra del tema de “Prince Rupert” que termina derivando en un delicioso, si bien no del todo conseguido, conato de jazz al estilo Nueva Orleans. Tippett y sus socios del viento metal hacen lo que pueden, pero hubiera hecho falta un poco más de implicación por parte de Haskell, cuyo dinamismo rítmico no es muy grande, y la batería de Andy McCulloch, como también pasaba con la de su predecesor Michael Giles, parece tener todas sus notas escritas sobre el papel. Es un poco el talón de Aquiles que arrastra mucho rock sinfónico en sus mestizajes con la tradición culta: sus experimentos clásicos pueden pecar de superficiales, y sus veleidades jazzeras carecer de la técnica o el sentimiento necesarios. Pero aun así este “Bolero” me parece un gran tema, muy efectivo en la reaparición lírica del tema principal tras anticipar la melodía de la batalla, y bastante más conseguido en líneas generales que los segmentos análogos del disco siguiente, “Islands”, comentados y elogiados con mucha mayor frecuencia.

“The battle of glass tears” es el clímax de la suite, donde encontraremos lo más parecido al rock que hay en todo el disco, emparentado en su correspondencia entre estruendo y guerra con “The devil’s triangle” del disco anterior, aunque más paladeable como escucha para quienes estimen poco la vanguardia, y más claramente estructurado, desde esa “Dawn song” que entona Haskell casi con miedo antes de la lucha, pasando por la confrontación con todo ese sonido clásico de saxo bronco, tresillos saltarines de la batería y chillidos guitarreros del señor Fripp, y ese final titulado “Prince Rupert’s lament” donde escuchamos, creo que por primera vez en la discografía, esos sonidos agudos y prolongados, conseguidos con la ayuda del E-Bow, que en el futuro darían tanto de su sabor a “Heroes” de Bowie.

Si la batalla termina en un lamento, es porque se ha perdido, pero no olvidemos que estamos ante un disco conceptual (o al menos se supone que todos los del rock sinfónico lo son). Si empezamos con un paseo por el circo, recordemos al final que guerra y muertes son también atracciones bajo la carpa. “Big top”, vals circense, sufre durante su breve duración varias alteraciones en la velocidad de la cinta y por tanto en la tonalidad, subrayando el carácter grotesco y cambiante del espectáculo y dando el toque de locura con el que Fripp siempre quería inquietar un poco a su público. Pero se avecinaba un nuevo cambio de tercio, pasando del expresionismo a un cruce entre el hippismo de la época y el bucolismo británico de un Elgar o parte de la obra de Vaughan Williams. Si es que ambas cosas no eran la misma en el fondo, claro. Adiós a Keith Tippett, cuya labor en el “Bolero” fue sensacional, y sobre cuyo parentesco o no con Sir Michael aún nos hacemos preguntas, y listos para embarcarnos hacia las Baleares y las estrellas, con un disco capaz de englobar una pieza para orquesta de cámara, de sonido totalmente clásico, y una canción rock bien guarra sobre el fenómeno “groupie”. Pero eso será en el próximo capítulo, que, a juzgar por lo que tardó el presente, no nos atrevemos a anunciar para dentro de poco.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Los archivos de la penumbra


Creo que fueron los Alphaville los cines que pusieron de moda, al menos en Madrid, lo de facilitar al público una hoja con la ficha técnica, sinopsis y otros datos de la película que se iba a ver. Decían las malas lenguas que aquello se debía a que aquellas salas estaban especializadas en cine de arte y ensayo, deliberadamente oscuro y raro, y que por tanto el público, que iba allí para no enterarse de nada y luego tirarse el pisto, necesitaba un poco de ayuda para la conversación subsiguiente en la cafetería.

Fuera o no esto cierto, a la salida del cine quedaba un recuerdo de lo que se había visto, a menudo con información útil como la ficha completa o incluso las piezas musicales que sonaban en la peli, y si uno las conservaba podía ir atesorando un pequeño testimonio de su vida como espectador, o al menos como espectador de salas de versión original. Ahora que el verano deja más tiempo para tareas entretenidas e inútiles, me ha dado por archivar otra vez mi colección de hojas de sala, que abarca ya 22 años, y me he dado cuenta de varias cosas.

Primero, que la hoja de sala es un arte en extinción. Las mejores, a mi juicio, siguen siendo las primigenias del Alphaville, que no tenían fotos pero sí la mencionada ficha técnica (que hoy en día está reducida a su mínima expresión) y una cantidad tremenda de texto que, si bien a menudo se reducía a la abracadabrante crítica de un plumífero de “Cahiers du cinéma”, otras veces incluía entrevistas bastante valiosas. Con la manía del diseño gráfico, ahora tenemos mucha fotito pero poca información, y la que hay es un vulgar refrito del “press book” de turno. Nadie se lo curra como antes.

Segundo, que antiguamente, o al menos antes de la irrupción de salas como los Ideal, había una distinción muy clara entre las películas que podían verse en versión original y las que no. Ahora, si te da la gana ver en inglés subtitulado “Transformers” de Michael Bay, puedes hacerlo, pero antes el ghetto estaba reservado a los Alan Rudolph, Eric Rohmer o Stephen Frears de turno. En aquellos años 80 y 90 aún no se había abierto la veda asiática que tanta locura está trayendo a nuestras pantallas “cultas”, y la verdad es que hubiese hecho falta. Mejor un delirio coreano que una de Peter Greenaway... aunque, para gustos, colores.

Tercero, que la llegada del DVD se cargó las reposiciones de clásicos en pantallas comerciales. Aún recuerdo el impacto que causaron los redescubrimientos, en salas que se especializaban en ello, de títulos como “La noche del cazador”, “Los contrabandistas de Moonfleet” o “La vida privada de Sherlock Holmes”. Si me pongo a pensarlo, yo descubrí la mayoría de los grandes títulos de Billy Wilder viéndolos en pantalla grande... y muchos de Hitchcock también. Y hablo de los años 80. Cosas impensables como “Un ladrón en la alcoba” de Lubitsch o el “Freud” de John Huston... que creo que no están ni editadas. En cambio, apenas se reponían clásicos del cine francés o italiano.

Cuarto, que la historia del cine se sigue escribiendo y que la decisión de ver una peli u otra durante su paso por salas, y no en su edición doméstica, supone presenciar los acontecimientos de esta historia cuando se están produciendo. Así, cuando fui a ver una película que se titulaba “Reservoir dogs”, nadie sabía quién era aquel Quentin Tarantino, tan sólo que le había apadrinado Monte Hellman, el director de culto que había hecho “Carretera asfaltada en dos direcciones”, con Warren Oates, y “Cockfighter”, con Harry Dean Stanton. Hoy en día, nadie se acuerda de quién fue Hellman y en cambio Tarantino es el Petronio Árbitro de los frikis. Pero otras obras como “Tuvalu” de Veit Helmer, delicia visual sin diálogos a medio camino entre Jeunet y Kusturica, cayeron en el saco roto de la indiferencia y ni siquiera las editoras videográficas las sacan del olvido.

Quinto, que entonces como ahora era bastante improbable que una película de género, en especial fantástico, pudiese verse en versión original, a no ser que se tratara de clásicos indiscutibles como “El increíble hombre menguante”. La idea de la versión original como un filtro del público, como un marchamo de exquisitez, ya estaba en marcha, aunque no siempre fue así: en su época, léase la transición, las salas “de arte y ensayo” funcionaban por el morbillo de una escena de violación en la búlgara “Cuerno de cabra” o por las transparencias sicalípticas del “Faraón” de Kawalerowicz.

Para acceder mínimamente a un tipo de imágenes “prohibidas”, había que pasar por el suplicio de oír un idioma extraño y leer letreritos. Cuando ya dejó de haber imágenes prohibidas, las salas de versión original se mantuvieron a base del esnobismo de una “inmensa minoría” y del público extranjero. Y no creo que se haya cambiado mucho, en el fondo. Al público en general le gusta ver el cine doblado, aunque se oigan siempre las mismas voces, las actuaciones sean clónicas y sin matices y se desvirtúen hasta el rídículo los diálogos con tal de hacerlos cuadrar en los movimientos de la boca. Reivindicar las versiones originales, entre la “gente normal”, es como decir que te gusta la música clásica: o sea, ser un friki de tres pares de narices.

Pero algunos, que somos conscientes de nuestro frikismo y elitismo, lo vemos como lo que es: un mecanismo de autodefensa, y aquí tengo esta enorme carpeta de recuerdos, desde “Jo, qué noche” hasta “Tropa de élite” para probarlo. Y esperando disfrutarlo otros 22 años como mínimo... aunque, si entonces queda alguna sala comercial de proyección, en la versión que sea, me extrañará bastante.

domingo, 3 de agosto de 2008

Ojos cerrados de par en par


El título, conscientemente paradójico y que no gustaba mucho al guionista Frederic Raphael, quizá sea una reelaboración menos obvia del original “Relato soñado” de Arthur Schnitzler. Cuando soñamos, miramos con los ojos de par en par, pero los tenemos cerrados. Los sueños, según la escuela freudiana, suelen ser tenidos por expresiones de los deseos inconscientes, algo que viene al pelo para un relato de un espíritu tan vienés y de comienzos del siglo XX que Kubrick optó por hacer de él una adaptación irreal, onírica, anacrónica a propósito, de una elegancia decadente que parece fuera de lugar en estos tiempos en que la serie “Grand Theft Auto” aspira a convertirse en la gran referencia audiovisual contemporánea.

Jack Torrance aceptó caer en la locura a cambio del acceso a la habitación dorada, a esa “Gold Room” donde pueden degustarse todas las delicias canallas de la “belle époque”. Al comienzo de "Eyes wide shut", el matrimonio Harford está ya en esa habitación, bañada de su característica luz dorada, al ritmo de un vals que no es de los Strauss, sino de Shostakovich, pasando de la majestuosidad del imperio austrohúngaro a cierto aroma irónico y cabaretero. Pero, en este jardín de las delicias, no todos quieren probar todos los frutos. Tanto William como Alice están a punto de romper su compromiso: ella con un seductor centroeuropeo, húngaro como el compositor Ligeti que apuñalará después el silencio de la peli con las dos notas únicas de su pieza pianística; él haciendo realidad la vieja y vulgar fantasía pornográfica del hombre solo con dos mujeres.

Pero la verdad de un mundo sin fronteras al deseo es muy otra, como aprende William al atender la llamada de su anfitrión Victor: la omnipotencia erótica es penetrar a una mujer que está sufriendo los efectos de una sobredosis. El ingenuo doctor, que no parece saber mucho del mundo, parece ver abrirse frente a él un mundo extraño: ni siquiera es capaz de admitir que su esposa pueda entregarse a ensoñaciones eróticas, imaginarse en brazos de desconocidos. No queramos buscar verosimilitud, no objetemos que ya no existen personajes así después de los años 60. El universo de “Eyes wide shut” es el de la mayoría de películas de Woody Allen: esa burguesía adinerada con ínfulas culturales que casi es tan exclusiva y cerrada como la aristocracia de las producciones Merchant Ivory. Kubrick no ha querido hacer una película de época, pero identificar la Viena de principios del siglo pasado con la Nueva York de sus últimos años no deja de mostrar cierta ironía: ambas son capitales de imperios decadentes, y ambas viven en cierto modo de espaldas al mundo exterior que acabará por devorarlas (es significativo que “Eyes wide shut” sea dos años anterior al 11-S). Ambas son escenarios de sueño.

El periplo nocturno de William, en cierta manera, es un viaje no sólo en busca del deseo, sino de una masculinidad sobre la que alberga dudas. La mirada al vacío de una Alice desnuda abrazada por su marido, en la famosa escena que sirvió de teaser a la película, insinúa que William no es capaz de satisfacerla sexualmente, idea que queda clara durante las confesiones porreras a medianoche, que incluso fotográficamente dan cuenta de un contraste entre los colores cálidos del hogar y una trastienda íntima, de un azul helado, acechando al fondo.

William no actúa: sólo presencia y reacciona, lo cual hace de él un ser enigmático. Hasta qué punto busca conscientemente revancha contra su esposa por herir su orgullo masculino, o descubre a su alrededor un mundo que siempre estuvo allí pero que no supo captar por falta de imaginación, o demostrarse a sí mismo, y a los demás, que es un hombre muy macho (la escena en que los jovencitos atacan a William y lo tildan de homosexual siendo un eco malicioso de los rumores que rodean al propio Tom Cruise), no nos quedará claro, toda vez que la interpretación del actor, más difícil de lo que se cree y poco agradecida para un histrión, no deja ver casi nada de lo que pasa por su cabeza.

El ramillete de ocasiones eróticas que se le presentan a William casi hace pensar en una versión arte y ensayo de las comedias eróticas italianas al estilo de Lando Buzzanca (alguna de ellas dirigida por Lucio Fulci), pero con una capa adicional de oscuridad: le es posible aprovecharse de la tristeza de una mujer que se le ofrece teniendo al lado a su padre de cuerpo presente; una guapa prostituta le acoge en su apartamento, poco antes de saber que es seropositiva; la casualidad le permite colarse en una orgía donde quizá se practiquen rituales asesinos; un recepcionista de hotel enfatiza su homosexualidad para hacerse disponible a un atractivo extraño; el dueño de la tienda de disfraces le ofrece a su lolitesca hija a cambio de dinero; un hermoso cadáver yace en el depósito, con sus lívidos labios pidiendo un beso antes de la tumba. Llama la atención que, en estos tiempos en que el sexo es casi un deporte de asepsia olímpica, se llame la atención sobre su lado oscuro, y se haga de una manera tan sutil y poco sensacionalista, para decepción de quienes hicieron caso de los rumores difundidos por la red, entre los cuales siempre retendré las escenas travestidas de Cruise o el despido fulminante de Harvey Keitel por eyacular sobre la ropa de Kidman durante el ensayo de una secuencia erótica.

El carácter nocturno de la peripecia, la fotografía saturada, con grano, los decorados que parecen reales pero claramente no lo son, el aparente salto a otra época con la secuencia de la orgía, cuyas máscaras aportan un clima expresionista propio de la pintura de James Ensor, el aroma de enigma criminal, de folletín pulp conspirativo, detalles en principio tan tontos como el tapete rojo en lugar de verde de la mesa de billar de Victor Ziegler, sugieren, como también lo hace el propio título de la peli, un carácter de historia imaginada, fantaseada; cuando Alice cuenta a su marido el sueño del que acaba de despertar entre risas y reconocemos la orgía a la que asistió William, no nos cabe más remedio que admitir que ella, de alguna manera, estuvo allí. Un marido celoso imagina la infidelidad de su mujer como una sexploitation cutre rodada en blanco y negro; el choque sobreviene al aprender que ella compartía el mismo sueño en Technicolor que él. La sexología de Schnitzler, a través del filtro de Kubrick, es claramente anterior a Kinsey y a Shere Hite, pero su encanto sobre la pantalla es intemporal, quizá porque, exceptuando a Max Ophüls, faltaron ocasiones para que los viejos maestros la expusieran con estilo y elegancia, en el momento adecuado de la historia. Ese fue el problema, por ejemplo, de “Marnie”: psicoanálisis sexual de los años 40 trasladado con dificultad a los más liberales 60.

A Kubrick se le tildó de anticuado, de pasado de moda, por narrar una conspiración criminal para encubrir una orgía de los pudientes, cuando ya nadie se escandaliza por ello e incluso lo da por hecho; al fin y al cabo todos hemos visto “Teléfono rojo”, sabemos que el poder político y el sexual son la misma cosa. Pero también hemos visto “Saló” y sabemos que el poder tiene infinitas modalidades para disfrutar de un cuerpo; nos da la impresión de que Capa Roja puede perfectamente matar a William, y que las explicaciones de Ziegler sobre la muerte de Mandy no convencen a nadie. O simplemente lo que hace Kubrick, sin que nadie se dé cuenta, es insinuar que el retroceso en las conquistas de la liberación sexual sesentera nos retrotrae poco a poco a un tiempo en el que el sexo vuelve a escandalizar, vuelve a ser peligroso (no conviene olvidar ese subtexto sobre el sida), en el que sólo a los poderosos les es dado practicarlo sin freno, en el que las parejas establecidas ya casi lo tienen olvidado. Quizá los medios de comunicación nos implanten la ilusión de que vivimos en la tabla central de “El jardín de las delicias”, del Bosco, pero donde vivimos en realidad es en la Viena freudiana y reprimida del “Relato soñado” de Schnitzler. No olvidemos que la inocua secuencia de la orgía fue, aun en los dos miles, pasto de censura, ni que la ingenua moraleja final, que atribuye todas las calenturientas elucubraciones de las dos horas y media anteriores a la insuficiente práctica del sexo, toma visos de verdad evangélica para la inmensa mayoría de la población. Nuestras fantasías van varios años luz por delante de nuestros cuerpos, y lo más normal es que nunca las alcancemos. Kubrick parece revelarlo de manera inconsciente: trece películas en una trayectoria mítica y deslumbrante para desembocar en un simple y contundente monosílabo: “fuck”.