viernes, 8 de agosto de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 3: "Lizard" (1970)


Si queremos ponernos bordes y afirmar que las melodías de la música rock están hechas la mayoría apenas con dos notas e incluso con una sola, no tenemos más que analizar la canción inicial de “Lizard”, “Cirkus”, para darnos cuenta de que lo mismo puede suceder en el rock progresivo, aunque se suponga que está un nivel de complejidad por encima. Hay veces en que la sencillez es lo mejor, de la misma manera en que a veces lo idóneo para la situación es ser rebuscado. En este caso, la verdad es que me llega esa reimaginación sonora del texto de Sinfield, con el piano eléctrico de Keith Tippett creando la noche estrellada en la que el cantante se describe perdido, y su insistencia en esas dos notas marcando su camino, que, encima, por gracia de los efectos de estudio, va perdiendo su reverberación y acercándose hasta llegar a la entrada potente del grupo, con la guitarra, bajo y batería.

Como obertura del elepé, “Cirkus” es menos agresiva que “20th century schizoid man” o “Pictures of a city”, aunque mantiene su carácter de retrato simbólico de la sociedad moderna, vista como un espectáculo de glamour erótico y televisivo, mantenido en equilibrio precario por los forzudos y la labia de los políticos, pero cuyas fieras se afilan los dientes esperando saltar sobre el público. Musicalmente hay una clara intención de aumentar el componente jazzístico, gracias a las habilidades del saxofonista Mel Collins, aunque, como veremos, es difícil sonar a jazz cuando no se tienen bajista o batería a la altura. Fripp hace aquí uno de sus mejores trabajos con la acústica, con una variedad de arpegios y recursos melódicos que hacen lamentar su abandono del instrumento hacia terrenos más eléctricos o sintetizados.

Mientras tanto, son sintomáticos los efectos aplicados a la voz de Gordon Haskell: Haskell era un amigo de colegio de Robert Fripp a quien éste reclutó para suplir la ausencia de Greg Lake, que ya se había juntado con Emerson y Palmer. Aunque su ronquera y su vulnerabilidad pueden dar a esa voz cierto carácter emotivo (prueba de ello es que llegó a sorprendernos con un disco de éxito, “Harry’s Bar”, ya en los 90), la verdad es que Haskell no era un buen cantante, y las lecciones de bajo que le dio Fripp fueron justitas. En otra canción, “Happy family”, su intervención cantada se distorsiona electrónicamente, y podría decirse que la canción más memorable del disco es la del vocalista invitado. Pero con todo, creo que Fripp hizo bien en respetar la historia y no sustituir las pistas de Haskell, como llegó a amenazar con hacer, por otras nuevas con el calvorota Tony Levin como cantante. Frank Zappa, que tenía menor reverencia hacia el pasado, habría tirado por la calle del medio y quizá hasta habría metido un bajo y batería nuevos si le hubiese dado la gana.

“Indoor games” y “Happy family” siguen un poco la línea seudo-bluesera y funky de “Cat food”, aunque siempre se note que es un blues y funky de ojos azules, que levanta el vuelo sólo según sus propias reglas. “Indoor” ironiza sobre los entretenimientos de la alta sociedad, con un surrealismo un poco de baratillo y la imprescindible referencia sexual de Sinfield: esos chulísimos giros de peonza que excitan a la séptima esposa del protagonista, que a su vez da golpecitos a sus sesenta pielecitas... ejem, ejem, ¿masturbación por separado en lugar de sexo conyugal conjunto? El concepto de unos Juegos de Interior parece evocar las reglas de protocolo que rigen los ambientes más adinerados y selectos, y el cierto sentido de competitividad que los rige, aunque el verso final, con su imaginería de los niños excluidos de la conspiración y fritos en una sartén gigante sobre un fuego que terminarán alimentando hace pensar en que los hijos de los ricos, de donde la chusma quiere hacernos creer que surgió toda esa abominación llamada rock sinfónico, también tenía angustias y frustraciones que expresar. O al menos Sinfield, porque Fripp, si alguien le sacaba tales reproches demagógicos, afirmaba ser nieto de un minero.

“Happy family”, blues mutante con piano eléctrico a lo free jazz de Tippett, que pudo ser el teclista estrella de Crimson de no mediar la disolución del segundo grupo, trata sobre la ruptura de los Beatles, en una concesión a la contemporaneidad que parece un poco fuera de lugar en el universo intemporal del grupo y además se nota menos trabajada que el resto de los temas, con una estructura lineal y simplona que proporciona la coartada ideal para hacer un tema “superficialmente raro”, pero con la rareza sólo en la superficie. Yo prefiero “Lady of the dancing water”, baladón hippy sobre la añoranza de una amante perdida, con un erotismo “fuera de campo” (esos dedos que se extraviaron tocando la cara de ella, ¿adónde fueron?), un acompañamiento de guitarra y un fraseo melódico al estilo de la anterior “Peace”, y una flauta sinuosa de Mel Collins que evoca la posterior incorporación de este músico a Camel y nos recuerda su aportación al mundillo progresivo, su dignificación de los instrumentos de viento madera en una época donde los discos se llenaron de epígonos cutres de Ian Anderson, convencidos de que dos escalas pentatónicas y hacer ruiditos raros en la boquilla ya te convertían en un instrumentista. Otra excepción pudo ser Thijs van Leer, pero estamos con King Crimson, no con Focus.

Pero en fin, el momento estrella llegaba en la cara B del vinilo, con esa macro-suite que era “Lizard”. La portada del disco, con su remedo de un manuscrito medieval iluminado, y aportando esa evocación de mundos legendarios y remotos que algunos creen imprescindible en el rock sinfónico (aunque no lo sea), da la pista del conflicto medieval con una raza reptiliana que sirve de base a los 24 minutos finales del disco. “Prince Rupert awakes” entra de lleno en ese simbolismo críptico tan habitual en Sinfield, que puede aludir a la guerra fría o al tripi que se merendó aquella mañana, pero... ¡qué melodía! ¡qué estribillo! ¡y además es Jon Anderson! La inconfundible vocecilla del líder de Yes, con esa tenue dulzura tan odiada por algunos, resulta el vehículo ideal para las visiones surreales de teocracia, de propaganda, de extrañeza (las lágrimas de cristal que desgarran los párpados del príncipe, los osos que invaden su jardín, los huesos del enemigo necesitados como abono para que resurja la grandeza), para esa épica del estribillo en modo mayor tras las estrofas en modo menor, culminado con ese “empala a un Lagarto por la garganta” cuya violencia añade la nota inquietante de una canción de melodía tan dulce. Siempre me ha intrigado encontrar en la discografía posterior de Sinfield, junto a inesperadas colaboraciones con Bucks Fizz o Céline Dion, una especie de versión techno-house ibicenca de “Prince Rupert awakes”. Supongo que había que devolver el favor de algún modo por “Formentera lady”, pero además se trata de uno de los grandes momentos de Crimson, aunque se hable poco de él.

Como grande me ha parecido siempre el paso sin solución de continuidad a “Bolero: The peacock’s tale”. Otra referencia a los clásicos un poco de andar por casa (es “bolero” porque se reproduce el ritmo de tambor de la pieza orquestal de Ravel, que no merecía ser la única de él conocida por el vulgo) pero un buen tanto para Fripp y compañía al hacer del oboe, no sé si por primera vez pero casi, el instrumento estrella de una grabación de rock (Michael Kamen lo usó también, pero después, en el “David live” de Bowie), para a continuación contraponerlo al corno inglés, en una reelaboración sin letra del tema de “Prince Rupert” que termina derivando en un delicioso, si bien no del todo conseguido, conato de jazz al estilo Nueva Orleans. Tippett y sus socios del viento metal hacen lo que pueden, pero hubiera hecho falta un poco más de implicación por parte de Haskell, cuyo dinamismo rítmico no es muy grande, y la batería de Andy McCulloch, como también pasaba con la de su predecesor Michael Giles, parece tener todas sus notas escritas sobre el papel. Es un poco el talón de Aquiles que arrastra mucho rock sinfónico en sus mestizajes con la tradición culta: sus experimentos clásicos pueden pecar de superficiales, y sus veleidades jazzeras carecer de la técnica o el sentimiento necesarios. Pero aun así este “Bolero” me parece un gran tema, muy efectivo en la reaparición lírica del tema principal tras anticipar la melodía de la batalla, y bastante más conseguido en líneas generales que los segmentos análogos del disco siguiente, “Islands”, comentados y elogiados con mucha mayor frecuencia.

“The battle of glass tears” es el clímax de la suite, donde encontraremos lo más parecido al rock que hay en todo el disco, emparentado en su correspondencia entre estruendo y guerra con “The devil’s triangle” del disco anterior, aunque más paladeable como escucha para quienes estimen poco la vanguardia, y más claramente estructurado, desde esa “Dawn song” que entona Haskell casi con miedo antes de la lucha, pasando por la confrontación con todo ese sonido clásico de saxo bronco, tresillos saltarines de la batería y chillidos guitarreros del señor Fripp, y ese final titulado “Prince Rupert’s lament” donde escuchamos, creo que por primera vez en la discografía, esos sonidos agudos y prolongados, conseguidos con la ayuda del E-Bow, que en el futuro darían tanto de su sabor a “Heroes” de Bowie.

Si la batalla termina en un lamento, es porque se ha perdido, pero no olvidemos que estamos ante un disco conceptual (o al menos se supone que todos los del rock sinfónico lo son). Si empezamos con un paseo por el circo, recordemos al final que guerra y muertes son también atracciones bajo la carpa. “Big top”, vals circense, sufre durante su breve duración varias alteraciones en la velocidad de la cinta y por tanto en la tonalidad, subrayando el carácter grotesco y cambiante del espectáculo y dando el toque de locura con el que Fripp siempre quería inquietar un poco a su público. Pero se avecinaba un nuevo cambio de tercio, pasando del expresionismo a un cruce entre el hippismo de la época y el bucolismo británico de un Elgar o parte de la obra de Vaughan Williams. Si es que ambas cosas no eran la misma en el fondo, claro. Adiós a Keith Tippett, cuya labor en el “Bolero” fue sensacional, y sobre cuyo parentesco o no con Sir Michael aún nos hacemos preguntas, y listos para embarcarnos hacia las Baleares y las estrellas, con un disco capaz de englobar una pieza para orquesta de cámara, de sonido totalmente clásico, y una canción rock bien guarra sobre el fenómeno “groupie”. Pero eso será en el próximo capítulo, que, a juzgar por lo que tardó el presente, no nos atrevemos a anunciar para dentro de poco.

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