viernes, 31 de octubre de 2008

"Best ghost and horror stories" de Bram Stoker


Un libro de relatos breves es un objeto difícil: aunque contiene la puerta de entrada a una multiplicidad de mundos, el esfuerzo que se invierte en penetrar al interior de cada uno de ellos convierte la marcha en trabajosa. En una novela extensa, resulta factible atravesar grandes distancias en un solo día: la exposición es gradual, la panorámica por el paisaje es tan lenta y detallada que se reconocen los lugares importantes a fuerza de encontrárselos una y otra vez, los personajes van imprimiendo sus características a fuerza del trato constante. En cambio, un relato breve es una píldora concentrada: todo detalle tiene sentido, el lector se ve catapultado “in medias res” en mitad de un universo esquivo, y se le pide el esfuerzo imaginativo de completar los elementos ausentes que en una gran novela tradicional se desarrollarían con lentitud prolija. Por si fuera poco, a las veinte o treinta páginas el relato termina y se hace necesario empezar de nuevo todo el proceso para la historia siguiente. En cierto modo, no es raro que los libros de relatos carezcan de popularidad, y que se los busque en vano en las listas de “best-sellers”. Una novela es la tranquilidad de un mundo estable; un libro de cuentos es la amenaza del caos a la vuelta de la esquina.

Si es difícil leer libros de cuentos, la dificultad se reproduce a la hora de reseñarlos. ¿Qué características contribuyen a la calidad de un libro de cuentos? ¿Su variedad y sentido del contraste? ¿Su homogeneidad o cohesión temática entre sí? ¿Su representatividad al dibujar un retrato artístico de su autor? En el caso de la antología de Bram Stoker que nos ocupa, tal vez la última opción sea la adecuada.

El caso de Bram Stoker es singular: siendo apenas un literato ocasional en los ratos libres que le dejaba la intendencia de la compañía teatral de Henry Irving, los dioses le eligieron para firmar uno de los libros más leídos y recordados de todos los tiempos, cuya huella en otras artes, como el cine, ha sido tanto o más profunda. No obstante, ninguna del resto de obras de Stoker ha alcanzado ni de lejos el impacto de las andanzas del conde Drácula. Tal vez la lectura de una selección de sus cuentos nos aporte alguna pista al respecto.

Stoker, recién leído el libro, nos aparece como un escritor desigual. Desde sus inicios en una vena semi-simbolista, aficionada al abuso de las mayúsculas para evitar entrar en plasmaciones mas completas de sus ideas (el Valle de las Sombras o la Música de las Esferas en “El Castillo del Rey”, su versión disfrazada del mito de Orfeo y Eurídice, o el algo irrisorio y nunca descrito Fantasma del Demonio que amenaza a la amada del protagonista en “La Cadena del Destino”), así como el melodramatismo sentimental que ocupa gran parte de estos relatos (en “La Cadena” son mucho más importantes los tormentos amorosos del narrador que la maldición que pesa sobre su prometida) o sus frecuentes tropiezos estilísticos, hubiese resultado difícil imaginar que “Bram Stoker” sería un día casi sinónimo de “historia de terror”.

Sin embargo, algo debió cambiar, a juzgar por la trilogía de cuentos que han sido reeditados en antologías casi con tanta frecuencia como la novela sobre el chupasangres rumano. "El entierro de las ratas”, aunque lejano de lo sobrenatural, fascina con su retrato de un laberíntico vertedero parisino donde antiguos veteranos de Napoleón viven como salvajes y donde las voraces ratas pelan un cadáver humano en pocos minutos; la caza al hombre de la que el narrador es objeto es trepidante y angustiosa, casi cinematográfica, si bien las frecuentes alusiones del protagonista a su necesidad de sobrevivir para no arruinar la vida de su novia revelan una vanidad y presunción poco comunes... “La mujer india”, si se perdona la descripción del personaje estadounidense como una especie de paleto pintoresco, retoma al felino vengativo de Poe, así como, pero esto lo añado yo desde mi óptica y no la de Stoker, plantea una revancha de la tenebrosa Europa medieval, con sus mazmorras y cámaras de tortura, contra la vulgaridad del turismo que trivializa sus santuarios. Todos querrían sentarse dentro de la Virgen de Nuremberg, pero nadie desea sentir su abrazo. “La casa del juez”, quizá sea una de las más grandes historias de fantasmas jamás escritas: su manera gradual de establecer la atmósfera, la sencillez de los elementos que configuran la escena (la cuerda, el cuadro, el sonido de las ratas dentro de la pared, el sillón, la lámpara, la Biblia arrojada contra los molestos roedores) y la efectividad, aun hoy, de los golpes de efecto, así como la irrealidad insuperable del clímax fantasmal, casi anunciarían a un nuevo maestro del cuento sobrenatural, de no ser por lo convencional de otros de sus textos más centrados en crímenes pasionales, celos y remordimiento.

No faltan otros cuentos curiosos: “Crooken Sands”, por ejemplo, evoluciona desde una viñeta chusca sobre un inglés empeñado en visitar Escocia llevando puesto a todas horas un traje típico de “highlander”, ante la rechifla general, hacia un estimable y ambiguo relato sobre la figura del doble, encontrado de noche al borde de unas arenas movedizas, sólo estropeado por una inoportuna y estúpida racionalización final. Lamento decir que este temor a dejar al lector en la incertidumbre es más bien típico de Stoker, y que su mejor terror es más realista que fantástico.

Otra excepción, quizá la más extraña de todas, es “Los dualistas”, casi más propia de un gamberro anárquico de las letras continentales, al estilo Alfred Jarry o Boris Vian, que de un fabulador victoriano. Las travesuras de dos niños de buena familia, obsesionados con hacer chocar uno contra el otro objetos parecidos o iguales para ver cuál de los dos sufrirá más daño bajo el impacto, y que encuentran su Grial en una pareja de gemelos de tres años, están contadas con demasiada retranca para tomar en serio su desenlace sorprendentemente “gore”, y la ironía que convierte en caballeros del Imperio a los dos pequeños maleantes, mientras que sus víctimas mortales son sin duda judíos, añade un nivel nuevo de interpretación a esta otra muestra de un Bram Stoker que nunca fue.

El resto de los relatos, salvando “El invitado de Drácula”, capítulo “perdido” de la inmortal novela, que leído conociéndola termina en una nota única de ironía inquietante, es menos distinguido, aunque no carente de vigor narrativo, juicio que otros suelen extender a las otras novelas de Stoker, raras veces reeditadas (si bien yo no veo la hora de hacerme con “La madriguera del Gusano Blanco”, al parecer un hervidero de argumentos patológicos sobre lo abominable de la mujer y sus “agujeros infernales”). Es posible que el olvido en que reposa casi toda la obra del autor irlandés posea su pizca de justificación, pero su fortuna fue saber catalizar todas sus mejores energías en un gran proyecto: los mejores momentos de este libro de relatos pueden encontrarse casi todos combinados y vueltos a imaginar en la legendaria novela sobre el vampiro. Stoker encontró lo que muchos aún buscamos: esa epifanía al margen de la existencia en la que todas las piezas, por una vez, encajan y cobran sentido.

jueves, 30 de octubre de 2008

El mito de la economía de medios


El truco siempre consiste en hacer de tus necesidades virtudes. Cuando no tienes un duro ni para luces, ni para buenos actores, ni para mover la cámara, ni para decorados o localizaciones espectaculares, siempre puedes calzarte el disfraz de abnegado monje devoto de una estética pura, limpia y sin artificios. Así pasó por ejemplo con la nouvelle vague, que hizo del amateurismo y de los bajos presupuestos una bandera de la que algunos de sus representantes renegaron a la primera oportunidad. O con el Dogma 95, que invirtió la ecuación y apostó directamente por la caspa como factor definitorio para vender cine danés al extranjero por primera vez desde Dreyer.

Yo entiendo que se admire el hecho de que un escritor, hábil en el manejo de todo tipo de estructuras lingüísticas y poseedor de un vastísimo vocabulario, se limite a lo básico, esencial y despojado a la hora de expresarse de la mejor manera posible. En cambio, sabiendo que en el cine, sobre todo si no se nada en la abundancia de un gran estudio, cualquier plano visualmente complejo va a costar no sólo dinero, sino también sangre, sudor y lágrimas, no comprendo que se ensalce como el mejor lenguaje aquel que resulta más barato, sencillo, cómodo y en definitiva menos meritorio de conseguir.

Es la evolución según Darwin: el órgano crea la función, lo cual es el oportunismo puro. Lo suyo es optar por la evolución según Lamarck, mucho más idealista: la función crea el órgano. Si se te mete en la cabeza hacer grúas en todos los planos, como Spielberg, búscate la vida, ofréceles papeles a los operarios que arreglan las farolas del Ayuntamiento. Si no tienes dinero para una steadycam, adapta un cochecito de bebé para empujar en él al cámara, como cuentan que hizo Mario Bava. Lo otro es como enorgullecerte de ir sucio y piojoso porque el jabón, amén de caro, no es sino un invento burgués y reaccionario que elimina esa gran barrera contra las infecciones que es la roña.

lunes, 20 de octubre de 2008

En las distancias cortas: "Péhor" de Remy de Gourmont


Remy de Gourmont casi podría haber sido un personaje literario de su época, el final del siglo XIX y los comienzos del XX, como Des Esseintes, Monsieur de Phocas o el Rey de la Máscara de Oro de Marcel Schwob. Aquejado de lupus erythrematosus discoide, su rostro se fue desfigurando hasta el punto de no abandonar prácticamente nunca su residencia y convirtiendo la escritura en su principal modo de comunicarse con el mundo exterior. Uno se pregunta si este aislamiento no exacerbaría su interés por el estudio de la sexualidad, practicada en solitario o en compañía, que forma el núcleo de muchas de sus ficciones, y en concreto de uno de sus relatos más recordados, “Péhor”.

La historia de Douceline, muchacha “nerviosa y pobre, imaginativa y famélica”, muy dada desde pequeña a acariciar todo cuanto se le ponía por delante, hasta que descubrió un curioso rincón entre sus piernas que le proporcionaría delicias secretas e inquietantes, podría leerse como una denuncia de la ignorancia del cuerpo en que se educaba antiguamente a las mujeres, combinada con la sensualidad masoquista y morbosa del imaginario católico.

Para Douceline, la sangre de su primera menstruación es la sangre del Sagrado Corazón de Jesucristo, una macabra prueba de su amor por el bello hombre que figuraba en aquella estampa que terminará enterrando en un profundo agujero del jardín. La consolación sólo vendrá leyendo “La Vida de los Santos”, libro lleno de historias ejemplares y nombres extraños que irá almacenando en su mente y que resonarán durante su sueño, en especial uno más inquietante y ruidoso que los demás: el del demonio Péhor.

Según afirma el narrador, “los demonios son perros obedientes”, de ahí que Péhor se manifieste cada noche, iluminando con una aureola rojiza la habitación nocturna, cada vez que las manos de Douceline se extravían bajo la sábana. Sólo tras la explosión del placer se manifestará Péhor en la forma visible de un joven y bello muchacho a quien ella acunará en su hombro antes de dormir.

Cuando un vendedor ambulante la viola mientras ella dormitaba en un establo, Douceline, acostumbrada ya a las caricias sobrenaturales de su demonio, se deja hacer y hasta se ríe de los ridículos gestos faciales del hombre que la penetra, y después de su mirada de cordero enamorado. Pero Péhor se vengará de esta infidelidad negando a la muchacha sus visitas nocturnas.

En un principio, Douceline ruega a la Virgen no quedar embarazada, como había sucedido a otras mujeres que ella había observado en la iglesia encendiendo cirios bajo la imagen. Este deseo será cumplido, pero una serie de extraños y fuertes dolores, la inflamación de sus ovarios y la “tumescencia casi pútrida de su sexo maduro hasta el punto de agrietarse como un higo” obligarán a la chica a guardar cama entre fugaces visiones de consolación religiosa, que pronto se desvanecerán dando lugar al regreso de Péhor, no como ángel de placer sino como demonio de dolor y muerte.

La cierta aura de misterio prohibido y malsano del que se rodea el tema de la masturbación femenina, considerada en aquellos tiempos como una enfermedad digna de tratamiento, no se encuentra muy lejos del recogimiento espiritual, de las imágenes de chocante corporeidad con que se ha retratado a veces el amor divino. Del éxtasis religioso al orgasmo hay sólo un pequeño matiz, como bien supieron plasmar los cinceles de Bernini, y como bien supieron muchos de los padres confesores que en tiempos medievales vistieron sus seducciones de novicias como adoctrinamientos místicos.

Al igual que uno está solo ante su dios, también en su infancia y juventud se está solo ante su sexo, que es un misterio igual de grande o mayor que las dimensiones sobrenaturales, si es que no se trata del mismo. Pero sólo en este tipo de comunión solitaria se mantendrá la pureza. El contacto con los demás podrá corromper, si no nuestra alma, sí nuestro cuerpo, que irremisiblemente terminará degradado, putrefacto, pasto de gusanos. Esta extraña fábula, más allá de la interpretación progresista que apuntábamos antes, también podría expresar un desencanto con la fragilidad del cuerpo, identificado con el demonio por el dualismo maniqueo de la Iglesia, y que, pese a prometer y procurar en la juventud una infinidad de delicias placenteras, siempre terminará por traicionarnos siendo pasto de afecciones y permitiendo la entrada del dolor. Gourmont, como víctima de su misteriosa enfermedad inmunodeficiente, debió de llegar a sentir esto de manera particularmente intensa.

La descripción de los estragos del mal venéreo será tan realista, detallada y desagradable como antes fue irreal, onírica y sublime la de las noches de placer solitario bajo la égida del quimérico demonio. La misoginia finisecular podría entender esto como el castigo a una mujer viciosa, pero le costaría relacionarlo con los inicios de la práctica masturbatoria, fruto de la más natural curiosidad, y con la inocencia infantil incapaz de distinguir entre el amor divino y el humano y capturada por la macabra iconografía eclesiástica. Es la ausencia de juicios, la ambivalencia moral, lo terrible e inevitable del desenlace, lo que convierte a “Péhor” en un cuento inquietante, capaz de inspirar volúmenes enteros de reflexiones pese a su extensión de apenas siete páginas densas, líricas y decadentes.

domingo, 19 de octubre de 2008

Pentagramas sicalípticos


Que a un grande de la música como Maurice Ravel, de cuyas inspiración y transpiración surgieron cumbres como “Gaspard de la nuit”, el “Concierto en sol”, el “Concierto para la mano izquierda”, “Daphnis y Chloe”, “Una barca sobre el océano”, el “Cuarteto”, el “Trío”, “Ma mère l’oye” o los “Valses nobles y sentimentales”, se le haya terminado conociendo sobre todo por un pequeño experimento en torno al timbre y la dinámica orquestales, únicos elementos cambiantes sobre el estatismo inmutable de los mismos ritmo, armonía y melodía, es algo así como si Scorsese pasase a la posteridad por “Kundun” o “La edad de la inocencia”, o como si a Led Zeppelin se les considerase un grupo reggae a raíz de “D’yer mak’er”.

Claro que no basta con tener abierta la herida, sino que es necesario rociarla con sal y vinagre: amén de cierta escena de cierta película de Blake Edwards con Bo Derek, me entero el viernes pasado, leyendo el consultorio sexológico del diario gratuito “20 minutos”, de que Ravel compuso su “Bolero” basándose en el ritmo de su masturbación. La pena es que Pilar Cristóbal no citara sus fuentes, pues la vida privada del bueno de Mauricio ha sido siempre un pequeño enigma, hasta este momento de epifanía en que nos ha sido dado conocer que el compositor consolaba su solitaria soltería machacándosela de manera obsesiva y metronómica, en compás ternario, alternando corcheas y tresillos de semicorcheas, y liberando su esencia reprimida en un estruendoso clímax sonoro.

No sólo eso, sino que de improviso las vías del estudio musicológico se abren sobre un horizonte inabarcable: la sexomusicología ya está aquí. Los paralelismos entre la fecundidad musical de Johann Sebastian Bach y su asiduidad en el lecho que ayudó a concebir veinte vástagos supervivientes. El libertinaje erótico de virtuosos del teclado como Mozart o Liszt y qué rasgos compositivos distinguen su producción de la de vírgenes de por vida como Anton Bruckner o Manuel de Falla. Los signos estilísticos de la homosexualidad en Tchaikovsky, Szymanowski o Samuel Barber. La huella húmeda y ardiente de una mujer fatal como Alma Schindler en las partituras de Gustav Mahler o Alexander von Zemlinsky. Las acrobacias eróticas subyacentes a los ritmos irregulares y entrelazados de la “La consagración de la primavera” de Stravinsky o las múltiples metáforas musicales del orgasmo en la “Sinfonía Turangalila” de Olivier Messiaen.

Todo sea por rescatar la música clásica de las garras de la tercera edad y conectarla con el único tema de interés universal para el género humano, que no conoce de modas ni de fechas de caducidad. Para mí, por ejemplo, la composición contemporánea tiene cierto glamour erótico desde aquella época ya lejana en que no tenía dinero para discos ni existía la mula, y por tanto me sentaba con auriculares en la biblioteca del Reina Sofía para pelearme con las peliagudas creaciones de Stockhausen o Xenakis, hasta que los andares cadenciosos de un tropel de guapetonas estudiantes de arte yendo de un estante a otro me distraían completamente de los sesudos experimentos de la escuela de Darmstadt. Qué tiempos aquellos en los que la vida se abría ante uno, llena de posibilidades, dispuesta a reemplazar el clásico lema “Sexo, drogas y rock’n’roll” por la versión personalizada “Sexo, género fantástico y música clásica”.

Por eso volver a vibrar con una pieza orquestal es dejar que sus vibraciones posean tu cuerpo y tu mente, te trasladen a la única dimensión donde cada nota tiene su propósito y lugar y se te permite desaparecer en un bosque de instrumentos, ritmos y tonalidades cambiantes, un paisaje intemporal lejano de todo lo que te irrita o frustra de esa existencia cotidiana que tan fielmente reflejan a menudo las canciones pop o rock. Habrá quienes preferirán quedarse con la imagen de un tipo francés canoso, con una nariz enorme, eyaculando sobre un folio de papel pautado, pero en fin, a cada uno sus metáforas.

jueves, 9 de octubre de 2008

De la página a la pantalla: "Nunca apuestes tu cabeza al diablo" y "Toby Dammit"


Si a vosotros o a mí nos pidieran escoger un cuento de Edgar Allan Poe para adaptarlo al cine, a buen seguro no sería “Nunca apuestes tu cabeza al diablo”. Ejemplo claro del concepto que tenía Poe del relato humorístico, lleno de burlas bastante obvias al mundillo literario de la época y cuyo desenlace no desmerece en espíritu macabro de las historias netamente terroríficas de su autor, siempre se ha solido considerarlo como uno de sus pasos en falso literarios, de no ser porque los lectores de las traducciones baudelairianas en Francia se los tomaron en serio (es bien conocida la aserción por los detractores de que Poe es un “invento” francés), y estas extrañas bromas, concebidas entre el resentimiento y la embriaguez, terminaron por inspirar a niños terribles como Apollinaire o Jarry y por extensión al surrealismo.

Pues ya veis, cuando Federico Fellini se puso a leer cuentos de Poe con el objeto de adaptar uno de ellos en su episodio de “Historias extraordinarias”, sus elecciones fueron “Nunca apuestes tu cabeza al diablo” y “Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood’s. Tal vez la consigna de los productores fuese evitar las historias que ya había adaptado Roger Corman en su hoy mítica serie de películas con Vincent Price, pero aun así los gustos fellinianos son sorprendentes, revelando como lo hacen un cierto desprecio hacia las ideas preestablecidas sobre el escritor estadounidense y lo que se suele considerar mejor en su producción, leyendo con ojos abiertos y prestando atención a lo que otros desdeñan. En suma, haciendo bien.

No creo que “Nunca apuestes tu cabeza al diablo” sea un cuento magnífico, pero tiene algo que lo hace especial, que deja intrigado. Tras un inicio burlesco que pone en solfa a la crítica literaria, a su manía de buscar interpretaciones extrañas donde a veces no las hay y al afán de exigir a un autor lecciones morales, el narrador decide hacer caso a esto último y se embarca en una fábula cuyo título es ya de por sí la moraleja. Así, se nos presenta a Toby Dammit, un joven canalla abonado a todo tipo de vicios, no por propensión personal sino por culpa materna: al ser zurda, los azotes propinados con la mano izquierda, en lugar de erradicar sus malos hábitos, los reforzaron y confirmaron. Así pues, ya de bebé su atracción hacia los naipes, que mordisqueaba, o hacia el otro sexo, o sea los bebés femeninos, que insistía en perseguir y besar, era algo notorio, e incluso al final de su primer año ya le había salido bigote.

Por tanto, la moraleja del cuento será el castigo a una persona libertina y depravada, vista en clave de caricatura, siendo su perdición definitiva su afán de jurar y apostar, en concreto de apostar su cabeza al diablo. Pasando por un puente cubierto, cuya parte superior está en sombras, Toby apostará su cabeza al diablo a que puede saltar de modo atlético y acrobático el torniquete que da acceso al otro lado, apuesta que se hará realidad cuando un anciano caballero vestido de negro, cojo y con el cabello peinado con una raya por delante como el de una niña pequeña, carraspea en la oscuridad y acepta el reto de Toby. Da la mala suerte de que en la parte superior, oculta por las sombras, hay una barra plana de hierro, como soporte horizontal, que seccionará la cabeza de Toby ayudada por el impulso de su salto. El caballero se llevará la cabeza envuelta en un delantal, y el amigo de Toby, al no lograr la curación de éste mediante la medicina homeopática, terminará vendiendo su cadáver como alimento para perros.

Quien conozca “Toby Dammit”, episodio final de la película de 1968 “Historias extraordinarias”, no encontrará muchas similitudes, salvo en lo tocante al nombre del personaje, parte de su carácter, y su sangriento final. Podría dar la impresión incluso de que Fellini lo utiliza como mero pretexto para producir un compendio de su cine pasado y futuro: el ambiente de celebridades grotescas va un paso más allá en la caricatura que “La dolce vita”, el comentario sobre las incomodidades de la vida contemporánea que subyace al monstruoso atasco que Toby y sus acompañantes encuentran a la entrada de la ciudad se repetirá en “Roma”, mientras que la llegada en avión y el aire general de pesadilla dantesca son el eco de la gran película felliniana jamás realizada, “El viaje de G. Mastorna”, que debía narrar las experiencias del personaje homónimo tras su muerte.

Sin embargo, siendo sinceros, no podríamos aseverar que el “Toby Dammit” de Fellini no tiene nada que ver con Poe: resulta demasiado tentador ver en ese actor borracho, toxicómano y decadente, que se mueve entre una fauna de personajes absurdos que tal vez sean parte de sus alucinaciones, y que está poseído por un deseo de autodestrucción, un trasunto del propio escritor de Boston, cuyo alcoholismo terminó costándole la vida. El sentimiento de que Toby, actor de formación shakespeariana, ha desperdiciado su vida, ha perdido el norte en una carrera frenética hacia el placer, tiene su plasmación ejemplar en la carrera nocturna al volante del Ferrari descapotable que una productora de cine le ha regalado como sueldo por participar en el primer western católico. Este trayecto vertiginoso a lo largo de calles nocturnas sin salida posee una notable potencia onírica que se intensificará al llegar a un tramo hundido de la autopista, al otro lado del cual aguarda el diablo.

También aquí nos da la impresión de que Fellini y su guionista traicionan a Poe para serle más fiel que nunca. El anciano caballero de negro es ahora una niñita rubia que juega con una pelota, muy al estilo del fantasma vengador de “Operazione paura” de Mario Bava (película que también ha inspirado alguna secuencia a David Lynch). Considerando que Poe desposó a su prima Virginia cuando ésta contaba apenas 13 años, la noción de convertir al diablo en una niña es al mismo tiempo irreverente y adecuada, amén de que esta niña es el diablo tan sólo en el inconsciente de Toby (vemos por primera vez su imagen durante una ensoñación del actor cuando en una rueda de prensa se le pregunta por sus creencias sobrenaturales; antes, en el aeropuerto, le vimos hablar con alguien pero sin saberse con quién). Nunca vemos del todo bien a la niña, por lo oblicuo de los encuadres y por los cabellos que le tapan en parte el rostro, pero sus rasgos nos insinúan que podría ser japonesa, lo cual haría del amigo Federico el verdadero padrino del “J-Horror”, muchísimo antes de “The ring”... y dando bastante más miedillo también.

Esta intuición de que “Nunca apuestes tu cabeza al diablo”, bajo su apariencia de fruslería y de broma literaria, contiene en realidad una premonición de la propia muerte del autor llevada a un terreno metafórico (“perder la cabeza” es casi universalmente, por metonimia, una imagen de la locura), hace de esta adaptación a la vez la más libre y la más fiel del universo de Edgar Allan Poe, llevando su vigencia más allá de las baratas tramoyas góticas de la serie B y trasladándolo al mundo contemporáneo. Que el cineasta responsable de este logro sea un autor prestigioso al que los entusiastas del cine de género suelen referirse con desdén, prueba por enésima vez que la verdadera inspiración puede y suele venir “de fuera”, y que sólo de la apertura de miras y de la heterodoxia puede surgir algo verdaderamente original.

domingo, 5 de octubre de 2008

De la página a la pantalla: "Noches blancas"


Comparar el relato de Dostoyevski, “Noches blancas” con la adaptación al cine que rodó Luchino Visconti, resulta bastante instructivo para probar la tesis de que la literatura es discurso y el cine es atmósfera. Mientras que en el original literario el Soñador describe largamente sus sueños por medio de una verborrea envolvente, la película presenta a un protagonista más sobrio pero a cambio hace de la historia entera un sueño, una fábula de clima onírico.

Siguiendo paso a paso los entusiastas monólogos del Soñador, se podría haber hecho fácilmente una adaptación visualmente barroca y llamativa al estilo Terry Gilliam o Jean-Pierre Jeunet: las casas de San Petersburgo son personificadas y se mueven para saludar al caminante; durante sus paseos nocturnos, a menudo éste pierde la noción del tiempo y el espacio; incluso le es dado sumergirse en visiones del pasado reciente y remoto o del futuro Apocalipsis. Visconti no tenía medios para hacer otro “Senso” en cada una de esas ensoñaciones que se mencionan de pasada, como elementos secundarios de la trama, pero la posibilidad de una adaptación esteticista que recogiera el espíritu, si no la letra, del original, no pasó desapercibida al realizador.

Al margen de la trama romántica, despojada de la vehemencia melodramática que le da Dostoyevski, Visconti nos regala uno de los climas nocturnos más memorables del cine, entre el decorado que convierte la innominada ciudad de provincias en una Venecia fantasmal, el claroscuro fotográfico y la memorable partitura de Nino Rota, que, libre de las preferencias circenses de Federico Fellini, entrega un sensacional pastiche mahleriano que fue plagiado en gran medida por Adolph Deutsch para “El apartamento” de Wilder.

El interés por la estética de Visconti, que hoy tanto se le reprocharía, choca con la narración original, que apenas incluye descripciones físicas y se centra en la psicología caprichosa, apasionada y autocompasiva del Soñador, hasta el punto de que al final dudamos si toda la historia con Nástenka no habrá sido otra de aquellas evocaciones irreales de mujeres a las que él mismo alude en uno de sus parlamentos. La pureza sentimental, la ingenuidad de los personajes, quedan un poco comprometidas en la visión del italiano, que hace de su Natalia una jovencita entusiasta, alelada, al borde del trastorno, enganchada a la figura del Inquilino, a quien, interpretado por Jean Marais, no podemos evitar ver como a un corruptor oscuro y siniestro.

Mario, la contrapartida italiana del Soñador, no es el épico idealista cuasirrevolucionario que pinta el autor ruso; más bien se trata de un trabajador aburrido por su vida, un “vitellone” de Fellini que, buscando trabajo fuera del pueblo, ha caído en una rutina idéntica y busca evadirse de ella durante noches interminables en las que no duerme. Es curiosa la diferencia: San Petersburgo, según el Soñador, es casi la Bagdad de “Las mil y una noches”, mientras que la urbe provinciana de Mario es apenas un pueblo claustrofóbico cuya vía inevitable de evasión parece ser la prostituta decadente que interpreta Clara Calamai (que fue la mujer fatal de “Ossessione” y acabaría siendo la madre enloquecida de “Rojo oscuro” de Argento).

Las ideas de Visconti parecen ser netamente misóginas: mientras Natalia, más por irresponsabilidad que por malicia, juega con los sentimientos de Mario, la prostituta tiene todas las trazas de una depredadora que se alimenta de la soledad ajena. Después de la violación y el asesinato en “Rocco y sus hermanos”, las películas de Visconti se irán volviendo cada vez más homoeróticas, como si Mario, abandonado y descorazonado al final de “Noches blancas” hubiese optado por vías alternativas de gratificación lejos de las mujeres.

Sea como fuere, la película ejemplifica cómo una adaptación más o menos fiel puede transmitir un mensaje bastante distinto al del original, y también cómo se pueden introducir elementos extraños sin traicionar notablemente la historia: pienso en el baile de rock en el café, apunte neorrealista que algunos ven como evidencia del elitismo viscontiano pero que también pone de manifiesto la lejanía de lo gregario que caracteriza al Soñador, o a Mario, aportando uno de los pocos toques de humor a la par que entroncando con la poética del aislamiento del Antonioni de entonces.

Lo inevitable de quedar solo, lo irreal e incluso surreal del reencuentro de Natalia con el Inquilino, revientan las ilusiones románticas del público de una manera que Hollywood nunca hubiese osado. La impresión de que en esa pequeña ciudad las noches ya quedarán vacías, sin figuras familiares asomadas al río desde el puente, es dolorosamente intensa, sin epílogo consolador como el que escribió Dostoyevski. Qué hará Mario a partir de entonces no es sino un misterio, perdido entre el ambiente de misterio que ha permeado lo que en teoría debía haber sido un simple melodrama.

Ahí andamos perdidos aún unos cuantos.