domingo, 5 de octubre de 2008

De la página a la pantalla: "Noches blancas"


Comparar el relato de Dostoyevski, “Noches blancas” con la adaptación al cine que rodó Luchino Visconti, resulta bastante instructivo para probar la tesis de que la literatura es discurso y el cine es atmósfera. Mientras que en el original literario el Soñador describe largamente sus sueños por medio de una verborrea envolvente, la película presenta a un protagonista más sobrio pero a cambio hace de la historia entera un sueño, una fábula de clima onírico.

Siguiendo paso a paso los entusiastas monólogos del Soñador, se podría haber hecho fácilmente una adaptación visualmente barroca y llamativa al estilo Terry Gilliam o Jean-Pierre Jeunet: las casas de San Petersburgo son personificadas y se mueven para saludar al caminante; durante sus paseos nocturnos, a menudo éste pierde la noción del tiempo y el espacio; incluso le es dado sumergirse en visiones del pasado reciente y remoto o del futuro Apocalipsis. Visconti no tenía medios para hacer otro “Senso” en cada una de esas ensoñaciones que se mencionan de pasada, como elementos secundarios de la trama, pero la posibilidad de una adaptación esteticista que recogiera el espíritu, si no la letra, del original, no pasó desapercibida al realizador.

Al margen de la trama romántica, despojada de la vehemencia melodramática que le da Dostoyevski, Visconti nos regala uno de los climas nocturnos más memorables del cine, entre el decorado que convierte la innominada ciudad de provincias en una Venecia fantasmal, el claroscuro fotográfico y la memorable partitura de Nino Rota, que, libre de las preferencias circenses de Federico Fellini, entrega un sensacional pastiche mahleriano que fue plagiado en gran medida por Adolph Deutsch para “El apartamento” de Wilder.

El interés por la estética de Visconti, que hoy tanto se le reprocharía, choca con la narración original, que apenas incluye descripciones físicas y se centra en la psicología caprichosa, apasionada y autocompasiva del Soñador, hasta el punto de que al final dudamos si toda la historia con Nástenka no habrá sido otra de aquellas evocaciones irreales de mujeres a las que él mismo alude en uno de sus parlamentos. La pureza sentimental, la ingenuidad de los personajes, quedan un poco comprometidas en la visión del italiano, que hace de su Natalia una jovencita entusiasta, alelada, al borde del trastorno, enganchada a la figura del Inquilino, a quien, interpretado por Jean Marais, no podemos evitar ver como a un corruptor oscuro y siniestro.

Mario, la contrapartida italiana del Soñador, no es el épico idealista cuasirrevolucionario que pinta el autor ruso; más bien se trata de un trabajador aburrido por su vida, un “vitellone” de Fellini que, buscando trabajo fuera del pueblo, ha caído en una rutina idéntica y busca evadirse de ella durante noches interminables en las que no duerme. Es curiosa la diferencia: San Petersburgo, según el Soñador, es casi la Bagdad de “Las mil y una noches”, mientras que la urbe provinciana de Mario es apenas un pueblo claustrofóbico cuya vía inevitable de evasión parece ser la prostituta decadente que interpreta Clara Calamai (que fue la mujer fatal de “Ossessione” y acabaría siendo la madre enloquecida de “Rojo oscuro” de Argento).

Las ideas de Visconti parecen ser netamente misóginas: mientras Natalia, más por irresponsabilidad que por malicia, juega con los sentimientos de Mario, la prostituta tiene todas las trazas de una depredadora que se alimenta de la soledad ajena. Después de la violación y el asesinato en “Rocco y sus hermanos”, las películas de Visconti se irán volviendo cada vez más homoeróticas, como si Mario, abandonado y descorazonado al final de “Noches blancas” hubiese optado por vías alternativas de gratificación lejos de las mujeres.

Sea como fuere, la película ejemplifica cómo una adaptación más o menos fiel puede transmitir un mensaje bastante distinto al del original, y también cómo se pueden introducir elementos extraños sin traicionar notablemente la historia: pienso en el baile de rock en el café, apunte neorrealista que algunos ven como evidencia del elitismo viscontiano pero que también pone de manifiesto la lejanía de lo gregario que caracteriza al Soñador, o a Mario, aportando uno de los pocos toques de humor a la par que entroncando con la poética del aislamiento del Antonioni de entonces.

Lo inevitable de quedar solo, lo irreal e incluso surreal del reencuentro de Natalia con el Inquilino, revientan las ilusiones románticas del público de una manera que Hollywood nunca hubiese osado. La impresión de que en esa pequeña ciudad las noches ya quedarán vacías, sin figuras familiares asomadas al río desde el puente, es dolorosamente intensa, sin epílogo consolador como el que escribió Dostoyevski. Qué hará Mario a partir de entonces no es sino un misterio, perdido entre el ambiente de misterio que ha permeado lo que en teoría debía haber sido un simple melodrama.

Ahí andamos perdidos aún unos cuantos.

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