domingo, 30 de noviembre de 2008

Compositores: Béla Bartók


La primera vez que escuché la suite del ballet “El mandarín maravilloso” de Bartók fue de camino al instituto, en el mismo walkman donde solía poner “Quadrophenia” de los Who o mis recopilaciones caseras de Zappa. Contrariamente al tópico según el cual se trataría de una de las piezas más “difíciles” del húngaro, por sus extremas disonancias, irregularidades rítmicas, etc., a mí me enamoró a primera escucha, me pareció al mismo tiempo un viaje psicodélico y una experiencia heavy y oscura, una música hecha para ser escuchada con una camiseta negra puesta.

Más tarde, conocer el argumento que supuestamente ilustraba aquella obra fue otra revelación: era una historia ambientada en un barrio bajo, donde tres rufianes usaban de cebo a una joven prostituta para abalanzarse sobre sus víctimas y despojarles de todo lo que llevaran; el plan parecía no marchar demasiado bien hasta que aparecía por allí un mandarín chino, obviamente millonario, a quien los movimientos y ademanes lascivos de la chavala ponían fuera de sí, hasta tal punto que ni el estrangulamiento, ni el apuñalamiento, ni el ahorcamiento eran capaces de acabar con la vida del buen señor hasta que sus deseos se viesen por fin satisfechos.

Ya sé que muchos finolis odian los programas literarios en la música, pero, caray, sexo, violencia, sordidez, manifestaciones sobrenaturales... Y lo mejor es que la música de Bartók estaba a la altura de tal argumento, convenciéndome de que los expertos en clásica se equivocan cuando se centran tanto en los aspectos técnicos, en la jerga armónica, rítmica o dinámica, y olvidan la gama ilimitada de emociones y fantasía que puede transmitir la orquesta sinfónica.

Por eso a Bartók se le ve como un riguroso, aunque renovador, clasicista, gracias a obras monotemáticas como la “Música para cuerda, percusión y celesta” o sus seis cuartetos, pero se deja un poco al lado su sentido del misterio, de la atmósfera nocturna, de un paisaje mental tan extraño como hermoso y que en el resto de sus obras escénicas (“El príncipe de madera” y “El castillo de Barba Azul”) se aplicó a ambiguos cuentos de hadas freudianos que habrían hecho las delicias de Angela Carter.

Bartók era otro de los dioses de Keith Emerson, como quedó patente allá por 1970 cuando una anciana señora húngara llamó a una emisora de radio estadounidense, expresando su sorpresa al comprobar que “The barbarian”, canción recién radiada de uno de los grupos de moda, había sido compuesta por su marido 59 años antes bajo el título “Allegro barbaro”. Como Bartók no estaba en el dominio público, ELP debieron pagar e incluir el crédito correspondiente.

Ese folklorismo ácido, ese vigor rítmico, esa imaginación sonora, unidos a una gran claridad constructiva y un hálito inquietante que nunca se hace opresivo ni monótono, convertían a Bartók en la gran alternativa a la Segunda Escuela Vienesa y a Stravinsky, aunque su muerte relativamente temprana nos dejó con las ganas de saber por dónde habría tirado el maestro. Su etapa final en Estados Unidos, con sus últimos conciertos instrumentales y el famoso “Concierto para orquesta”, defraudó a los amantes de su sonido radical de los viejos tiempos, que quisieron explicar este presunto aburguesamiento en función de la enfermedad del maestro. Pero ningunear el tercer concierto para piano o el segundo para violín sería arriesgado: aunque las formas parecieran más típicas, ahí estaba todavía esa belleza anticonvencional, esa mezcla de dolor, placer, brutalidad, llaneza, sofisticación, melancolía, humor y alucinación que hace de Bartók uno de los autores más fáciles de reconocer y más difíciles de definir sin haberlo escuchado, un grande a quien uno no se cansa de volver una y mil veces. Será necesario ir volcando sus obras al reproductor de mp3 e irlas escuchando mientras me acerco al trabajo, por si de esa manera soy capaz de recuperar aquel espíritu juvenil que tiendo a dar por perdido.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Compositores: Richard Wagner


Cuando un artista sigue siendo controvertido ciento y pico años después de su muerte, algo interesante debió de hacer. Si encima se trata de alguien capaz de despertar aún hoy pasiones juveniles, de figurar en primera línea del debate ideológico y artístico y de ver su música prohibida por decreto en países que se dicen civilizados, la cosa se pone interesante.

Si encima le añadimos su condición de personaje insoportablemente vanidoso, de aventurero perseguido por deudas y por activismo político en media Europa, de azote de amistades sin escrúpulo alguno a la hora de despojarlas de dinero o esposas, de oportunista redomado que según algunos no habría hecho ascos a ligarse sexualmente al rey loco Luis II con tal de que le financiara su gran teatro de ópera, y de talento musical sin igual ni sentido de la medida, de unas pretensiones parejas a lo arcaico e ilegible de sus libretos y a la extensión maratoniana de unas obras que te rinden a la vez de admiración y de agotamiento, no cabe duda de que se trata de alguien especial.

La leyenda negra de que su música es un punto de reunión para fascistas se confirma de vez en cuando a través de casos como el de un conocido mío que cayó enamorado de “Tristán”, “Parsifal” y la Tetralogía sólo con los fragmentos que incluyó John Boorman en la banda sonora de “Excalibur”, y que a partir de allí acabó pasando unos cuantos años juveniles, de los que no quiere hablar demasiado, en la organización Cedade. Francis Ford Coppola también tiene su parte de culpa en la formación del estereotipo cuando él y su montador Walter Murch se dieron cuenta de lo bien que quedaba la “Cabalgata de las walkirias” como fondo musical de un bombardeo con napalm.

Música para nazis, imperialistas, guerreros, invasores. Menos mal que ahora se está empezando a conocer que a Hitler le aburrían soberanamente las representaciones de cuatro horas del “Anillo del Nibelungo”, a las que asistía porque las hicieron formar parte de la parafernalia monumental del régimen, y que lo suyo eran las operetas vienesas de toda la vida. Lo cual no quita para que fragmentos escogidos del compositor fuesen escogidos como banda sonora de los campos de concentración y se asociasen, al mejor estilo pavloviano, a situaciones de atrocidad y masacre. Lo mismo deben de pensar muchos chilenos de las canciones de Nino Bravo, utilizadas como fondo sonoro para ocultar los gritos por los torturadores de Pinochet, y dudo que a Nino se le pudiera echar la culpa.

Se puede decir que los libretos de “El holandés errante” o el propio “Anillo”, reflejan la prepotencia de un burgués del siglo XIX que veía a las mujeres como una mercancía para comprar y vender, que miraba al resto del mundo con unas anteojeras clasistas y racistas, y no albergaba excesivas dudas sobre la superioridad germánica en todos los aspectos. Pero también que la música de estas obras no sólo es épica pura, sino que también presenta otras facetas menos sensacionales que el público medio suele olvidar en medio de tantos tópicos sobre estruendos marciales y acompañamiento para las secuencias de Leni Riefenstahl.

“Tristán e Isolda”, “Lohengrin”, “Parsifal” y el “Anillo” contienen también un importante componente simbolista y místico, expresado en términos de relajación contemplativa y armonía cromática, con una serenidad y una delicadeza de timbres que la gente progre no se esperaría jamás en alguien a quien imaginan como un patán que se pasaría la vida poniendo sus botas militares encima de la mesa. Habrá quienes se rían de su sentido de lo sublime y lo trascendente, pero ciertos pasajes no dejan duda alguna de que nuestro personaje era un soñador, un creador de atmósferas, un idealista apasionado cuya musa le llevó a quemar la morada de los dioses. Sin su faceta visionaria, no tendríamos ni a Debussy, ni a Scriabin, ni a Strauss, ni a Mahler, ni a medio siglo XX.

Otra cosa es que pudiera haber expresado lo que tenía dentro de una manera un poquito más concisa. Sólo fui capaz de tragarme las 14 horas enteras de “El anillo del nibelungo” durante una temporada de estudios allá por el 2002, y dudo seriamente que, dada mi vida actual, la proeza pueda repetirse. De que su autor era un genio imprescindible, no tengo la más mínima duda. De que se le podía considerar un notable pesado, tampoco. Pero hay que escucharle, sean los discos completos o sólo algún “Grandes éxitos”.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Compositores: Arnold Schoenberg


Una de las leyendas urbanas más fascinantes, y menos comprobables, sobre la música “seria” del siglo XX es la que atribuye a la CIA un papel principal en el triunfo de las técnicas de composición dodecafónicas. Al parecer, la apuesta del comunismo soviético por un estilo tonal rimbombante, en sintonía con el realismo socialista, llevó a una acción de guerra fría cultural, una asociación del atonalismo con la libertad de expresión del artista, que hizo de creadores como Schnittke los equivalentes sonoros de un Alexander Solzhenitsin, y sentó las bases de un pensamiento único musical que casi perdura aún.

Qué peligroso es dar connotaciones ideológicas a la música. El periodista Ramón Chao recordaba no hace mucho haber firmado en su juventud una tesis según la cual la armonía tonal de toda la vida reproducía el esquema de la monarquía absoluta, con la tónica representando al rey y la subdominante al príncipe preparado para reemplazarlo, y no sólo eso, sino que escuchar música tonal condicionaba subliminalmente para aceptar ese tipo de orden jerarquizado en la sociedad. En cambio, el dodecafonismo, libre de jerarquías entre los doce sonidos, representaría un espíritu más igualitario. Aunque Arnold Schoenberg en cierta ocasión recordó el caso de un compositor, Paul von Klenau, que trató de vender a Hitler la idea de que el sistema de doce notas reflejaba fielmente la estructura del nacionalsocialismo y por tanto constituía el vehículo perfecto para expresar sus ideas.

Incluso Schoenberg murió por la boca, como el pez, al pronunciar su mítica sentencia: “Mi sistema de composición asegurará el dominio de la música alemana durante cien años”. Le faltaron 900 para igualar la duración estimada para el III Reich por sus artífices, pero nadie es perfecto. Lo importante es que, si esa frase la hubiese pronunciado Carl Orff, se habría tratado incluso de quemar el manuscrito de “Carmina Burana”, mientras que, viniendo de los labios del gran paladín de la modernidad, se la considera una salida bastante cachonda. Que, por cierto, fue cierta, dado que, si Alemania perdió la guerra en lo político, la ganó en lo musical, a base de capitanear las tendencias de vanguardia con la autoridad moral de una estética prohibida por el nazismo. Incluso países como España, que desde Falla y Albéniz eran históricamente pro-franceses en lo que a pentagramas se refiere, abrazaron la nueva filosofía germánica de la composición, preconizada por Theodor W. Adorno.

No obstante, pese a la estudiada imagen de reaccionario estético, amante de sonidos conservadores, que un servidor ha venido proyectando durante esta serie de entradas, la verdad es que Schoenberg me ha sido siempre simpático. Sus obras primerizas, como “La noche transfigurada”, “Pelleas y Melisande” y los entrañablemente pretenciosos “Gurrelieder”, son postromanticismo decadente, lánguido, abigarrado y detallista, mientras que su época de experimentalismo posterior, desde la tonalidad extendida de la “Sinfonía de cámara nº 1” hasta la atonalidad libre de “Erwartung” o el “Pierrot lunaire”, refleja unas turbulencias vitales muy de la Viena freudiana y expresionista de entonces.

Cuando Schoenberg vivía en carne propia los equivalentes desgarrados y desesperados de las comedias sexuales de Schnitzler, con su mujer huyendo del hogar con un joven pintor que acabaría suicidándose tras la reconciliación del matrimonio, no era raro poner en música el monólogo interior de una mujer que, en la mejor tradición del género fílmico “Era yo”, ha asesinado a su esposo sin saberlo (“Erwartung”), o inspirarse en una serie de poemas donde una especie de versión de bolsillo de Maldoror cometía lindezas como asesinar a un cura durante la misa y mostrar su corazón arrancado a los feligreses (“Pierrot lunaire”).

La cosa fue bien hasta las “Cinco piezas para orquesta”; después, Arnold sentaría desde California las bases de un nuevo academicismo, y, lo que es peor, al apropiarse de la parcela armónica de la vanguardia, obligaría a Stravinsky, su gran rival, a centrarse en la parcela rítmica y contrapuntística, pues, como todo el mundo sabe, Schoenberg no era interesante como creador de ritmos, y el contrapunto no le interesaba demasiado, o no lo dominaba lo suficiente. Durante mucho tiempo, Schoenberg, el "progresista" sería para Stravinsky, el "reaccionario", lo que el Doctor Muerte a los Cuatro Fantásticos, o lo que el Duendecillo Verde a Spiderman, con la diferencia de que el austríaco tendría de su parte a Adorno, el equivalente dentro de este tebeo a Stan Lee.

Dudar del talento y el interés de Schoenberg, así como del potencial artístico del dodecafonismo en buenas manos creativas, sería bobo, pero, como prueba de la cierta inexpresividad e incapacidad del sistema para transmitir emociones contrastadas, baste la anécdota del director musical que decidió completar la ópera inconclusa de nuestro compositor de hoy, “Moisés y Aarón”, adaptando el texto del último acto a exactamente la misma música del primero, y cómo ningún espectador no advertido del procedimiento pudo darse cuenta del enorme parecido.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Compositores: Karol Szymanowski


Otra vez me debato entre la sinceridad del amante de la música, tan poco sensacional, y el mariñismo desaforado que Norman Lebrecht trajo al periodismo sobre música clásica. El nombre del polaco Karol Szymanowski, que no sólo no dirá nada a una persona normal de la calle sino que arqueará mas de una ceja entre muchos que se dicen aficionados, se presta también a este doble enfoque, e incluso más que otros.

Hablando en plan marujeo, Szymanowski fue un amante de los países mediterráneos, su calor, su luz y otros aspectos que describió en su única incursión como novelista, titulada significativamente “Ephebos”. De ahí tal vez la abundancia de solistas vocales masculinos en sus obras, pues ya se sabe que un compositor ha de tener un contacto íntimo y privilegiado con quienes harán realidad sonora lo que hasta el momento sólo eran garabatos de tinta sobre papel. Tan íntimo y privilegiado llegó a ser este contacto, que Zofia, la mujer del violinista Pawel Kochanski, sostuvo que el ansia de llevar a buen puerto el “Concierto para violín nº 2”, aceleró la muerte de su ya enfermo marido. Pero esta peculiar existencia de creador sensual, decadente y un tanto amoral desembocó en una apoteosis tan surreal como irónica: el hecho de que el tren con su féretro tuviese que cruzar territorio alemán motivo que Szymanowski fuera de los muy contados homosexuales en ser acompañado hasta su última morada por el cortejo militar nazi reservado a los grandes hombres y los jefes de estado.

Si de lo que hay que hablar es de música, Szymanowski es uno de los secretos mejor gusrdados del siglo XX. En una nueva muestra de criterio desigual según de qué autores se hable, a Karol se le ha solido echar en cara lo mismo que se le elogia a Stravinsky: una capacidad camaleónica para renovar su estilo cada cierto tiempo. La diferencia que se quiere establecer es que Igor era un creador de estilos, mientras que al polaco se le tiene por un pastichero que va de postromántico a lo Strauss o Reger hasta que descubre a Debussy y luego a Bartók, sin crear nunca nada propio. Esto supone menospreciar el estilo propio de Szymanowski, su manera de construir un universo personal más eslavo que europeo, aunque siempre decadente y visionario, casi más en la estela de Scriabin que en la del autor de “El mar”: no hay más que escuchar esa fascinante Sinfonía noº 3 “La canción de la noche” y caer bajo el embrujo de su armonía flotante, su puntillismo tímbrico y su escritura instrumental llena de detalle, complejidad y belleza. Dígase otro tanto del “Concierto para violín nº 1”, “Metopas” para piano o la ópera “El rey Roger”.

El cambio subsiguiente consistió en incorporar a esta atmósfera simbolista una vena del áspero y vital folklore de los montes Tatra, combinación entre melodías saltarinas, ritmos irregulares y armonías casi bitonales fáciles de conciliar con el lenguaje “moderno”. “Harnasie” o el mentado “Concierto para violín nº 2” que habría costado la vida a Kochanski fueron otros tantos hitos, pero, como prueba del impacto de Szymanowski en su época, aunque críticos como mi amigo Gómez Amat lo sigan ninguneando, nada mejor que el parecido más que razonable entre el comienzo de una magnífica pieza de este período, la “Sinfonía concertante” y el del “Concierto para piano nº 3” de Bartók. Los amigos del lugar común y defensores del repertorio de siempre lo tienen fácil: Karol copió a Béla. Pero la “Sinfonía” es de 1932 y el “Concierto” de 1945. Algo debía de tener Szymanowski cuando el húngaro, grande entre los grandes, se inspiró en él tan descaradamente.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Compositores: Leonard Bernstein


Acostumbrados a la identificación abusiva que la música pop establece entre autor e intérprete, pueden llamar la atención las reticencias con que en el mundillo clásico se ha solido acoger a los músicos que tocan o dirigen sus propias composiciones. Claro está que se trata de un ámbito más reglamentado, esclerotizado y resistente al cambio y al mestizaje que la Tierra Media de Tolkien. Ha de ser así cuando a los jóvenes no les ha importado dejarlo en manos de los viejos.

Les ha pasado a muchos, empezando por Gustav Mahler, de quien se creía que imponía desde el podio, donde su talento era innegable, sus sinfonías excéntricas y farragosas, aunque Mahler no es un buen ejemplo dada su rehabilitación póstuma masiva. Debería preguntar más bien cuántas personas conocen las piezas escritas por Wilhelm Furtwängler, Antal Dorati o Igor Markevitch, cuyos esfuerzos compositivos fueron sin embargo bastante asiduos. Incluso hoy, los pentagramas de Lorin Maazel son juzgados como basura y despachados como ejercicios de vanidad mucho antes de su primera audición.

Leonard Bernstein sí consiguió hacerse notar en ambos campos, porque, naturalmente, Lenny era Lenny. Personaje carismático dentro y fuera de la sala de conciertos, su energía contagiosa, el carácter llano y neoyorquino de sus interpretaciones (al menos antes de su etapa final, durante la cual incluso las “Saudades do Brasil” de Milhaud le sonaban a adagio de Mahler) le convertían en la antítesis del aristocrático Karajan.

Los puristas, no obstante, odiaban a ambos por igual por el pecado mortal de popularizar una forma artística que hasta entonces era privativa de las élites. El pecado de Karajan no era, como se quería hacer pensar, ni su refinamiento al borde de lo cursi, ni su clasismo que requería un cuarto de baño diferente al del resto de la orquesta, ni siquiera haber tenido no uno sino dos carnets del partido nazi: la ofensa era haber llevado a Beethoven y Brahms a los hogares de clase media de los 60, entre la vulgaridad del papel pintado y los receptores de televisión donde podía verse “Bonanza”. Lo cual se podía censurar igualmente al extrovertido judío de Massachusetts.

Bernstein, ya se sabe, era un as del “radical chic”. Podía delatar en sus divulgaciones populares un conocimiento de primera mano de las realidades menos respetables de la vida, como en aquella legendaria descripción de la “Sinfonía fantástica” de Berlioz (Berlioz lo cuenta tal como es: te comes un tripi y acabas gritando en tu propio funeral”), pero también era capaz de dar surrealistas fiestas en honor de los Panteras Negras con la asistencia de toda la alta sociedad de Nueva York vestida de punta en blanco. Es una dicotomía similar a la de sus composiciones: pese a sus musicales de Broadway o frikadas amparadas por el secularismo del Vaticano II como su “Misa”, pese a las inevitables interjecciones de jazz o canción popular en medio de pasajes muy serios, Bernstein fue quizá uno de los compositores estadounidenses más académicos del siglo XX, por delante incluso de Barber, a quien se tiene injustamente por un carca.

En todo caso, si se quiere conocer bien al Bernstein compositor, mejor huir de sus regrabaciones bajo la etiqueta amarilla de la Deutsche Grammophon, que son un ejemplo de manual de la exquisitez mal entendida, y acudir a los reverberantes y urgentes registros del sello Columbia, hoy conocido como Sony (antes de que cerrara su división clásica y lo descatalogara todo). En la versión de DG, por ejemplo, las variaciones de la Sinfonía nº 2 “La era de la ansiedad” se hacen demasiado largas y solemnes y uno no ve el momento de que empiecen el swing y el bailoteo previos a la conclusión. Si en esta época Lenny era capaz de estirar durante una hora la “Patética” de Tchaikovsky o de convertir “La consagración de la primavera” en una procesión del Via Crucis, entonces ni siquiera su propio “Mambo” de “West side story” estaba a salvo...

martes, 25 de noviembre de 2008

Compositores: Leos Janácek


Sean o no del Romanticismo, a los compositores se les suele colgar una leyenda romántica que, lo queramos o no, contribuye a su popularidad. Mozart tiene la leyenda romántica del niño prodigio sin infancia que se desquitó en su edad adulta llevando una vida de vicio y libertinaje. Schumann tiene la leyenda romántica de intentar suicidarse arrojándose al río y terminar sus días recluido en un psiquiátrico. Mahler tiene la leyenda romántica de sus premoniciones de la muerte de su hija y después de la suya propia, plasmadas mediante los “golpes de martillo” de la Sexta Sinfonía, compuesta, sin embargo, durante una de sus épocas más felices.

Porque los compositores sin leyenda romántica no se hacen populares. Eso lo supo muy bien Ken Russell, que consiguió financiación para su biografía fílmica de Tchaikovsky, “La pasión de vivir” a base de un único y pegadizo slogan: “La historia de un homosexual que se casó con una ninfómana”. Tal vez el problema cara al público de la música del siglo XX no sea tanto la dificultad del lenguaje como la falta de una buena leyenda romántica que lo “justifique”. Stravinsky no tiene leyenda romántica, ni Schoenberg, ni Bartók. En cambio Shostakovich sí: un esforzado y honesto artista luchando y resistiendo en la sombra contra la tiranía de Stalin. Así pues, hasta su obra más difícil de escuchar podrá ser “entendida” remitiéndose a tal argumento extramusical. Propongo leer atentamente todas las biografías de los grandes del siglo pasado y crear sus leyendas románticas, llenas de pasión, amores frustrados y épicas luchas contra el destino. Ya sé que va contra el sustrato ideológico del arte actual, pero un buen marketing es un buen marketing.

Una leyenda romántica a la que he aludido ya por aquí alguna vez, y que encuentro entrañable por la parte que me toca, es la del checo Leos Janácek. Nacido en las profundidades del siglo XIX, concretamente en 1854, pasó los primeros 60 años de su vida como un profesional compositor nacionalista, en la línea de su compatriota Dvorak, componiendo suites de danzas folklóricas y piezas para piano un poco de salón, y todo hace suponer que si se hubiera detenido ahí no sería más famoso hoy en día que, por ejemplo, Novak o Fibich.

Sin embargo, el encuentro con una mujer casada 35 años menor que él, una tal Kamila Stosslova, propició una transformación en su trabajo, una catarata de obras de un lenguaje renovador en lo armónico y rítmico que apenas se había insinuado en su medio siglo precedente: la “Misa glagolítica”, la “Sinfonietta”, los dos cuartetos de cuerda, óperas como “La zorrita astuta” o “El caso Makropoulos”, composiciones de cámara como el “Concertino”, el “Capriccio” o "Mladi", incursiones pianísticas como “En las brumas” o la “Sonata 1.X.1905”. El hecho de que Kamila nunca cedió a los requerimientos carnales del anciano don Leos y se limitó a contestar sus cartas (que ya es ir más allá que muchas) confirma mi teoría de que el menor nivel creativo del tiempo que vivimos se debe al mayor grado de satisfacción sexual de la población. Dicho de una manera burda pero eficaz, quien folla mucho no necesita crear arte, no necesita sublimar esos deseos reprimidos.

Si algún escéptico duda del atractivo que puedan tener hoy en día las obras de Janácek, sólo necesitaría recordar que Emerson, Lake & Palmer versionearon el inicio y final de la “Sinfonietta” con el título “Knife edge”. Ahí están ya los ritmos fuertes y obsesivos, que son sólo una parte del estilo del compositor checo, pero dan una idea de las emociones que se pueden encontrar si se investiga más. ELP, para el tipo de público que yo busco, deberían ser garantía de calidad, no en vano se interesaron también por otro grande mucho menos conocido, Alberto Ginastera.

También podría considerar la música de Janácek como el mayor atractivo, junto a las localizaciones praguenses, de la adaptación al cine de “La insoportable levedad del ser” de Kundera. Pero me olvidaría injustamente de Juliette Binoche, que sólo ha estado verdaderamente guapa ahí y en “Rendez-vous” de André Téchiné. Después ganó en capacidad actoral pero perdió prematuramente aquella chispa mágica de atractivo, como también les pasó a Shirley MacLaine o a Bernadette Lafont. Pero en su momento mirarla le hacía sentirse a uno como Janácek con Kamila. Por eso Janácek, sea o no fiable esta leyenda romántica, es, aparte de un genio musical, el verdadero santo patrón de todos aquellos que tenemos ciertas ínfulas creativas pero a quienes se nos pasa el arroz cosa mala.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Compositores: Maurice Ravel


Entre mis razones para emprender una serie a priori tan impopular como esta se encontraba mi deseo de salir al encuentro de los muy arraigados lugares comunes sobre una serie de músicas y músicos. Por ejemplo, el que considera a Maurice Ravel una especie de científico de la composición, con un estilo solemne, elegante, pero distante y frío, a años luz del teatro emocional desplegado por los románticos en cada partitura. A Ravel se le reconoce siempre una enorme sabiduría como orquestador, pero se le discute el calor humano.

Esta visión fue apoyada no sólo por Stravinsky, para quien Ravel era un “relojero suizo”, sino por el propio compositor en su justamente famosa, y paradójica, definición de sí mismo: “Soy artificial por naturaleza”. Sin embargo, me permito, como siempre, disentir. Cuando uno está acostumbrado a salir de noche y siente el rumor subsónico de los bajos de discoteca haciéndole vibrar el corazón, queriendo desfibrilarlo a cada minuto como al protagonista de “Crank”, es posible que termine asociando esos ambientes, esos sonidos, a alguna o algunas personas que faltan o para quienes uno se ha vuelto invisible.

En esas épocas, la música de Ravel, artificial como los paraísos de Baudelaire, puede mostrar un lado secreto, una vertiente confidencial en clave que parece querer decir todo cuanto el autor calló en vida. No hay golpes de efecto sentimentales, ni melodramatismo, pero uno siempre imagina historias secretas subyaciendo al “Trío para violín, violonchelo y piano”, los “Valses nobles y sentimentales” o el movimiento lento del “Concierto en sol”, cuya melodía quizá sea una de las más grandes jamás compuestas. Esta dimensión entre confesional y enigmática fue la que movió al director Claude Sautet a incluir varias de estas obras en la banda sonora de “Un corazón en invierno”, con lo que aseguró la presencia de unos sentimientos que el resto de la película no lograba transmitir.

Claro que Ravel no se acaba así. El tópico sobre Stravinsky lo define como un camaleón artístico paralelo a Picasso, pero a veces siento que Ravel fue igual de versátil y proteico y que nadie lo dice. Hay un Ravel decadentista y etéreo al estilo Debussy en la obertura “Shéhérazade”, un Ravel rusista y enérgico, entre Rimsky y su joven alumno Igor, en “Daphnis y Chloe”, un Ravel nocturno e inquietante en “Gaspard de la nuit” (Tony Scott se lo hizo interpretar a la vampira Catherine Deneuve en “El ansia”), un Ravel furioso y anticolonial que espantaba de la sala a los veteranos condecorados, en las “Chansons madécasses”, un Ravel fantasioso e infantil en “Ma mère l’oye” o “El niño y los sortilegios”, un Ravel exigente y casi vanguardista en la “Sonata para violín y chelo”, un Ravel seguidor del swing, el ragtime y el cine mudo en el “Concierto en sol” y la “Sonata para violín y piano”, un Ravel capaz de hacer desembocar el lujo brillante de los valses vieneses en un devastador apocalipsis, en “La valse”, un Ravel visionario y casi cósmico, en “Una barca sobre el océano” o el inicio del “Concierto para la mano izquierda”... Y fíjense en que ni siquiera he mencionado esa vena seudoespañola con quien todo el mundo lo asocia a raíz de cierta obra de cuyo nombre no me acuerdo ahora...

En fin, creo que resulta obvio a estas alturas que el señor Ravel (cuyo apellido pronuncio, como prueba de una incurable pedantería, a la francesa, “Gavel” con “ufe” de “Falladolid”), está entre los señores mis dioses. Me da un poco de coraje que los listos le nieguen la relevancia por considerar que Debussy fue más innovador, etc. etc., pero al cuerno la relevancia y los cánones. En estas músicas, estén o no dentro de la cultura “reconocida”, reza la misma ley universal del oyente o espectador: “Quizá no entienda mucho, pero sé lo que me gusta”.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Compositores: Toru Takemitsu


Esta es la historia de un hombre tan aficionado al cine que, cada vez que llegaba a un país diferente, aunque no hablase su idioma, o quizá precisamente por eso, se metía automáticamente en una sala para ver una película. Para él, el cine era un conjunto orgánico de imágenes y sonidos, y el fluir de estos últimos, incluso si los diálogos estaban en búlgaro o esloveno, producía un efecto meramente musical que iba más allá de lo literario. No le era necesario entender lo que se escuchaba, sino sumergirse en las vibraciones, absorberlas, teniendo siempre en un segundo término ese posible significado que había decidido soslayar, aunque el contexto de las imágenes pudiese dar bastante buenas pistas.

Aquel caballero tan friki se llamaba Toru Takemitsu, y seguramente hablaba por deformación profesional. Al fin y al cabo, su trabajo no era contar historias sino transmitir sugerencias, fragmentos de sueños, pensamientos y sentimientos, a través de piezas musicales etéreas, a veces sin ritmo (prescindiendo de las barras de compás, como hacía de vez en cuando Satie), suspendiendo el tiempo a lo largo de diez o quince minutos que parecían extenderse más allá del comienzo y del fin de la partitura.

Creo que se ha exagerado mucho la deuda de Takemitsu con el impresionismo de Debussy o con Messiaen. La influencia está claramente ahí, siempre ha sido muy obvia la afinidad entre un cierto estilo francés de languidez visionaria, exquisitez tímbrica y un punto de solemnidad, como atestiguan en épocas recientes testimonios como el de Ryuichi Sakamoto, que citaba una grabación de los cuartetos de Debussy y Ravel como el disco que, allá en sus años infantiles, decidió su vocación de músico. El modelo del “Preludio a la siesta de un fauno”, con su melodía recurrente y su placidez casi estática, está presente en infinidad de piezas de Takemitsu; una composicion como “And then I knew ‘twas wind” es la respuesta directa a la “Sonata para flauta, viola y arpa” del francés, e incluso, en “Quotation of dream”, se citan fragmentos de “El mar” que mutan hacia desarrollos distintos, en una especie de “sueño de la música” parecido a lo que hizo Luciano Berio con los fragmentos inconclusos de la Décima Sinfonía de Schubert. Pero decir que el nipón plagia a su modelo sería como decir que Brahms y Schumann, o todo el romanticismo alemán, plagiaban a Beethoven. Aunque supongo que si los dos compositores citados no fuesen alemanes ni austríacos, sí se diría.

En cuanto a la presencia de Messiaen, me da la impresión de que lo dicen por el uso frecuente de la disonancia en el contexto de un estilo afrancesado, pero no veo muchas más similitudes: Takemitsu no es tan obsesivo, ni alterna esa espiritualidad estratosférica con una faceta más terrenal e incluso un poco malsana. Toru era un hombre tranquilo, sin necesidad de exteriorizar demasiado sus sentimientos a través de su música, o de fingir crispación y violencia, lo que le ha valido la reputación injusta de componer el equivalente al hilo musical en la composición contemporánea. Y si le añadimos su intensa actividad para el cine, encima era un vendido.

Pero si escuchamos por ejemplo ese disco, “The film music of Toru Takemitsu”, que un servidor guarda como oro en paño, nos encontraremos con un creador ecléctico que es capaz de pasar del pastiche renacentista al blues y el tango, de valses casi salidos de “Mascarada” de Khachaturian a experiencias electroacústicas, de ingenuas melodías infantiles como la de “Dodeskaden” de Kurosawa a reinterpretaciones de la música tradicional japonesa como otras destinadas a la sala de conciertos, “In an autumn garden” o “November steps”. Para mí, ese disco es casi la quintaesencia de un autor que en su música “seria” tendía a repetirse un poco, pero que sacaba lo mejor de sí cuando se le exigían versatilidad y eclecticismo. Y además era capaz de evocar mundos en apenas diez minutos, lo cual, en esta época apresurada que te impide pasar tardes completas con Bruckner o Mahler, supone toda una ventaja.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Compositores: Paul Hindemith


Hay veces en las que, cuando se te cuelga una etiqueta, por las razones que sean, nada de lo que hagas te servirá para librarte de ella. Ese fenómeno es lo suficientemente malo en la vida de todos los días, pero, cuando se produce en los ámbitos de la cultura, es posible que se siga arrastrando el sambenito después de muerto, durante años, décadas o incluso siglos.

Le pasó a Salieri por culpa de Pushkin, que escribió el drama original de su rivalidad con Mozart y fijó el estereotipo de mediocridad, envidia y traición que luego reciclaron Peter Shaffer y Milos Forman. Y le pasa también al grupo de compositores considerados a priori aburridos, sobre todo para quienes nunca los han escuchado. Por ejemplo, Max Reger y Paul Hindemith.

Y de todas las etiquetas, les tiene que tocar precisamente la de “aburridos”, es decir, la menos informativa de todas, pues se refiere a la reacción subjetiva de una persona que quizá encuerte apasionante observar el crecimiento de una planta o se duerma en el suelo viendo escenas de vampiros peleando contra hombres lobo sobre los tejados de París.

Mal asunto para Hindemith terminar considerado un plomo, dado que sus inicios fueron de niño terrible y provocador, como evidenciaban los títulos y argumentos de sus primeras óperas. No contento con poner música a un extravagante libreto del pintor Oskar Kokoschka, “El asesino: esperanza de las mujeres”, Hindemith se decidió, en “Sancta Susanna”, a contar la pasión sexual de una monja hacia la figura de Cristo crucificado.

Claro que, a la postre, para lo único que le sirvió todo esto a nuestro autor fue para ser uno de los pocos creadores arios incluidos en el índice inquisitorial nazi de la “Música degenerada”, y para tener que poner pies en polvorosa hacia los Estados Unidos pese al apoyo de Wilhelm Furtwängler. Se da por supuesto que no fue por motivos estéticos, ya que Hindemith, devoto del contrapunto y amigo de componer obras “prácticas” que pudieran ser interpretadas por el aficionado medio, defendía una armonía tonal renovada y rechazaba el dodecafonismo de Schoenberg, lo cual le ha valido cerca de un siglo en la lista negra, si es que no está en ella aún.

¿Por qué se supone que Hindemith aburre? Quizá porque, pese a utilizar medios instrumentales y orquestales clásicos, su concepto personal de la modernidad impide que los oyentes más conservadores vean en sus piezas melodías al viejo estilo, y favorece que se pierdan en contrapuntos laberínticos llenos de disonancias. Pero, por lo que a mí respecta, es raro que una obra de Hindemith me defraude, porque supo trasladar a la estética del siglo XX el concepto barroco de “la obra bien hecha”, y porque su energía motórica, su sabiduría instrumental, su inspiración melódica y armónica, mantienen un nivel más que aceptable hasta en las composiciones menos interesantes.

Para mí, Hindemith representa el camino que pudo haber seguido la música alemana de no ser por la debacle del Tercer Reich, tras la cual se demonizó el romanticismo postwagneriano y se instauró la dictadura de los doce tonos. Hindemith, junto a gente como Krenek, Schulhoff, Ullmann y demás defenestrados de la “Entartete Musik”, tenía en sus manos la síntesis entre la gran tradición germanica de los Beethoven, Brahms y Schubert, los aires de renovación del neoclasicismo stravinskiano, el jazz y la frivolidad de los años 20, y el expresionismo que empezó a presagiar Mahler. Pero la historia lo convirtió, como a Martinu, en una “rara avis” exiliada, en un profesor de música con acento raro a quien le estrenaban las obras para hacerle un favor, pero a quien la historia del arte no tomaría en serio.

A mí me gustan bastante las “Kammermusik”, las sinfonías “Matías el pintor”, “Serena” y “La armonía del mundo”, las “Metamorfosis sinfónicas sobre temas de Weber” y “Nobilissima visione”, sus sonatas para piano solo o para piano acompañante y todos los instrumentos de la orquesta, y esa curiosa suite de miniaturas pianísticas, casi impresionistas, que se llama “En una noche... sueños y experiencias” y que rompe con la imagen del contrapuntista severo de los “Ludus tonalis”. Por lo demás, habrá quienes lo encuentren un autor frío y se sientan con derecho a despreciarlo, dado que los popes de la vanguardia también lo hacen. Pero lo repito de nuevo: hasta sus obras menos inspiradas poseen un nivel de oficio, un apunte de posibilidades desperdiciadas por sus sucesores, que las hacen defendibles. Claro que a Schoenberg o a Webern nadie les pide entretenimiento, mientras que, en cambio, a Hindemith sí.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Compositores: Alexander Scriabin


Entre los adjetivos empleados para enjuiciar las obras de expresión artística, reservo un lugar especial de oprobio y deshonor, un poco hacia atrás y a la derecha del que ocupa “sobrevalorado”, para “pretencioso”. Lo pretencioso es, por definición, aquello que al receptor se le escapa completamente y por tanto ni lo entiende ni le entretiene; no obstante, su inseguridad le obliga a mostrar un rechazo total hacia el artista y sus intenciones, en lugar de admitir sencillamente que tal producto no está hecho ni para su sensibilidad ni para su equipamiento mental, lo cual no implica que haya sensibilidades o equipamientos mentales más válidos que otros.

Como consecuencia de lo cual, a cualquier creador que revista sus obras de un barniz “cultural”, se le cuelga indiscriminadamente la etiqueta, cuando ser pretencioso de verdad supone todo un arte al alcance de muy pocos. El mejor ejemplo que se me ocurre es Alexander Scriabin, que volcó sus últimos años en la creación de una mastodóntica obra musical, el “Mysterium”, que se representaría durante varios días seguidos en un templo especial construido al efecto en el Tíbet, y cuyos efectos cataclísmicos y casi apocalípticos acabarían con el mundo tal como lo conocemos e inaugurarían una época mejor y más fructífera de la humanidad. Vamos, algo capaz de dejar a Wagner, Bayreuth y “El anillo del nibelungo” a la altura de un simple juego de niños.

La base de tan gigantescas ambiciones la podríamos encontrar en la diminutiva estatura del compositor, determinado, como autor sinfónico, a demostrar que el tamaño sí importaba, ya desde su primera sinfonía, con duración de 50 minutos y un final como coro y solistas vocales al estilo de la Novena de Beethoven, hasta su última obra sinfónica estrenada, “Prometeo, el poema del fuego”, para piano, órgano, coro, orquesta y un “órgano de colores”, que inundaba el escenario con luces de tonos cromáticos correspondientes a los distintos acordes (colores que, dicho sea de paso, coinciden a menudo con los que afirmaba ver Messiaen al escuchar los mismos sonidos). Pero el afán de superación ya vino antes, cuando el pequeño tamaño de sus manos le empujó a alcanzar el virtuosismo pianístico, practicando hasta lesionarse (de ahí la composición de su famoso “Estudio para la mano izquierda”, la única que le funcionaba bien en aquellos momentos).

En el siglo XX se puso muy de moda burlarse de las aspiraciones literarias, del misticismo con que los románticos gustaban de rodearse a veces, y Scriabin, como hemos visto, llevó esta tendencia al extremo. Pero toda esta pretenciosidad tan poco apreciada (“No se puede imponer la divinidad a un acorde”, decía de nuestro compositor el pianista vagabundo a quien daba vida Samuel L. Jackson en la película “Muerte de un ángel”) tuvo como resultado un estilo único en su enrarecimiento, en su extrañeza visionaria. Sinceramente, no me extraña que Fritz Leiber, en su clásica novela fantástica “Esposa hechicera” incluyese dentro de su arsenal actualizado de la magia una aguja fonográfica que sólo hubiese reproducido la Sonata para piano nº 9 “Misa negra”. El sobrenombre creo que es ajeno, pero se ajusta como un guante al misterio melancólico de la pieza, a ese aliento de otro mundo que la cruza y que en gran parte es producto de la armonía creada por el “acorde místico”, expresión de una escala donde los tonos completos (al estilo de Debussy) y los intervalos de séptima dominante mandan a paseo la tonalidad tradicional, tanto es así que en las partituras falta, al lado de la clave, el grupito de bemoles o sostenidos que nos suele decir cómo poner las manos.

La leyenda dice que Scriabin estaba bajo los efectos de una poderosa sustancia intoxicante mientras componía el “Poema del éxtasis” para orquesta, y la verdad es que se nota para bien, por el gigantismo y la desmesura, aunque, a un servidor, esta estructura de monobloque, en un movimiento continuo y el desfile de los temas principales por una tonalidad tras otra, le parezca una mera ampliación del esquema de las últimas sonatas para piano y le resulte quizá un tanto cerebral. Pero con Scriabin no hay término medio: las tres primeras sinfonías, aunque llenas de momentos extraordinarios (en particular, los movimientos en adagio de la Segunda y la Tercera, con su ambiente lánguido y sensual y esas flautas remedando cantos de pájaros mucho antes de Messiaen) pecan de una retórica un poco hinchada, de un plan formal que en manos interpretativas torpes puede quedar ampuloso.

Pero sea como fuere, sin sus ambiciones megalómanas y absurdas Scriabin no sería la figura fascinante que es, un paradigma del exceso y el frikismo compositivos capaz de transportarte a otro mundo sin intermediario químico alguno.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Compositores: Samuel Barber


Cuando cierto grupo indie cuyo nombre desconozco habla de una moto cuyo motor suena a Samuel Barber, creo no equivocarme en suponer que tal sonido se asemeja al “Adagio para cuerdas” y no a “Meditación y danza de venganza de Medea”, el “Concierto de Capricornio” o el “Segundo ensayo para orquesta”. Parece que estamos demasiado acostumbrados al ámbito de la música pop, donde una manera de sonar es una marca de fábrica, para hacernos a la idea de que un compositor no se pasa la vida entera repitiendo la misma pieza. Bueno, Stravinsky dijo que Vivaldi compuso doscientas veces el mismo concierto, pero no todos tienen por qué hacer así.

Si consideramos que el “Adagio para cuerdas” es una de las primeras obras de Barber (es el arreglo para toda la sección de cuerda de un movimiento de su Cuarteto op. 11), nos daría la impresión de que lo suyo fue llegar y besar al santo, aunque estos éxitos tempranos tienen también bastante de maldición. Tanta aparición cinematográfica en “El hombre elefante” y “Platoon”, tanto funeral de estado a su son, han terminado haciendo de la pieza un sinónimo de dramatismo sensiblero, de un romanticismo moña ajeno al espíritu de los tiempos, en definitiva en una partitura detestada de manera inmisericorde por mucha persona de criterio independiente que se siente objeto de una manipulación al escucharla.

Injusto; el sentimentalismo forma parte de las emociones y pensamientos humanos con idéntico rango a la furia, el cálculo racional, el deseo sexual o el humor, y si pensamos que la música puede intentar reflejar todo esto, el “Adagio para cuerdas” posee una dignidad sobrecogedora, sea un topicazo o no. Es verdad que no hay muchos progresos formales respecto al siglo XIX, pero también que Barber no se detuvo ahí. Su ballet “Medea”, junto a la increíble síntesis del mismo, la “Meditación y danza de venganza”, que recompone e unifica sus momentos estelares en apenas 12 minutos, no son la obra de un retrógrado, sino de alguien que conoce muy bien los recursos modernos de la orquesta, sabe crear atmósferas inquietantes y oscuras y conducirlas a un clímax a medio camino entre los ritmos latinos y “La consagración de la primavera”.

El “Concierto para violín”, por más que los íntegros puedan cachondearse al saber que fue encargado por un fabricante de jabón para que su hijo adoptivo se luciera, debe ser uno de los últimos grandes conciertos para el instrumento llenos de amplias melodías, romanticismo expansivo y virtuosismo diabólico. Y la verdad es que el formato concertante se le dio bien a Samuel: para piano, dejó una interesante confrontación entre un modernismo percutante como lo pudo haber entendido el último Bartók y la melodía dulce e inolvidable del movimiento central, y, para chelo, ya que no podía medirse en ese terreno a Dvorak (¿y quién ha podido?), se ocupó de que su concierto fuera de los más directos y dinámicos jamás escritos para el mastodonte que se toca entre las piernas.

La cosa no para ahí: la “Sinfonía nº1”, cuyos cuatro movimientos continuos desarrollan con sobriedad, ingenio e imaginación un único tema, no me parece peor que, por ejemplo, la “Sinfonía da requiem” de Britten; la “Sonata para piano”, angular y tensa, atestigua que Barber manejaba armonías y ritmos más modernos de lo que muchos seudomelómanos le atribuyen; el “Concierto de Capricornio” es una atractiva incursión en el neoclasicismo stravinskiano, “Música de verano” es uno de los quintetos de viento más evocadores y melancólicos que conozco...

Vamos, que si hay por ahí fuera alguna moto que suene a todo esto, yo quiero esa moto.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Compositores: György Ligeti


Con la excepción de figuras híbridas como Frank Zappa o celebridades minimalistas al estilo Michael Nyman, György Ligeti es casi el único compositor “serio” de la segunda mitad del XX que logró adquirir cierto status de icono pop, y todo gracias a un señor llamado Stanley Kubrick, a quien llamó la atención la música del húngaro cuando apenas debían de conocerlo cuatro perturbados asistentes a los cursos de verano en Darmstadt y parecida fauna friki, y dio el importante paso de desechar en su favor la amalgama de cartón piedra hollywoodense y pastiches de Stravinsky y Copland que presumiblemente le tenía preparada Alex North. Y no es por menospreciar a North, pero Kubrick hizo bien: “2001” no habría parecido ni la mitad de original con una música de acompañamiento que hubiese sonado “a banda sonora”.

Una de las claves de por qué Ligeti suele ser más aceptado que, por ejemplo, mi amigo Pierre Boulez, es el hecho de que el efecto producido por la música suele ser más importante que los inteligentísimos procedimientos por los que se ha llegado a ella. La textura sonora creada, en “Atmósferas”, "Réquiem" y otras piezas similares, por esas pequeñísimas polifonías instrumentales y vocales, velocísimas, casi simultáneas, pero siempre fuera de fase, e imposibles de distinguir por separado, logra inducir en el oyente atento la especie de hipnosis, la suspensión del tiempo, a la que un servidor se refirió en su único encuentro cara a cara con el maestro, allá por 1996, cuando le dedicó la frase ya mítica “Your music is better than LSD”. Uno entonces era más joven y descarado.

Otra clave de Ligeti era su humor (a no ser que sus piezas las dirija Boulez, claro... Me da que a estas alturas no me admitirán en su club de fans). Desde la primeriza “Musica ricercata”, que comienza con un fragmento donde se toca una única nota en distintas alturas y ritmos, pasando por los valses paródicos del cuarteto “Metamorfosis nocturnas” o las operitas en miniatura “Aventures” y “Nouvelles aventures”, donde los cantantes interaccionan, se pelean, se cortejan y se acuestan entre ellos sin palabras, a base de gritos, risas y demás efectos vocales, y desembocando en la ópera “de verdad” “El gran macabro”, pródiga en voyeurismo, sadomasoquismo, borrachera y sátiras del poder, el mundo de Ligeti carece de la seriedad en plan carapalo que solemos creer inseparable de la composición contemporánea.

Otro aspecto que me gusta del transilvano es su versatilidad, y su gradual evolución hacia una manera de expresarse alejada del enfrentamiento con el público porque sí. Iniciándose como un compositor tonal de raíces populares, como mandaba el realismo socialista (lo cual hace posible, como en el caso de Lutoslawski, o el de la “época azul” de Picasso, constatar que si el artista se pasó a lo “raro” no era por falta de talento para lo convencional), Ligeti encontró la fórmula de la “micropolifonía” ya descrita, pero no explotó el filón durante décadas. Más adelante, experimentó con los ritmos desincronizados, como en el “Segundo cuarteto” o el “Concierto de cámara” para desembocar en una apasionante etapa final donde cabía todo, incluyendo melodías a veces de lo más romanticón (“Concierto para violín”), ragtimes de ciencia ficción siguiendo las experiencias con pianolas de Conlon Nancarrow (“Estudios” o “Concierto para piano”) o un ciclo final de canciones, “Con flautas, tambores y violines” que, entre lo dadaísta, lo étnico y lo melódico, supone un colofón sorprendentemente accesible para una obra que supo llegar a un público sin exigirle diplomas conjuntos de física nuclear y filosofía de Wittgenstein, ese tipo de grotescas racionalizaciones que tan poco tienen que ver con la música pero que parecen en muchos casos obligatorias para hacer colar unas composiciones tan poco novedosas como feúchas.

martes, 18 de noviembre de 2008

Compositores: Sergei Prokofiev


Aunque nos pese, todos comenzamos como punkis rebeldes empeñados en derrocar el orden establecido, para terminar pensando de una manera muy parecida a la de nuestros reaccionarios padres. Son fases inevitables del desarrollo: de jóvenes nos gusta llamar la atención, causar escándalo. Más tarde, si ya hemos conseguido esa atención, no resulta necesario seguir epatando, a no ser que seamos exhibicionistas patológicos o no tengamos otras cosas que contar u otras habilidades aparte de dar la nota.

Sergei Prokofiev, aunque hoy en día se le vea como un viejo carca entre otros muchos, comenzó su carrera rompiendo moldes y cabreando a sus profesores. La agresividad de sus primeras obras sigue cautivando a los amantes de la intensidad y el ruido, por ejemplo en aquella "Suite escita" que provocó en su estreno la salida airada del director del conservatorio, Glazunov, y cuyo segundo movimiento, “El dios enemigo y la danza de los espíritus de las tinieblas”, no desentonó en un disco de rock unos sesenta años después, con el único añadido de la batería de Carl Palmer.

Lo que Prokofiev quería ser de mayor era Stravinsky, y la verdad es que no le faltaba talento: como pianista era bastante superior, y su don para el humor, el virtuosismo diabólico y la violencia sonora hacía presagiar un duelo de titanes. Siguiendo los pasos de Igor, Prokofiev acudió a los Ballets Rusos de Diaghilev para ofrecerle su réplica a “La consagración de la primavera”, “Ala y Lolli”, que sin embargo no gustó al empresario y acabó reconvertida en la ya citada “Suite escita”, un monumento sin desperdicio al exceso juvenil cuya orquesta requiere unos 13 percusionistas más o menos (lo digo porque, en un concierto, los conté). Sergei no cejó y produjo su respuesta a “Petrushka”, “Chout”, pero los resultados no eran los esperados ni aquí, ni en las primeras sinfonías, de violencia martilleante, ni en las óperas de asunto escabrosillo (aunque el clímax de “El ángel de fuego”, con esa histeria monjil colectiva digna de “The devils” de Ken Russell, se come con patatas a todo Rossini y Donizetti).

Prokofiev se cansaba. No era capaz de adaptarse a la existencia cosmopolita, errante y desarraigada, de su gran rival, y era consciente de que su fuerte estaba en un modo de expresión más cálido y sereno, como en su “Concierto para violín nº 1” o en sus “Visiones fugitivas” para piano (título que me suena de algo, no sé de qué). La nostalgia le pudo a Prokofiev, y por eso aceptó acomodar su cuello en el nudo corredizo que le tendía la Unión Soviética de Stalin. Uno de los cambios principales en su vida fue la deportación a Siberia de su primera esposa, Carolina Codina, y su reemplazo por Mira Mendelson, a quien el KGB había encomendado el espionaje de su marido.

Como Prokofiev mantenía su talento, dio origen a momentos musicales imborrables, como “Alexander Nevsky” (música de cine aún hoy copiada en toda escena de batallas que se precie, incluya o no guitarra heavy) o el ballet “Romeo y Julieta”, aunque otras veces se tiene la impresión de que el impulso punki inicial se perdió del todo y simplemente se aplica un toque excéntrico a melodías y armonías un poco de andar por casa, quizá por miedo a las acusaciones de formalismo burgués que podían hacerte aterrizar de cabeza en el gulag. Pero lo importante es que Prokofiev no necesitó coartadas históricas ni psicodramas encubiertos, como Shostakovich, para brillar en su creación. La pena es que creyera en el mito de los honrados maestros de capilla , al estilo de Haydn, capaces de desempeñar su oficio sin problemas a la sombra de sus amos políticos. Un ejemplo más del daño que puede hacer el clasicismo.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Compositores: Darius Milhaud


Hay personas que parecen nacidas fuera de su tiempo y lugar. Por ejemplo, a Darius Milhaud, con su oronda figura y su expresión extrovertida, le habrían bastado una buena peluca y un buen traje del siglo XVIII para encajar de maravilla en el clasicismo o el barroco, épocas en las que la afición a un melodismo casi popular y una enorme fecundidad compositiva no constituían, como en el siglo XX, obstáculos para el reconocimiento entre la gente que sabe.

Pero que conste que Milhaud, pese a sus trazas de hombre de otra época, intentó adaptarse a la suya, si bien se quedó un poco a las puertas, figurando en la historia de la música a título un poco testimonial pese a que algunas de sus piezas son bastante conocidas. Conocidas, pero en ocasiones de un modo despectivo, en plan un poco perdonavidas.

Por ejemplo, entre los melómanos más progres se tiene a Milhaud como uno de los ejemplos por excelencia de la incapacidad de los autores de formación clásica para captar la verdadera esencia del jazz, que habría quedado, en obras como “La creación del mundo”, reducida a su superficie de swing bailable pero sin incorporar el carácter improvisativo que da el alma al estilo y sin combinarlo bien con el estilo fugado a la barroca de otras partes de la partitura. Lo cual es ciertamente injusto, pues, por un lado, el resultado se acerca más, durante el trepidante final, al espíritu desenfrenado de una jam session que en la mayoría de experimentos similares, y, en segundo lugar, ni el Milhaud de aquí, ni el Stravinsky del “Concierto de ébano” pretendían hacer jazz, sino más bien una de sus propias obras aderezada con elementos contemporáneos vistos en otro contexto. Lo cual sería como si los sesudos vanguardistas de postguerra, tipo Stockhausen o Xenakis, hubiesen introducido maneras del pop o el rock en sus trabajos. Pero eran otros tiempos.

A Milhaud se le conoce también como a una especie de aprendiz de innovador, que no sólo fue el introductor en Francia del “Pierrot lunaire” de Schoenberg, sino que acabó desdeñando la atonalidad reglamentada de este último a favor de una explotación contumaz de la politonalidad, donde la extrañeza surgía no de la ausencia de una jerarquía convencional de los sonidos, sino de la superposición de escalas tonales de toda la vida, interpretando acordes y melodías de toda la vida pero que chocaban entre sí constantemente. El concepto, bien utilizado, podía dar su nota picante y evocadora a la composición (por ejemplo, “El buey sobre el tejado”, la “fantasía cinematográfica” que evoca la estancia del autor en Brasil, debe su atmósfera entre festiva y soñadora, su conseguido aire nocturno y melancólico, al sagaz uso simultáneo de tonalidades no relacionadas, como si se tratase de charangas tocadas a la vez en barrios vecinos), pero también, sobre todo en manos interpretativas poco capaces, puede llevar al cansancio y a la confusión, pues a menudo uno no sabe qué línea seguir, como si, haciendo caso a Ives, se estuvieran escuchando dos obras no relacionadas pero ejecutadas al mismo tiempo. De hecho esto último Milhaud lo llegó a hacer: tiene un octeto de cuerdas que resulta de simultanear las partituras de dos de sus cuartetos...

Pues ya veis, entre falso jazzista y falso innovador, Milhaud termina por ser una de las figuras más prolíficas y más desconocidas entre los compositores del siglo XX, reducida a cuatro tópicos y cuatro obras de un total de más de trescientas, pero uno siente que en todo ese catálogo deben acechar bastantes sorpresas. Yo recuerdo por ejemplo un concierto para violín y orquesta sin politonalidad, ni jazz, ni brasileñismos, que tenía bastante dignidad y dramatismo y no se iba olvidando durante la audición. O unas brevísimas sinfonías, concentradas en cinco o seis minutos cada una, que recogían el testigo del Stravinsky popular y juguetón, genio inspirador en la sombra de todo aquel “Grupo de los Seis” donde también estaba Poulenc. Investigar en la obra de Milhaud puede resultar a veces fatigoso por lo desigual del conjunto, pero demos una oportunidad a este hombre que, a pesar de su nacimiento fuera de época y sus serios problemas de salud, dio muchas lecciones de luminosidad y alegría musicales en una época en que el pensamiento único obligaba a la música “artística” a ser gris, tediosa y convencionalmente desesperada.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Compositores: Erich Wolfgang Korngold


Todos saben, o al menos eso nos querrían hacer creer, que la composición musical es un arte de caballeros. Escribir negras y corcheas sobre el pentagrama ha de hacerse por el amor exclusivo del arte y no para fines tan groseros como el de ganarse la vida. La mera idea de que un músico quiera ver remunerada su obra e incluso derivar de ella grandes beneficios es un anatema, motivo suficiente para ser expulsado del paraíso con espada de fuego. Si el artista en cuestión no es un rico heredero, rentista de por vida, al menos ha de tener la decencia de morir de hambre o falta de cuidados médicos.

Si no, uno no se explica el desdén que los listos hacen caer sobre los autores de música para el cine. A pesar de que el cine, con sus apenas ciento y pico años de edad, va entrando en la corriente principal de las artes y en la cultura general (de la cual, por cierto, algo tan indiscutible como la música clásica hace mucho tiempo que salió), y de que la música es un elemento sonoro que puede contribuir ideas, sentimientos y significados de todo tipo al conjunto, es raro que los currantes especializados en acompañar fotogramas sean citados en la misma frase que los caballeros que estrenan en la sala de conciertos. Y si alguien lo duda, fijémonos no en los nombres señeros de ahora, sino en los contemporáneos de las grandes glorias del siglo XX que aplcaron su talento al séptimo arte, en gente como Georges Auric o Erich Wolfgang Korngold.

El caso de Korngold es peculiar, porque, a principios del XX, su reputación era la del Mozart de la Viena decadente anterior a la guerra del 14. Dominador desde su infancia de los recursos más espectaculares, soñadores y melosos de la orquesta sinfónica, y celebrado por personalidades del estilo de Mahler o Richard Strauss, Korngold incluso parecía destinado a ser uno de los grandes operistas, como atestigua “La ciudad muerta”, alucinada adaptación de la no menos alucinada novela de Georges Rodenbach, “Brujas la muerta”, que narra la obsesión de un hombre por una doble de su esposa muerta y que supone un clarísimo precedente de “Vértigo”.

Pero el siglo XX ya no estaba para tantas florituras, y el joven Korngold, judío practicante de un “arte degenerado”, tuvo que hacer las maletas y aterrizar en California, donde, el sustento obliga, llamó a la puerta de la Warner Brothers. Allí, inventaría prácticamente solo el estilo grandilocuente de las bandas sonoras de Hollywood, asociado a los géneros aventurero o colosal. Escuchad las músicas de “Robín de los Bosques” o “El halcón del mar”, películas de aquel gran pianista aficionado que fue Errol Flynn, y tened en cuenta que Korngold fue el primero en hacer partituras así. O sea, el origen de la multitud de tópicos que terminan haciendo intercambiables entre sí las composiciones para casi todo el cine comercial, pero no echéis la culpa al inventor sino a los seguidores sin imaginación.

Claro que el éxito se paga con la hostilidad de los envidiosos. Los intentos de Korngold por volver a triunfar, como en la Viena de su adolescencia, en los templos de la música “pura”, no acabaron de cuajar, pese a que Jascha Heifetz interpretó a menudo su “Concierto para violín” (bastante más entretenido y emocionante que muchas piezas sagradas del repertorio) o a que Dimitri Mitropoulos se comprometió a hacer grande la tardía “Sinfonía Op. 40”, que no tiene nada que envidiar a muchas de Shostakovich que se tocan y graban constantemente. Sin embargo, Mitropoulos no vivió para cumplir su promesa, y Korngold se quedó en un nombre recordado por los frikis del celuloide clásico, los que saben quiénes eran Edith Head o Lee Garmes, y se emocionan ante la posibilidad de que pelis como “El caballero Adverse”, con Fredric March, salgan editadas en DVD.

Aún hoy hay contemporaneístas que despachan músicas de romanticismo desmelenado y demostrativo, como por ejemplo la de Rachmaninov, con un despectivo “música de películas”, injusto si tenemos en cuenta nombres como los de Miklós Rozsa, Bernard Herrmann o Jerry Goldsmith. De hecho, es una desgracia que los conservatorios propaguen esta forma de pensar elitista, porque, si algo necesita el cine, son compositores de pensamiento e inspiración originales, y no lo que terminamos sufriendo: fotocopiadores de partituras que, seguros de la ignorancia total del público en lo que respecta a música “seria”, plagian por activa y pasiva los clásicos de dominio público y no tan público. Porque es bien curioso que, pese a que el público de a pie hace cruces y exclama “Vade retro Satanás” cada vez que le mentas a los compositores clásicos, luego reconocen que el sonido de una orquesta sinfónica es el más majestuoso, intemporal y adecuado para la gran pantalla.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Compositores: Ralph Vaughan Williams


El hecho de vivir en dos islas, aislados por el mar del resto de Europa, otorga a los británicos la licencia de perpetuar hasta el infinito sus excentricidades, fingiendo con éxito no haberse dado cuenta de cómo se hacen de verdad las cosas en el mundo. Conducen por el lado equivocado de la carretera, colocan el adjetivo antes del nombre, estropean el té a base de echarle una nube de leche, se incorporan a la Unión Europea sin adoptar el euro, y continuaban componiendo sinfonías postrománticas de cuatro movimientos cuando en todos los países civilizados la música seria era un asunto de series dodecafónicas, modos de valores e intensidades, estocástica o espectralismo. Y de salas de conciertos vacías.

Resulta cuando menos curioso el enorme número de ciclos sinfónicos producidos en el Reino Unido y virtualmente desconocidos fuera de la pérfida Albión. Si me pongo sólo a citar los que conozco de oídas, me encontraría con Brian, Bax, Finzi, Howells, Parry y una larga retahíla de nombres consignados en los ámbitos académicos de la música continental a la misma papelera de la irrelevancia, al mismo parque jurásico de los clones sin talento de Edward Elgar empeñados en cultivar un tedioso bucolismo folklórico y un vocabulario de acordes y melodías más visto que el tebeo.

Por mi parte, suelo pensar que todos estos autores ingleses hacían bien, y que la manera en que los listos los desprecian peca de ignorancia simplista. Mi mejor ejemplo es tal vez su figura máxima, Ralph Vaughan Williams (refiriéndome, claro está, a los sinfonistas, porque Britten jugaba en otra liga). Es fácil despachar a Sir Ralph (pronúnciese “Reif” como en “Reif” Fiennes) como un merengue pastoril si sólo se conoce su obra para violín y orquesta “The lark ascending” (y aun así, como merengue está bastante bueno). Sin embargo, partituras como la Cuarta Sinfonía despliegan una energía y una violencia que podríamos relacionar con los años turbulentos de Prokofiev o Hindemith, e incluso remansos de placidez como la Tercera son mucho más meditativos y enigmáticos que empalagosos.

Vaughan Williams, en su vena más hímnica y solemne, puede recordar mucho al peplum bíblico (no en balde compuso el ballet “Job”) y quizá no sea un magnífico desarrollador, pero sus instintos melódico y armónico son justos, y podemos dar fe de que algo aprendió sobre orquestación en su breve temporada de estudios con Maurice Ravel. Sir Ralph nunca pretendió innovar, pero su aspecto de afable lobo de mar escondía extraños recovecos, a juzgar por climas fantasmagóricos como el que supo crear al final de la Sexta Sinfonía (según algunos, expresión del incipiente pánico nuclear), o por cómo supo identificarse con los desiertos helados en la “Sinfonía antártica”, ambas piezas muestras del mismo modernismo moderado que en Inglaterra originó también hitos como “Los Planetas” de Holst o algunas piezas de Frank Bridge, William Walton o Arthur Bliss. Pero claro, al no ser alemanes ni austríacos, sus aportaciones no valen. Supongo que si en lugar de la “Deutsche Grammophon” hubiéramos tenido la “British Gramophone”, incluso Barenboim o Zubin Mehta habrían grabado el ciclo de RVW, y varias veces.

Pero divago: si quisiera reflejar en un solo brochazo por qué me cae bien la música de Vaughan Williams, sólo tengo que imaginarme el estreno de la Quinta Sinfonía, durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras Shostakovich, Prokofiev o Khachaturian eran conminados por Stalin a componer ardorosas diatribas patrióticas a la salida de cuya interpretación casi se podían regalar rifles para ametrallar al enemigo nazi, el ya anciano Sir Ralph concentró con mayor intensidad que nunca su modo pastoral, elegante y majestuoso, como queriendo decir que, en medio de un mundo en caos y de una conflagración con final incierto, la belleza pervive eterna, serena e inmutable. Los violines no disparan: ayudan a refugiarse mejor dentro de uno mismo, sobre todo cuando el universo se muestra irremediablemente hostil.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Compositores: Alban Berg


Alban Berg siempre ha sido un poco incómodo para los popes de la vanguardia. La escuela de Darmstadt había creado la figura del compositor como intelectual puro, tres cuartas partes científico, cuya misión era abominar de la perniciosa cultura de masas y provocar la huida de quienes buscasen en la música “seria” gratificaciones estéticas tan reaccionarias y burguesas como las que proveían la vieja armonía tonal, la belleza clásica y el sentimentalismo vergonzoso de los románticos. Después del Holocausto, dijo Theodor W. Adorno, no podía haber poesía. En lo cual se equivocaba, porque en el mundo hay holocaustos cada dos por tres y la poesía sigue brotando como las setas después de la lluvia.

Como la historia la escriben los vencedores, ha existido un interés en presentar a Berg como una especie de matemático frío, como un observador desapasionado de las terribles historias de sus óperas “Wozzeck” y “Lulu”. No hay más que escuchar cualquier grabación de Pierre Boulez, por ejemplo, donde se presenta una estética remota y extraña, sin calidez, por más que, para quienes pueden seguir la música partitura en mano, “se oiga todo” (lo cual a veces es casi el mayor mérito de lo que el francés dirige).

Pero la verdad es que Berg era un tipo mundano, bebedor, aficionado a los coches y al jazz, hincha del Rapid de Viena y amigo de aventuras con mujeres casadas (quizá por ello, algunos especulan, su legítima tardó tanto en llamar al doctor en la Nochebuena del 35, propiciando la muerte por septicemia del músico). Las lecciones metodológicas de Arnold Schoenberg no deberían ocultar que el mundo sonoro de Berg es espiritual pero también muy carnal, subiendo a los mismos cielos que las corales de Bach pero también descendiendo al puterío de los cabarets cada vez que suena un perezoso saxofón en un ambiente onírico de canallismo. Los que identifican a Mahler con Klimt suelen olvidarse de relacionar a Berg con Schiele.

Un contraste revelador de cómo habría que ver a Alban Berg lo proveen dos versiones de su ópera inacabada, “Lulu”, que, según el mismo original de Franz Wedekind que inspiró la película “La caja de Pandora”, de Pabst, narra las escandalosas andanzas de una mujer fatal que manipula y destruye a los hombres a su paso y que sólo encuentra su igual, y la muerte, en los brazos de Jack el Destripador. No hace falta entender mucho de sutilezas musicales para captar la diferencia entre los dos discos: durante la grabación en vivo de Karl Böhm con la orquesta de la Deutsche Oper, las situaciones de picaresca sexual, con diálogos hablados al estilo singspiel, provocan risas entre el público, dado su carácter cómico y terrenal; en cambio, escuchando la reconstrucción de la versión íntegra, con Boulez y la Orquesta de la Opera de París, los mismos diálogos alemanes parecen recitados por zombis, sin gracia ni expresividad, como muestra del desprecio por los sentimientos que reinó durante muchos años en los círculos de la vanguardia.

Tal como yo entiendo la creación de Alban Berg, estamos ante la fase decadente y malsana del romanticismo, la desintegración surreal y fascinante de los oropeles vieneses del art nouveau (o, como lo llamaban en alemán, jugendstil). La capacidad evocativa de las “Tres piezas para orquesta”, la “Suite lírica” o la propia “Lulu Suite” más que expresionista me resulta casi impresionista, en el sentido fantasioso e intoxicante que yo le doy a la palabra, más cercano a las visiones del opio que a las robustas vivencias de un amante del aire libre. A veces me molesta un poco el patetismo de “Wozzeck”, pero nunca me deja indiferente la manera alucinada de poner en música la historia de ese desgraciado enloquecido por los experimentos médicos que acaba asesinando a su mujer por engañarlo con el Tambor Mayor.

Hacen mal quienes convierten los pentagramas de Berg en áridos crucigramas; su música es ácida, fascinante y peligrosa, como el alcohol, el sexo o una buena droga.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Compositores: Manuel de Falla


Habría dos modos posibles de comenzar esta entrada.

El primero:

“Cuando le preguntaban a Leonard Bernstein por la importancia en la música mundial de Aaron Copland, contestaba en plan resignado: “Es lo mejor que tenemos, ya sabéis...”, lo cual no suponía un gran agradecimiento hacia el hombre que lo había apoyado tanto en los comienzos de su carrera como músico, y con quien, según las lenguas bífidas, tuvo relaciones bastante íntimas y personales.

Sin embargo, Bernstein era sincero, y su manera de reconocer que su ex mentor no estaba a la altura de los grandes de la composición del siglo XX podríamos trasladarla a nuestro Manuel de Falla, que pese a ser el único compositor español capaz de codearse con los mejores durante la época dorada de los Ballets Rusos, anduvo siempre a remolque de lo que hacían sus superiores, léase Debussy, Ravel o Stravinsky. “El sombrero de tres picos” pretendió ser un “Petrushka” hispánico, mientras que “Noches en los jardines de España” debía ser la respuesta a “Ibéria” de Debussy, porque picaba lo suyo que la mejor obra orquestal inspirada por nuestro país la hubiese escrito alguien que sólo lo pisó en toda su vida para ver una corrida de toros en San Juan de Luz...”

Ahora bien, me da que esto es un blog y que ya estoy perdiendo bastantes lectores a base de insistir en temas que se la traen bastante floja a la gente guay de pro, con lo cual quizá debería probar otra estrategia:

“El destino de Manuel de Falla es una terrible advertencia a todo joven ingenuo que desee seguir el camino de la composición musical en este país dejado de la mano de Dios. Incluso si llegas a ser la figura máxima de tu arte, no tendrás mayor satisfacción que el honor póstumo de figurar en los billetes de cien pesetas; por lo demás, lo más probable es que termines obligado a exiliarte a Argentina para afanarte en la más aburrida de tus obras, que no llegarás a terminar, y que mueras a los 70 años sin haber mojado una sola vez, pues las únicas ocasiones de vicio y perversión que se te habrán cruzado en toda tu vida habrán sido las del conventículo gay de Diaghilev y sus Ballets Rusos, demasiado para un español pequeñito, serio y católico que sólo vestía de negro y se enamoraba platónicamente de tonadilleras. Aquellos rusos degenerados ya se las habían arreglado para volver loco al bailaor que debía enseñarle los pasos flamencos a Massine, y al que encontraron un día, presa de un trance, zapateando ante el altar de una iglesia...”

¿Cuál de las dos versiones habría sido mejor? Porque la verdad es que no me decido...

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Compositores: Dimitri Shostakovich


Sería un error fabricarnos una imagen personal de un creador a partir de sus obras, pero en algunos casos no podemos evitarlo.Por ejemplo, Dimitri Shostakovich: desde sus comienzos idealistas e innovadores hasta la complacencia en la desolación de su última época, pasando por la épica sinfónica en plan “blockbuster” que se requirió de él durante la guerra, el compositor ruso nos aparece como una persona de talento zarandeada por las circunstancias, obligada a traicionarse una y mil veces para sobrevivir, irónica, sarcástica y amargada, celosa del éxito y talento ajenos, que no duda en parodiar y casi ridiculizar cada vez que se le encargan orquestaciones de otros autores, y preocupada hasta un extremo neurótico por la opinión que se tendrá de él, en casa y en el extranjero, tanto que borrará sus huellas tras de sí y falsificará otras de las que renegará a su vez, y así sucesivamente.

Tampoco se le puede echar demasiado la culpa dadas las circunstancias. Como demostración de que la cultura va por un lado y la sociedad por otro, mal que le pese a los progres, el ejemplo de la Unión Soviética no tiene precio. Los ingenuos que creyeron en una nueva sensibilidad vanguardista al margen de la degradada cultura de consumo europea, como Maiakovski, Meyerhold, Mossolov, Roslavets o el joven Shostakovich, aprenderán pronto su error: hay que trabajar para las masas, por que el arte por el arte, sin una finalidad pragmática, es un cáncer burgués que necesita ser extirpado.

A Shostakovich más o menos se le dejó en paz hasta que estrenó su ópera “Lady Macbeth de Mtsensk”, condenada en un editorial de Pravda tal vez menos por su música que por su retrato realista, pródigo en violaciones, fustigamientos, escenas de cama, asesinatos, brutalidad policial y campos de trabajo, de una Rusia profunda que aún existía. Ya se sabe que Stalin, al igual que con la película de Eisenstein “Iván el Terrible”, se sentía aludido cada vez que alguien contaba historias de tiranía e injusticia. La leyenda reza que Shostakovich, para conservar el pellejo, persistía en componer músicas para cine de inspiración popular, ligeras y humorísticas, que para él mismo eran malas a propósito pero que complacían lo suyo al “hombre de hierro”, cuyos gustos musicales siempre fueron dudosos.

Mientras tanto, la supuesta autobiografía “Testimonio”, escrita por Solomon Volkov, buscaba crear en Occidente la imagen de un artista oprimido que llenaba su obra de mensajes en clave, protestando por las atrocidades del régimen estalinista mientras fingía glorificarlo. En el fondo se trata de una nueva versión de los fárragos extramusicales tan queridos por los románticos, donde se pretendía hacer decir a la música un montón de cosas que no están al alcance de meras moléculas de aire en movimiento vibratorio, pero en este caso con varias capas de malicia obligadas por el laberinto kafkiano de la burocracia soviética. Sin embargo, a veces uno se pierde en la red de intrigas, y valga como ejemplo la Sinfonía nº 12, “El año 1917”, que debía servir para conmemorar el 40 aniversario de la revolución. Se la suele considerar la peor de todo el ciclo sinfónico de Shostakovich, y hay quienes afirman (quizá anticomunistas apasionados) que esa falta de calidad es deliberada, una manera de expresar la decepción con el resultado final del sueño bolchevique, aunque lo cierto es que se la puede ver como una versión en tebeo, superficial y entretenida, del mismo tipo de propaganda que en la anterior, “El año 1905”, parecía aspirar a la prolongada grandeza retórica de una gran novela de Tolstoi o Dostoyevski, pero se quedaba en la antesala de la pesadez.

Shostakovich descubrió sus debilidades el día que puso en duda la concesión del Premio Stalin a su rival Prokofiev por su cantata “Alexander Nevsky”: afirmaba que en aquella obra se debía de transgredir algún tipo de reglas del arte, porque las ideas aparecían y desaparecían con prodigalidad insultante, sin siquiera ser desarrolladas. Dimitri debía sentir que, con el material musical de aquella pieza de 40 minutos, él había compuesto otras 15 sinfonías. Los grandes desarrolladores llegan a serlo a fuerza de pocas ideas: así se fraguan las obsesiones contrapuntísticas que producen ciclos de 15 o más cuartetos, intentos sucesivos de una misma obra perfecta que se escapa.

Al final, la expresión más depurada de un talento grande pero limitado es rodearlo de capas y más capas de nihilismo y duda: el primer Shostakovich, el que acompañó como pianista proyecciones de cine cómico mudo, era un payaso triste, y, mal que le pesase, su talento siguió siendo el de un humorista, un entretenedor de masas. Incluso hoy, se le sigue recordando más por su capacidad de dar espectáculo grandilocuente (por ejemplo, en la sinfonía “Leningrado”) que por sus epopeyas finales del despojamiento, que quizá enmascaraban con artimañas dramáticas lo agotado de su capacidad expresiva.