jueves, 29 de enero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo IV)


Ada Valli, ávida de placeres e insatisfecha con Orlando, que en el fondo es un buenazo amante de su Harley y de su libertad, ingresa en un círculo satánico-erótico comandado por un tal Monseñor de Soto. Allí aprende a experimentar sus mejores orgasmos al tiempo que su cuerpo desnudo es rociado con la sangre aún caliente de animales sacrificados. Tan embebida en sus intensas sensaciones, Ada no repara en la música interpretada entonces al armonio, ese siniestro instrumento.

En el subterráneo de pesadilla, Irina, convertida en casi un cadáver viviente de extrema delgadez, rememora las dulces caricias manuales y bucales de Vera, al tiempo que anota mentalmente las idas y venidas de su captor, quien en otro lugar se prepara para efectuar una misteriosa operación quirúrgica, con espantosos útiles, sobre Bungle, chimpancé mascota del cantante Jason Michael. Este último, ultrajado por semejante rapto, suspende el reto de su gira mundial y jura públicamente venganza.

Entretanto, Vera Bach burla el sistema de vigilancia establecido por su padre para controlar sus salidas y decide visitar a Boris, a quien, ya sabemos, cree culpable de la desaparición de Irina. Vernon la hace esperar en el salón, ante una súbita indisposición de su amo. Así es, Boris convalece en estado febril, incapaz incluso de contactar con el pasado, donde Franz von Waldberg, ebrio, recibe una fea cuchillada en el rostro por parte de su hermana Carla, a la que intentaba violar. Al ser admitida en el dormitorio de Boris, Vera advierte, mal escondido, el esqueleto de aquélla, vestido con ropas de época. Llevada por el entusiasmo del juego, Vera trata de seducir físicamente al enfermo, a fin de extraerle sus secretos. La repugnancia del heredero Valli es tal, que al ser ella repelida, una puntiaguda estatua decorativa la hiere de modo escalofriante. La sangre corre sobre las sábanas blancas, y Boris no sabe qué hacer.

(Continuará)

domingo, 25 de enero de 2009

Atrapado entre dos pisos


A los fanáticos de la intemporalidad, los que reprochan a películas como “La naranja mecánica” o la “Trilogía de la vida” de Pasolini sus tics coyunturales, se les escapa un poco que a veces son las arrugas las que hacen interesante un rostro, revelando los pliegues de la personalidad que el bótox esconde al escrutinio de quienes desean conocernos más allá de la superficie. Nadie le reprocha a Beethoven sonar a siglo XIX, pero en general suele estar mal mirado que una obra fílmica refleje aspectos prescindibles y perecederos de una época o los convierta en ejes de su argumento. Y sin embargo, menuda fuente historiográfica para el porvenir: imaginaos lo que hubiésemos podido aprender viendo películas de serie B rodadas en la Roma imperial o en el antiguo Egipto. Y cuanto más envejecidas las considerase la crítica contemporánea, más aprenderíamos de ellas.

Todo esto viene a cuento de la aseveración frecuente en algunos círculos de que, hoy en día, el mayor interés de “Ascensor para el cadalso” de Louis Malle reside en escuchar la música de Miles Davis mientras Jeanne Moreau camina melancólica bajo la lluvia en busca de su amante desaparecido. En el Reino Unido se juzga con especial severidad la validez actual de la película, quizá porque las historias del cine universal dedican más páginas a Malle que a Lindsay Anderson o Tony Richardson y eso escuece. También hay quienes dicen que “Los vividores” de Robert Altman sólo vale por las canciones de Leonard Cohen. Nunca contratéis a un músico más famoso que vosotros para hacer vuestra banda sonora...

Pero no es raro que sean los aspectos más “caducados” los que hagan especialmente fascinantes determinadas películas o escuelas de realización. Dudo mucho que producciones como las de Hammer Films o las de la propia nouvelle vague se mantengan vigentes al cien por cien en los planos dramático, ideológico o estético, y no sólo eso, sino que, sin ese microcosmos de una época pasada que reconstruyen título a título ante nuestros ojos, sin ese carácter desfasado en el que los cinéfilos se refugian como si de un paraíso perdido se tratara, el culto en torno a ellas no existiría.

“Ascensor para el cadalso”, con todos los defectos que se le puedan ver hoy, tiene la especial gracia de que gran parte de su línea argumental es desencadenada por circunstancias que hoy en día no podrían suceder. La mera idea de que un hombre pueda quedar atrapado en un ascensor porque el conserje desconecta la electricidad del edificio, o de que ese encierro imposibilite el contacto telefónico entre ambos, haría inviable cualquier tentativa de remake, a no ser que se quisiera rizar el rizo con coincidencias imposibles de las que suceden todo el rato en la vida pero nadie aceptaría en una ficción.

Todo ese trasfondo de malestar por la guerra de Argelia, todo ese rencor soterrado hacia los alemanes por una ocupación de menos de veinte años antes, toda esa identificación risible hacia el modelo del macarra made in Hollywood de James Dean o Marlon Brando, ese patetismo enfático, de una entrañable ingenuidad, alrededor de la pareja de jóvenes sin futuro que piensan en suicidarse juntos sin saber hacerlo, esa voz en off de la mujer solitaria entonando unos cantos de amour fou que nos hacen dudar seriamente sobre su estabilidad emocional, esas tentativas de fuga por el hueco del ascensor que debían de parecer el Joel Silver de entonces, esa foto de Maurice Ronet en plan boina verde publicada en primera plana de los periódicos o esa icónica aparición de Lino Ventura como malhumorado investigador, configuran para mí un todo pintoresco e irregular pero con mayor cohesión interna que la mayoría de los films del período, un título heredero de la tradición de los Dassin, Becker o Clouzot en mucha mayor medida que “Disparen sobre el pianista” de Truffaut o “Al final de la escapada” de Godard, y una pieza única en la carrera de su director, quien quizá acertaba más cuando se lo proponía con menor empeño.

Hoy hace cierta gracia pensar en que el protagonista creyese en serio que nadie le vería trepar por la fachada de su edificio para ir a matar a su jefe, o que estuviese tan seguro de que la secretaria, ensordecida por su modernísimo sacapuntas eléctrico, no oiría el sonido del disparo. El argumento que en 1958 era el colmo de lo apasionante y lo ingenioso sería hoy en día tildado de tramposo y absurdo, porque estamos en tiempos más descreídos en los que también se habrían consignado al suelo de la sala de montaje los segmentos de melancolía callejera con la trompeta de Miles como fondo.

Y sin embargo ya veis, acabo de verla por sexta o séptima vez y estoy seguro de que no será la última, ni siquiera la antepenúltima. Hay en “Ascensor” una poética de lo imperfecto, de lo superado, de lo efímero, que está presente en mucho de lo mejor de sus contemporáneos pero que luce con especial fuerza al tratarse de una película de género tomada en serio y no como una colección de guiños a la platea. Y para colmo, Miles aún tocaba bien, soplando fuerte e improvisando a toda velocidad sobre progresiones be-bop complicadas. Y aunque la Moreau saltase a la fama aquí, a mí dadme a Yori Bertin, la pequeña florista, de quien poco más se supo.

jueves, 22 de enero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo III)


Inmerso en su realidad alternativa, Boris Valli, que sabe lo que ocurrió por tener en propiedad el esqueleto de Carla von Waldberg (cuya muerte, por cierto, nunca fue aclarada), investiga a su sospechoso e incestuoso hermano Franz, siguiéndolo a través del tiempo en sus devaneos de “artista” por los barrios menos respetables de Praga, plenos de sueños opiáceos, sexo duro y contactos con el hampa. Parece que un precursor de Jack el Destripador anda por allí, y todo apunta a que es Franz.

Mientras, Geller Bach, cuyas composiciones wagnero-hitlerianas lo han transmutado de aspecto en un mariscal a lo von Stroheim, monóculo incluído, reprende duramente a su hija Vera por sus coqueteos con Boris, efectuados a traición durante la visita policial de Tanner y Malou, y le prohíbe, sin apelación posible, volver a verlo.

Poco después, llega la noticia del asesinato de la Ingeniera, que tiene como consecuencia el súbito deseo del compositor de emprender una revisión radical de varios compases de la ópera, que ordena retirar de la partitura al director y hubiese destruído del todo de no haberlos sustraído hábilmente Vera, como una venganza de carácter más bien infantil.

Tanner y Malou, por su parte, llegados a un impasse ante la ausencia de pruebas que ayuden a esclarecer la desaparición de Irina, adoptan un método que en el pasado surtió efecto, verbigracia, atiborrarse de drogas confiscadas a traficantes. Tanner es presa de delirios eróticos donde aparece Ada Valli, Y Malou sueña con milicias fascistoides cuyo emblema es una araña negra.

En su cautiverio, Irina comienza a sufrir inquietantes metamorfosis físicas, mientras el Desconocido asesino de la Ingeniera merodea en torno a Casa Valli por la noche, realizando una suerte de ritual vudú contra la persona de Boris.

jueves, 15 de enero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo II)


Aunque no lo dijimos, el capítulo anterior casi concluía con la constatación por parte de Vera, tras el traumático rapto de Irina (ambas fueron mucho más que amigas durante su adolescencia), de que Boris, ese chico tan raro y su segundo contacto con el exterior (su padre, Geller Bach, la somete a una disciplina tiránica), no estuvo en casa durante toda la noche, lo cual despierta en ella ciertas sospechas. Así pues, decide invitarlo a su casa con el fin de tantearlo.

Mientras tanto, Vernon, mayordomo de la mansión Valli, se escandaliza ante la disipación de Ada, quien regresa en claro estado de intoxicación sobre la Harley de Orlando, su jovencísimo, en proporción, amante. Vernon tampoco ha sabido nada de Boris, aunque es posible que haya escogido cualquier estancia de la enorme mansión para pasar la noche. Efectivamente, en un dormitorio arcaico lo vemos acostado con el esqueleto de Carla, con quien imagina tener una disputa a la mañana siguiente de su primera y frustrada relación sexual, insinuándose la amenaza de su celosísimo hermano.

En otro sitio, la ingeniera de sonido encargada de grabar la première de la ópera, mientras escucha la cinta una y otra vez, parece notar algo preocupante, casi tan preocupante como la situación de Irina, objeto, en el lóbrego laboratorio, de varias pruebas y análisis extraños bajo los efectos de una sustancia alucinógena que nubla su espíritu y facultades.

En los alrededores del teatro, el sagaz inspector Tanner y su asistente Malou realizan pesquisas trasladadas después a casa de Geller Bach, protegida por guardias privados desde las tentativas de éste por estrenar una supuesta tetralogía de ultratumba de Wagner cuyo épico argumento poseía descarados paralelos con la historia del III Reich y motivó amenazas de muerte por parte de radicales israelíes y... ¿el Mossad? Allí, Vera embauca a Boris, su curiosidad espoleada por su descripción del ambiente gótico en que vive, llevada a cabo mientras palpa torpemente los huesos de la chica con expresión psicopática. Tanner toma nota.

Tras varias llamadas telefónicas infructuosas, la Ingeniera de Sonido es asaltada y asesinada en su domicilio por un desconocido, que acto seguido se lleva las cintas.

(Continuará)

domingo, 11 de enero de 2009

El hombre que se creía Adonis


Uno de los múltiples problemas que me suele plantear la ópera, y que me llevan a no ser un devoto del género, es la penuria relativa de su aspecto literario y teatral respecto al puramente musical y vocal. Por muy brillantes que sean los arabescos belcantistas de una obra como “La sonámbula” de Bellini, el hecho de que un giro fundamental de la trama consista en el escándalo causado por la presencia de la protagonista en el cuarto de un hombre, donde había entrado caminando en sueños, no hace de ella una pieza teatral que pueda resistir el sentido crítico de un público actual. Y lo mismo podríamos decir de multitud de piezas sagradas del repertorio, cuyos soportes argumentales consisten en culebrones de lo más barato o en exaltaciones nacionalistas que se podrían traducir al euskera y utilizarse tal cual en actos del PNV y demás compañeros de viaje. Por no hablar de tópicos argumentales como el suicidio final: Tosca se arroja desde un balcón, Aída acepta ser enterrada viva, Madame Butterfly recurre a su propia versión del seppuku, etc. Pero ya veis: mientras hay quienes llevan a juicio a Judas Priest por canciones como “Suicide solution”, algún que otro estudio sociológico chiflado afirma que los amantes de la ópera, a fuerza de vibrar con los finales sublimes de Verdi o Puccini, desarrollan una mayor tolerancia y simpatía hacia la idea de abandonar este puerco mundo por propia mano.

Pero, volviendo al punto de partida, es raro que la historia que cuenta un drama lírico sea realmente interesante. Por eso me llamó la atención que casi todo el público del Teatro Real siguiera tan al detalle la acción de “La carrera del libertino” de Igor Stravinsky. Podría haber varias razones para esto. La primera es bastante obvia: aunque la música mira hacia siglos pasados, constituyendo un pastiche de la ópera de los siglos XVII y XVIII, la historia está concebida desde una sensibilidad contemporánea, viendo en la serie de grabados de Hogarth un paralelismo con las seducciones y los vicios del mundo actual y adoptando una visión más psicológica y menos maniquea del problema del mal. Al fin y al cabo, el diablo, Nick Shadow, no arrastra ni tienta al ingenuo heredero, Tom Rakewell; más bien, este se deja llevar y Nick obedece como un buen criado. Llama la atención que la lista de los vicios no se limite al sexo, a la bebida, a la camorra o (en un inserto escénico donde Tom esnifa una rayita de coca) a la droga, sino que se incluyan la especulación económica y la filantropía idealista y majadera.

Otra razón puede encontrarse en el montaje escénico, obra del afamado Robert Lepage. Suele ser bastante discutido el afán de actualizar los argumentos originales, acercándolos al público de hoy mediante referencias más cercanas, pero uno se pregunta hasta qué punto una obra compuesta en plenos años 50 del siglo XX, que supone un “corta y pega” socarrón de estilos dieciochescos, y con un libreto pergeñado por el poeta Auden, con bastante consciencia del tiempo transcurrido desde los hechos de la trama y con una distancia intelectual que refleja un conocimiento irónico de lo mucho y poco que hemos cambiado desde entonces, no se presta de modo ideal al tipo de deformaciones brechtianas que tanto ponen a los directores de escena.

Amén de que tampoco estamos ante un montaje estilo Calixto Bieito, que inserta violencia, vómitos, sexo chungo, wáteres y sadomasoquismo hasta en, o precisamente en, las óperas más clásicas e inocentes. El símil entre la vida lujosa y libertina de Tom y el estrellato hollywoodense no es de los más originales pero funciona. Al principio, Tom es una especie de pueblerino tejano que va de picnic con su novia en el desierto, mientras los pozos petrolíferos bombean al fondo, como si de un cuadro de Edward Hopper se tratase; después, la francachela en el burdel de Mother Goose es rodada desde lo alto por Nick, con el mismo elemento que simbolizaba el pozo de petróleo transformado en grúa. Posteriormente veremos motivos iconográficos como la cama en forma de corazón de “Sin City”, o la desaparición en su interior de los dos amantes como en “Cabeza borradora” de David Lynch. Tom vivirá sus dudas existenciales, su hastío de los placeres, ante su caravana de estrella; la confrontación entre Anne, la inocente novia abandonada en el pueblo, y el matrimonio formado por Tom y Baba la Turca, la mujer barbuda, sucederá ante un estreno cinematográfico abarrotado de fans histéricos; tanto las disputas matrimoniales entre Tom y Baba como la subasta de todos sus bienes tras la ruina del ídolo caído se ambientarán en la típica mansión californiana con piscina, mientras que la escena en el cementerio, cuando Tom se juega el alma a las cartas con Nick, tendrá lugar frente a una especie de casino abandonado estilo Las Vegas, que poco después doblará como puerta del infierno. Apenas la escena final, ambientada en el célebre manicomio Bedlam, conservará la apariencia de lo que debería ser, aunque, a la luz de lo que hemos visto hasta entonces, no sería descabellado verlo como una de estas clínicas de desintoxicación cuya lista de pacientes suele rebosar de celebridades de la canción pop y de la pantalla.

Otra cosa tal vez sea la música, inmersa en ese neoclasicismo stravinskiano que los chachis de la contemporánea ven como una traición pesetera al progresismo innovador y feo que propugnaba Adorno; aunque a un servidor siempre le ha gustado verlo como una actitud desafiante del abuelo Igor (el de verdad), aplicando su talento a formas musicales fuera de las modas, y poniendo a prueba a los aficionados que se extasían fácilmente ante gestos superficiales de ruptura pero no saben ver la buena música que hay oculta, bajo capas de convencionalismo y connotaciones aburridas, en muchas de las creaciones del pasado. Luego la historia ha dado la razón a Stravinsky: repasando la historia del arte lírico tras la II Guerra Mundial, lo cierto es que, entre una pléyade de radicalismos a menudo envejecidos (¿quién en su sano juicio llevaría hoy a los escenarios las “acciones escénicas” de Luigi Nono?), “La carrera de un libertino”, se ha quedado casi sola, junto a la trayectoria de Benjamin Britten y tal vez la de Henze.

A veces da la impresión de que algunos segmentos, como ese primer acto de presentación, están ahí porque el modelo lo pide, y uno no puede estar nunca seguro, dada la personalidad cortante e irónica del compositor, de que no estemos muchas veces ante una parodia, una puesta en solfa de lo que Stravinsky encontraba aburrido o risible en la ópera dieciochesca (recordemos las burlas hacia el barroco en “Pulcinella”). La puesta en escena del Real recoge el guante de este humor, aunque no estoy seguro de que la dirección musical del afamado Christopher Hogwood lo haga también. Algo similar cabría decir ante la emotiva escena final en Bedlam, con Tom creyéndose Adonis y viendo en la sufrida Anne, que llega para visitarlo, a la personificación de la diosa Venus. Uno de los múltiples momentos musicales que desmienten la fama de frío que se le quiere colocar a Igor, pero que, al menos en el ensayo general, no removió por dentro como hubiese debido, sobre todo en la inolvidable nana cantada por Anne, de una simplicidad popular deliberadamente insólita en un autor de polifonías y ritmos de una complejidad rayana en lo retorcido. Claro que este drama final, este patetismo en un escenario contemporáneo de locura propio de “Alguien voló sobre el nido del cuco” o de varias películas de Terry Gilliam, se ve aligerado por la aparición final de todo el reparto enunciando la moraleja, al estilo del antiguo teatro popular, como Stravinsky ya había hecho en “Renard”, y logrando en este caso hacer reír al público en un recinto teóricamente tan serio y tan de “alta cultura” como un teatro de ópera.

Porque la idea de “pasarlo bien” viendo una ópera parece rara en estos tiempos de demagogia cultural, donde las élites parecen haber convencido a las masas de que lo más disfrutable es la basura y no se hable más. Si en la práctica ver a los Rolling Stones o al Real Madrid resulta bastante más caro que una butaca de paraíso razonablemente buena, y nadie te tilda de presuntuoso por defender las virtudes de ambos, es porque el problema es otro. Pero quizá, despojando a la ópera de esa aureola de divismo prepotente, de entretenimiento kitsch para locazas, de secta hermética sólo para iniciados, de escaparate para los visones de las esposas de banqueros y políticos, y utilizando el potencial escénico de la buena música de tal manera que el público no se sienta alienado, podría hacerse algo, podría irse a ver y escuchar a Wagner, a Berg, a Strauss, a Britten o incluso a los Mozart, Verdi y Puccini de toda la vida como se va al teatro a ver a Calderón o a Brecht o al cine a ver a Fellini o a Kubrick. Sin complejos de culpa progres y con plena libertad de no sentirse obligado a que te guste absolutamente todo.

Pero probablemente a algunos esto no les interese que suceda, conque nos quedaremos tal cual estamos.

miércoles, 7 de enero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo I)


(En un intento fracasado de reavivar mi mustia inspiración literaria, decidí allá por 1998 improvisar en mi diario un serial por entregas semanales. Releerlo ahora me supone reencontrarme con una versión anterior de mí mismo con unos pocos complejos menos, aquel Abuelo Igor cuyas visiones eran más peligrosas que fugitivas y que quizá duerma latente dentro de un tronco de árbol, como Merlín, aguardando horas más propicias. Pero compartir estos delirantes fragmentos del pasado cumplirá la doble función de reírme sanamente de mí mismo y mis obsesiones, y de asegurar cuatro entradas blogueras al mes en estos tiempos un tanto ayunos de inspiración.)

Boris Valli, último heredero de los Valli, familia de rancio abolengo, limpia y cuida una importantísima parte de la herencia familiar: la colección de esqueletos humanos, algunos de ellos de personas célebres. Boris se imagina en plena idílica y asexuada relación con Carla von Waldberg, escritora fracasada del siglo pasado, algunos de cuyos huesos fueron tallados tras su temprana muerte por Franz, su hermano mayor, que la quería, según algunos, demasiado. El conciliábulo, donde se hablaba del pasado y del presente/futuro en ampuloso estilo, es interrumpido por Ada, la tía de Boris, que viene para llevarle al estreno de la ópera “La caída de la casa Usher” de Claude Debussy, en versión reconstruída por el compositor/médium Geller Bach. Aparte de que la representación concuerda con el frenesí gótico de la familia (en lugar de piano, en el salón hay órgano, y así sucesivamente), lo que busca Ada es impedir que los Valli terminen con Boris, tras “lo que pasó con sus padres”. Así, en el teatro Ada presenta varias chicas a su sobrino, a quien, por desgracia, toda sugerencia de relaciones sexuales hace evocar imágenes bien desagradables. Sólo una chica, hija del compositor, blanca, estilizada (magnífico esqueleto) y de frágil salud, por nombre Vera, atrae la atención de Boris, que la imagina desnuda... de músculos. El inusitado interés de Boris hace que un secuestrador embozado se lleve no a Vera, como quería, sino a su amiga Irina, hacia un subterráneo de pesadilla, medio cárcel, medio laboratorio, donde, al parecer, pueden verse cosas horribles.

(Continuará)

lunes, 5 de enero de 2009

"La gente de papel" de Salvador Plascencia


Me gustaría creer que aún quedan muchos temas interesantes sobre los que escribir aparte de la propia escritura y el porqué de dedicarse a ella en lugar de a la cría del halcón peregrino o a los bailes regionales. Quizá se trate de un asunto ineludible cuando ya se lleve una vida entera conviviendo con las letras y uno ha ido acumulando las cuentas pendientes, pero ya se ha convertido en algo habitual ver a autores jóvenes y debutantes planteando las últimas verdades ya desde el primer libro. Hasta tal punto que a veces me pregunto qué les quedará por decir en el segundo, o en el último.

El mexicano-estadounidense Salvador Plascencia se apunta al carro con su ópera prima “La gente de papel”, que en un principio tiene toda la pinta de un pastiche con todas las señas de identidad esperadas en un autor “latino”: toques de realismo mágico, biografías miserabilistas, elementos católicos sabiamente distorsionados, santería y curanderismo, bandas callejeras de pachucos, tensiones culturales con la sociedad blanca anglosajona, alusiones a iconos mexicanos de toda la vida como la “traidora” Rita Hayworth o Santo el Enmascarado de Plata, etc.

La primera sección del libro, salvando la disposición en tres columnas verticales paralelas, cada una desde el punto de vista de un personaje distinto, resulta evocadora, con algunos toques mitológicos ciertamente brillantes, como esa raza de personas fabricadas con papel en una fábrica secreta del Vaticano que parece ser, pero no será, la que da título al libro. Pero más o menos hacia la mitad aprenderemos la verdad: que el planeta Saturno contra el que los pandilleros de El Monte desean luchar para librarse de la influencia nefasta sobre sus vidas no es otro que un ex paisano suyo llamado Salvador Plascencia, que escribe una novela sobre ellos para exorcizar una relación amorosa fracasada.

Esta razón para escribir no debería pasar inadvertida dadas la preeminencia de la pérdida y la culpa entre el reparto de personajes (esposas fugadas, padres que han huido de su responsabilidad, parejas rotas por el destino) y la relevancia que cobran en el texto la automutilación y el masoquismo como maneras de evadirse de la pena. Los personajes, sintiéndose marionetas de un dios cruel, hacen todo lo posible para que la trama no progrese, oscureciendo el aire para no ser observados desde lo alto o aislando sus hogares y pensamientos a base de láminas de plomo, las cuales, si son buenas para dejar fuera los rayos X, serán igual de eficaces contra la mirada fisgona de un narrador omnisciente.

Así pues, poco a poco comprendemos que la figura central de la novela es el propio autor, a quien una tal Liz abandonó por un blanco anglosajón protestante y que vive obsesionado por una traición equivalente a la de Rita, quien supuestamente abandonó a los recolectores de lechugas de su tierra por el glamour de los hombres blancos y gordos de Hollywood, pero también por la figura de Napoleón, de tan baja estatura como él mismo, a quien toma como modelo de persona que desfoga sus desengaños sentimentales en el campo de batalla. Porque evidentemente escribir es luchar.

Quizá quepa poner en duda la validez de la página escrita como espejo, a la par que sentimos que el arsenal del realismo mágico se usa con fines metafóricos un poco trillados (la incontinencia urinaria de Federico de la Fe, origen de la fuga de su mujer, no hace sino señalarle como inmaduro y poco adulto, y las abejas, y las abejas por las que Camerún, la segunda novia de Salvador, se deja picar en secreto semejan una manera rebuscada de aludir a su drogadicción), pero, si el libro agota relativamente pronto las revelaciones que buscaba transmitir, al menos sus trucos tipográficos se las arreglan para transmitir una impresión superficial de originalidad, sin que tampoco sean llevados a sus últimas consecuencias.

Junto a las columnas paralelas, tendremos dibujos, diagramas, nombres tachados, recuadros en negro que ocultan parte del texto, líneas tachadas, desapariciones del narrador, proliferación de voces en sentidos de lectura distintos, vueltas al principio con repeticiones de la página del título, etc. No llegamos al experimentalismo de un Danielewski, pero claramente Plascencia ha querido jugar todas las bazas, desde las que se le presuponen por su origen hispano hasta la autoconsciencia literaria de estos tiempos post-post-post... modernistas. El resultado es curioso pero tal vez le faltaría exuberancia imaginativa: cuán significativo es el hecho de que el sabotaje de la comunidad pachuca de El Monte oscurezca al autor (y al lector) la verdadera naturaleza de los planes con que buscaban derrotar militarmente nada menos que al planeta Saturno. Tan quijotesco empeño queda admirable e insensato sobre la página, pero quizá habría ganado en expresividad si se hubiera insuflado un poco de carne en la metáfora, si se hubiera puesto en juego esa inteligencia especulativa que para mí es más reveladora de un talento literario que el ingenio en montar juegos de espejos.

Amén de que, ya lo dijimos al principio, si la conclusión de una primera novela termina siendo una puesta en cuestión de la narrativa entendida sea como sublimación del dolor personal o como reclamo para la vuelta de amantes perdidos, si se defiende el derecho de los personajes a ser libres y a no servirnos de entretenimiento con sus desdichas, pero a la vez se ha tratado de explotar todo lo posible lo que esos personajes puedan tener de peculiar, pintoresco o morboso, si se ha hecho de un ingenio innovador con fondo nihilista y antinarrativo un vistoso foco de atención para los lectores, nos encontraremos encuadernado entre dos cubiertas un cúmulo de contradicciones bastante difícil de aclarar, a la par que una obra “de concepto” que va cerrando su nuevo camino a la par que lo abre. Pero llamativa, lo es.