lunes, 5 de enero de 2009

"La gente de papel" de Salvador Plascencia


Me gustaría creer que aún quedan muchos temas interesantes sobre los que escribir aparte de la propia escritura y el porqué de dedicarse a ella en lugar de a la cría del halcón peregrino o a los bailes regionales. Quizá se trate de un asunto ineludible cuando ya se lleve una vida entera conviviendo con las letras y uno ha ido acumulando las cuentas pendientes, pero ya se ha convertido en algo habitual ver a autores jóvenes y debutantes planteando las últimas verdades ya desde el primer libro. Hasta tal punto que a veces me pregunto qué les quedará por decir en el segundo, o en el último.

El mexicano-estadounidense Salvador Plascencia se apunta al carro con su ópera prima “La gente de papel”, que en un principio tiene toda la pinta de un pastiche con todas las señas de identidad esperadas en un autor “latino”: toques de realismo mágico, biografías miserabilistas, elementos católicos sabiamente distorsionados, santería y curanderismo, bandas callejeras de pachucos, tensiones culturales con la sociedad blanca anglosajona, alusiones a iconos mexicanos de toda la vida como la “traidora” Rita Hayworth o Santo el Enmascarado de Plata, etc.

La primera sección del libro, salvando la disposición en tres columnas verticales paralelas, cada una desde el punto de vista de un personaje distinto, resulta evocadora, con algunos toques mitológicos ciertamente brillantes, como esa raza de personas fabricadas con papel en una fábrica secreta del Vaticano que parece ser, pero no será, la que da título al libro. Pero más o menos hacia la mitad aprenderemos la verdad: que el planeta Saturno contra el que los pandilleros de El Monte desean luchar para librarse de la influencia nefasta sobre sus vidas no es otro que un ex paisano suyo llamado Salvador Plascencia, que escribe una novela sobre ellos para exorcizar una relación amorosa fracasada.

Esta razón para escribir no debería pasar inadvertida dadas la preeminencia de la pérdida y la culpa entre el reparto de personajes (esposas fugadas, padres que han huido de su responsabilidad, parejas rotas por el destino) y la relevancia que cobran en el texto la automutilación y el masoquismo como maneras de evadirse de la pena. Los personajes, sintiéndose marionetas de un dios cruel, hacen todo lo posible para que la trama no progrese, oscureciendo el aire para no ser observados desde lo alto o aislando sus hogares y pensamientos a base de láminas de plomo, las cuales, si son buenas para dejar fuera los rayos X, serán igual de eficaces contra la mirada fisgona de un narrador omnisciente.

Así pues, poco a poco comprendemos que la figura central de la novela es el propio autor, a quien una tal Liz abandonó por un blanco anglosajón protestante y que vive obsesionado por una traición equivalente a la de Rita, quien supuestamente abandonó a los recolectores de lechugas de su tierra por el glamour de los hombres blancos y gordos de Hollywood, pero también por la figura de Napoleón, de tan baja estatura como él mismo, a quien toma como modelo de persona que desfoga sus desengaños sentimentales en el campo de batalla. Porque evidentemente escribir es luchar.

Quizá quepa poner en duda la validez de la página escrita como espejo, a la par que sentimos que el arsenal del realismo mágico se usa con fines metafóricos un poco trillados (la incontinencia urinaria de Federico de la Fe, origen de la fuga de su mujer, no hace sino señalarle como inmaduro y poco adulto, y las abejas, y las abejas por las que Camerún, la segunda novia de Salvador, se deja picar en secreto semejan una manera rebuscada de aludir a su drogadicción), pero, si el libro agota relativamente pronto las revelaciones que buscaba transmitir, al menos sus trucos tipográficos se las arreglan para transmitir una impresión superficial de originalidad, sin que tampoco sean llevados a sus últimas consecuencias.

Junto a las columnas paralelas, tendremos dibujos, diagramas, nombres tachados, recuadros en negro que ocultan parte del texto, líneas tachadas, desapariciones del narrador, proliferación de voces en sentidos de lectura distintos, vueltas al principio con repeticiones de la página del título, etc. No llegamos al experimentalismo de un Danielewski, pero claramente Plascencia ha querido jugar todas las bazas, desde las que se le presuponen por su origen hispano hasta la autoconsciencia literaria de estos tiempos post-post-post... modernistas. El resultado es curioso pero tal vez le faltaría exuberancia imaginativa: cuán significativo es el hecho de que el sabotaje de la comunidad pachuca de El Monte oscurezca al autor (y al lector) la verdadera naturaleza de los planes con que buscaban derrotar militarmente nada menos que al planeta Saturno. Tan quijotesco empeño queda admirable e insensato sobre la página, pero quizá habría ganado en expresividad si se hubiera insuflado un poco de carne en la metáfora, si se hubiera puesto en juego esa inteligencia especulativa que para mí es más reveladora de un talento literario que el ingenio en montar juegos de espejos.

Amén de que, ya lo dijimos al principio, si la conclusión de una primera novela termina siendo una puesta en cuestión de la narrativa entendida sea como sublimación del dolor personal o como reclamo para la vuelta de amantes perdidos, si se defiende el derecho de los personajes a ser libres y a no servirnos de entretenimiento con sus desdichas, pero a la vez se ha tratado de explotar todo lo posible lo que esos personajes puedan tener de peculiar, pintoresco o morboso, si se ha hecho de un ingenio innovador con fondo nihilista y antinarrativo un vistoso foco de atención para los lectores, nos encontraremos encuadernado entre dos cubiertas un cúmulo de contradicciones bastante difícil de aclarar, a la par que una obra “de concepto” que va cerrando su nuevo camino a la par que lo abre. Pero llamativa, lo es.

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