miércoles, 8 de abril de 2009

Spin the black circle


Los lectores de mi única entrada con cierta repercusión deben a buen seguro de tomarme por un nostálgico de los viejos discos de plástico negro con 30 centímetros de diámetro que giraban a 33 1/3 revoluciones por minuto, pero lamento decir que no es así, y que las razones se componen a medias de falta de convencimiento y del espíritu de contradicción más puro.

Cada vez que oigo eso de que los vinilos suenan mil veces mejor que cualquier CD, recuerdo mi consternación juvenil cuando se me cayó al suelo un elepé con versiones rusas de música orquestal de Debussy y Ravel, y desde entonces no pudo dejar de oírse un sonido de fritura que se cargaba por completo la “Pavana para una infanta difunta” y el inicio del “Bolero”. Cada vez que en una pieza musical asomaba la amenaza del silencio, me echaba a temblar, porque sabía que nada, ni los cuidados más neuróticos, ni las bayetas, ni los sprays, lograría que las imperfecciones físicas del soporte no se inmiscuyeran.

Supongo que el tema depende un poco del tipo de música que escuches. Cuando Elvis Costello, un tipo a quien no puedo ni ver, habla de que los cedés son un timo y que las reediciones digitales destrozan el original, me da que ninguna de sus referencias deja de tener un sólido ritmo de batería y un colchón de guitarras que de por sí disimulan cualquier soniquete de fondo. Yo casi tengo asumido que los vinilos son el rock, que las carpetas grandes con el redondel plástico por dentro, la tapa del tocadiscos, el brazo que baja sobre el plato giratorio, son una parte tan integral de la iconografía de ese tipo de música como el mástil de la Fender Stratocaster, los amplificadores Marshall o las groupies esperando entre bastidores.

Uno siempre tiende a mitificar aquello con lo que creció, de ahí que, los que aprendieron a amar, por ejemplo, a AC/DC escuchándolos en vinilo, y crecieron con ese sonido, nunca serán capaces de reencontrarlo en los compactos. ¿Es un sonido peor? Dejémoslo en diferente. Os admito que no entiendo de jerga técnica, y no soy capaz de ofrecer argumentos técnicos a favor del vinilo, o del compacto, pero me temo que no se trata de una cuestión técnica, sino de una preferencia visceral que se disfraza de decisión racional.

La baza esencial del vinilo parece ser su glamour. Más allá de bondades sonoras (que las tiene) un disco de vinilo en reproducción fascina visualmente, con esa espiral hipnótica sobre la cual patina en equilibrio una aguja de diamante, con esa mezcla de estatismo y movimiento constante, con esa posibilidad de manufacturar curiosas piezas de coleccionistas con plástico del color más peregrino o imprimiendo dibujos o fotos que veremos girar hasta el infinito. Comparad esto con los cedés, que nos limitamos a meter en una bandejita y cuyas revoluciones se nos ocultan. Yo a veces he pensado que los cedés recuperarían su popularidad si pudiéramos verlos girar a toda leche y nos fuera posible percibir el impacto del láser sobre su superficie plateada. Claro está que las radiaciones del láser son dañinas para el ojo humano, como todo poseedor de un discman ha leído en forma de advertencia, preguntándose qué tipo de experimentos macabros con niños trabajadores de Indonesia llevaron a esta constatación científica.

A mí sinceramente me gusta que el disco no tenga desgaste físico ni ruido de fondo. Como no soy un rockero de pura cepa y mi sentido de la audición es más bien limitado, no percibo la diferencia entre un power chord de Pete Townshend en “Live at Leeds” en la edición de vinilo y en la edición en CD. Como me gustan los artistas prolíficos capaces de estirar su inspiración durante horas, no temo que la mayor capacidad de almacenaje del disco compacto llene los discos de infumable material de relleno. Es más, siempre me sentí engañado cuando un disco duraba 35 minutos, y hubo una época, antes de Internet, en que un disco te lo tenías que comprar por narices, y pagar dos mil pelas por algo que no llegaba ni a la duración de un telediario era bastante duro.

Amén de que yo llegué al CD para escuchar música clásica. Diga lo que diga algún abuelo recalcitrante que echará de menos los discos de pizarra con manivela, la posibilidad de tener cerca de ochenta minutos en un solo soporte, sin intrusiones sonoras que no estén en la cinta original, con los silencios manteniéndose puros, no tiene precio (amén de que los cedés de música clásica, ya lo he dicho en algún lugar, siempre fueron sensiblemente más baratos). En un contexto así, echar de menos el vinilo es como quejarse en un concierto sinfónico porque nadie tose.

Decididamente, es cuestión de públicos. Cuando voy al Corte Inglés o la Fnac (casi únicas tiendas de discos supervivientes, y no bromeo), nunca veo el Beethoven de Karajan o las óperas con Maria Callas reeditados en vinilo, pero sí que veo “Cosmo’s Factory”, “Their Satanic Majesties Request” o incluso “Teaser and the Firecat” de Cat Stevens, en el esplendor de sus carpetas grandes originales. Me gusta verlos allí donde están, pero yo no regresaría al vinilo, que en gran medida fue para mí un tiempo de pequeños sufrimientos, de salvar discos, en plan Schindler, del tocadiscos de mi hermano mayor, que debió de tener la misma aguja gastada durante cerca de 10 años. No puedo conectar con esa aureola cool que le dan al vinilo jovenzuelos indies que han crecido con el sórdido compacto. Pero entiendo en gran medida ese encantamiento, ese embrujo irracional que la industria querría potenciar a cualquier precio, porque a ver quién es el guapo que puede bajarse un redondel de plástico negro por la mula.

1 comentario:

Iris dijo...

Definitivamente yo tampoco soy una fan del vinilo, sobre todo (ante todo) para la música clásica: los chasquidos, como las toses de los conciertos, se interponen entre el sonido y el oyente como un bache en la carretera, de esos que aparecen sin avisar.
La era digital me ha dado entre otras cosas, la posibilidad de llevar al Fritz Wunderlich en el coche...