jueves, 30 de julio de 2009

Archivos VHS: "El torreón" (1983)


La modalidad más curiosa de película no editada en formatos digitales es aquella que proviene de directores de éxito en la industria con una base establecida de fans dispuestos a pagar incluso por la edición de sus películas caseras o de los cortometrajes nudies que hubiese rodado con sus primas en la playa a los 16 años.

El caso más claro es el de Spielberg con “1941”: pese a los éxitos posteriores del cineasta, a la Columbia probablemente le gustaría que esta película no existiese, y quizá también a su director. Llama la atención una ausencia tan clamorosa en las ediciones domésticas de una filmografía tan importante. Quizá también a Spielberg le interesa enterrar el recuerdo de una película que sin embargo no es peor que otras suyas editadas por todo lo alto, y véase ese punto negro que es “La terminal”.

Con lo que no contaban ni Spielberg, ni la Columbia, ni nadie, es con que la película sigue programándose de vez en cuando en los canales de televisión, y es ahí cuando nuestro viejo amigo el VHS entra en escena. Lo mismo reza para Michael Mann y “The keep”.

Es raro que un tipo que ha rodado películas tan célebres y elogiadas como “Heat” o “Collateral” (amén de la infravalorada “Corrupción en Miami”) y está a punto de estrenar "Enemigos públicos" no haya movido ficha para que su segunda peli como director vea la luz en DVD. Una posible razón podría ser su descontento con ella: al fin y al cabo es bastante diferente en lo temático de todo lo que ha hecho después, bastante arriesgada, bastante desigual y con bastante probabilidad de despertar malos recuerdos.

Con todo, “The keep” (o, como se llamó en su único estreno videográfico español, en costroso “pan & scan”, “El torreón”) es otra prueba más de cómo los extremos se tocan y de cómo las tramas más serie B son susceptibles del tratamiento más “arte y ensayo”, porque en el fondo la serie B y el arte y ensayo son una cosa y la misma. El guión de la película (un crédito en solitario que no hace cubrirse de gloria precisamente a Mann) cabe en medio folio: un destacamento nazi llega a un pueblo rumano donde un torreón mantiene encerradas las fuerzas del mal; la codicia humana libera estas fuerzas con mortales resultados, hasta que un guerrero inmortal llega para arreglar el asunto.

Nada del otro jueves, salvo que Mann, con bastante buen criterio dada la no excesiva originalidad del argumento, opta, a la hora de rodarlo, por preguntarse: ¿cómo lo habría hecho Werner Herzog? Por lo cual lo más importante de todo es la atmósfera, el paisajismo y los elementos visuales; a nivel de diálogo y caracterización de personajes, la película es floja, y esto seguramente es la contribución decisiva a que muchos tengan mala opinión de ella. Puede ser que hubiese una notable escabechina en la sala de montaje, pero también dan cierta grima los discursos de Jürgen Prochnow en plan “nazi humanista” cuando apenas sabe pronunciar el inglés, las miradas torvas de Gabriel Byrne como maligno jefe de tropa, el peinado ochentero de Alberta Watson, tan fuera de lugar en 1941, o las furias de declamación teatral de Ian McKellen, que no se podría ni imaginar entonces que esta frívola incursión en lo fantástico prefiguraba su fama mundial veinte años después como Gandalf o como Magneto. En cuanto a la personificación del Mal, su chulísimo diseño plagiado del Darkseid de Jack Kirby se reconcilia mal con las toneladas de látex usadas en su plasmación, que le dan un aspecto francamente falso.

Únanse estos defectos al énfasis en unos efectos visuales que hoy se ven bastante anticuados (tanto es así que la película contiene los últimos trabajos para el cine de Wally Veevers, el abuelete que ayudó a Kubrick con el viaje psicodélico de “2001”) y nos explicaremos la mala recepción de esta película en su momento, que sería igual de mala, o peor, si se estrenase hoy (y, de paso, si en el crédito de director figurase M. Night Shyamalan).

Pero, como uno es un seguidor de las causas perdidas, no puede evitar encontrarle encanto a esta película. El decorado del pueblo rumano y la amenazadora torre creada más para evitar la salida de alguien que la entrada, reconstruido en los estudios Shepperton, resulta sugestivo, logrando una atractiva confrontación entre una arquitectura popular, diferente a la usual en Europa occidental, con la angulosa maquinaria bélica que entra en el poblado. El momento de revelación, después de que los codiciosos soldados retiren las cruces de plata que mantienen encierrado el mal, de que el interior de la torre es mucho más vasto que su exterior, descubriéndose una inmensa caverna al fondo de la cual se vislumbra un monumento megalítico, posee una elegancia visual y un sentido de la maravilla imposibles de ver en cualquier producción cutre reivindicada por los puristas del cine fantástico. La escena erótica entre Scott Glenn y Alberta Watson, rodada con profusión de picados y montaje entrecortado, podrá parecer gratuita pero me gusta su manera de sugerir, cuando los amantes se entrelazan sentados uno frente al otro, tocándose con los brazos extendidos, que el abrazo íntimo de un hombre y una mujer es la verdadera cruz que nos protege contra los poderes de la oscuridad. Por otro lado, la escena final, con el enervante fondo musical del tratamiento por Tangerine Dream del “Gloria” de Thomas Tallis (que parece creado a partir de un disco rayado del original, con un pasaje repetitivo al que se suman capas y capas de sintetizador), se adelanta a los tensos montajes musicales de Mann en “Hunter” o “El último mohicano”, sin que la aparición por sorpresa, en plan macroconcierto, de las luces “varilite” llegue a estropear del todo la armonía de las composiciones de plano y el montaje.

En suma, que no es una maravilla del cine fantástico, pero tiene sus momentos y es indudablemente rara, lenta e hipnótica, demasiado “europea” para un Hollywood que en aquella época aún no había caído al cien por cien bajo el imperio del “blockbuster”, pero no andaba muy lejos: de hecho, fue esta película una de las que pareció dar la razón a los ejecutivos, máxime cuando la sinopsis debió de ser vendida a la Paramount gracias a sus similitudes superficiales con el gran éxito de la productora dos años antes, “En busca del arca perdida”. Pero, ay amigos, qué diferentes los resultados, para bien y para mal. Y ya que hemos cerrado el círculo volviendo a Spielberg, también toca cerrar la puerta de “El torreón”.

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