sábado, 15 de agosto de 2009

La muerte de don Quijote


“Perdidos en La Mancha” ocupa un lugar único en la historia de los documentales sobre el rodaje de una película, dado que es el único que yo conozca donde se detallan minuciosamente las diversas calamidades que llevan a que el proyecto sea finalmente cancelado. Para un seguidor de Terry Gilliam, ver este reportaje es un poco duro, pues es como asistir a la derrota final de un héroe, como contemplar la manera en la que la maldición de “Munchausen” finalmente se hace realidad. Hoy por hoy, cuando sabemos que Terry retomará el proyecto, vemos este “unmaking of” con otra perspectiva, incluso admirándonos de que este hombre sea tan testarudo y vuelva a la carga levantando desde el principio algo que le debe de traer muy malos recuerdos.

En su momento, cuando el equipo de “El hombre que mató a don Quijote” estaba a punto de comenzar, recuerdo un par de artículos bastante despectivos en la prensa nacional (concretamente en el ABC) lamentándose de que un ignorante americano viniese a profanar la sagrada obra de Cervantes. Luego, como aún no tenía Internet, perdí de vista el proyecto, y me extrañó no ver su estreno en salas, después de que un servidor, en aras del deber, sufriera de lo lindo releyendo la primera parte de “El ingenioso hidalgo”.

Sería interesante analizar por qué a los españoles nos gusta tan poco “El Quijote”. Salman Rushdie contaba que, cada vez que hay una reunión de escritores de todo el mundo para votar las mejores obras literarias jamás escritas, a pesar de la victoria aplastante de la novela cervantina se sabe fehacientemente que los representantes de España han votado a otros libros. No sé si la culpa la tiene el sistema escolar (obligar a jovencitos de edad escolar a tragarse un tocho del siglo XVI tiene delito) o las ganas de volverse contra los iconos del establishment, o simplemente no saber valorar en lo debido lo bueno que tenemos en nuestro propio país. Supongo que algunos de los autores españoles de los que hablaba Rushdie votarían a Shakespeare, y, sin embargo, en pocos países ha gustado tanto Cervantes como en la Inglaterra dieciochesca de Fielding, Richardson, Sterne o Smollett.

Mis propios sentimientos siempre han sido encontrados. Al margen de las diversas interpretaciones, a menudo interesadas, que se han formulado sobre la novela, siempre he creído que Cervantes fustiga y ridiculiza a su personaje con demasiada energía, como si no nos pareciésemos todos al anciano caballero en querer vivir una ficción preestablecida (entre un rol social y un personaje de novela hay poca diferencia), y que su apología del realismo, grabada a fuego desde entonces en la mente académica colectiva, abunda en ángulos oscuros (siempre asocio el discurso sobre la verosimilitud de una obra literaria, pronunciado durante la quema de los libros de Alonso Quijano, con otro, creo que pronunciado por el mismo personaje, donde se defiende de manera apasionada el derecho estatal a sancionar qué piezas teatrales se representan y cuáles no; ese capítulo debió de ser el preferido de los censores de Franco).

Al “Quijote”, como buena obra multiforme, extensa y compleja, se le hace decir lo que se quiere: para los románticos, era un doloroso canto al idealismo incomprendido, pero no me extrañaría que en épocas posteriores se identificase al Caballero de la Triste Figura con la ridiculez y falta de raciocinio de las utopías izquierdistas. Se mire por donde se mire, el libro deja claro que, al menos en España, no se puede cambiar la realidad a fuerza de ideales, y que el espíritu del “pan pan y vino vino” esconde el conformismo atroz de quienes no desean ser vistos como locos. Y eso duele.

No es extraña la querencia de Gilliam por realizar una película quijotesca con todas las letras. Por sólo poner unos ejemplos, Munchausen era la versión ganadora del Quijote, mientras que Parry, de “El rey pescador” era un Quijote neoyorquino en casi todos los detalles. Incluso Raoul Duke y Gonzo tenían algo de Quijotes, aunque les faltara esa dependencia de la ficción, ese veneno de querer ver forma en el universo, que supone un camino inequívoco a la locura.

Como en “Munchausen”, el Quijote es también el director, pero, si creemos en el arte imitando a la vida, no es raro que los gigantes terminasen siendo molinos y que el proyecto se estrellara. Entre las virtudes del documental de Keith Fulton y Louis Pepe está la manera en que trata de analizar la debacle como una especie de confabulación del destino, exculpando a Gilliam de las acusaciones de irresponsabilidad que le perseguían desde diez años antes y que resurgirían como hongos tras la lluvia una vez se difundieran sus calamidades en España (no es raro que Terry tardase cinco años en montar otro proyecto y que el intervalo entre “Miedo y asco” y “Los hermanos Grimm” fuese de siete años, el más prolongado entre dos títulos en toda su filmografía).

Resulta fascinante ver trabajar a Gilliam, preparando todos los aspectos visuales, preparando el guión con los actores, divirtiéndose en el plató como hacen todos los que aman el cine y lo ven como un vehículo constante para la creatividad extrovertida, pero el desarrollo de la producción debería proyectarse en escuelas de cine como relato de advertencia, como muestra de todo lo que puede ir mal en un rodaje y medida de hasta qué punto un joven aspirante a cineasta está dispuesto a continuar con una profesión en la que todo, si nos fijamos bien, está agarrado con alfileres. Nadie podía contar con que Jean Rochefort, imprescindible protagonista, se vería afectado por horribles problemas de salud; nadie podía contar con que gran parte de la maquinaria técnica se vería arrastrada y averiada por unas lluvias torrenciales; nadie contaba con que, en términos de seguros, estas eventualidades son “actos de Dios” que no cubre ninguna póliza.

Sinceramente pienso que estas circunstancias son difíciles de evitar, a no ser que, por ejemplo, contrates a un actor no muy viejo que sepas caracterizar de manera convincente (por ejemplo, Tatsuya Nakadai apenas tenía 55 años cuando incorporó al anciano protagonista de “Ran” de Akira Kurosawa) o traslades toda la producción a un país lejano de Asia o Africa donde sepas que no va a llover jamás y te las arregles para que aquello dé el pego como España. Lo cual subiría los costes de producción más o menos hasta la Luna. Las declaraciones del guionista Tony Grisoni y el ayudante de dirección Bob Patterson según las cuales quizá Terry bajó demasiado el listón presupuestario para poder realizar la peli y por ello no tuvo recursos contra el infortunio son un poco peligrosas, porque son aquellas con las que se van a quedar los posibles productores a los que se acerque Gilliam para futuros proyectos, y las que van cimentando la leyenda de “la maldición de Terry Gilliam” que halló su consolidación definitiva cuando Heath Ledger murió repentinamente sin haber terminado su papel en la inminente “The Imaginarium of Doctor Parnassus”.

Lo más agradable de esta película para los seguidores del director de “Brazil” fue el modo en que, leyendo los comentarios críticos, Gilliam era contemplado en una luz claramente positiva, como un idealista visionario, un gran talento independiente que se quedó a las puertas de realizar la que pudo ser su mejor película. Ninguna reseña de las películas finalizadas de Terry había hablado tan bien de él, de tal modo que uno presentía que quizá todos esos quebraderos hubiesen servido para algo y que en adelante se reservaría para él algo de la unción que se reserva para los Tim Burton de este mundo (aunque algo me dice que muchos ya tienen escrita su crítica malintencionada contra “Alicia”, y es que el mundo da muchas vueltas). Sin embargo, para cuando se estrenaron “El secreto de los hermanos Grimm” y “Tideland”, aquella ola de favor ya era agua pasada. Y es que de algunos directores sólo se habla bien cuando fracasan o cuando no ruedan. Un Welles con cuarenta películas ya no sería un Welles.

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