domingo, 6 de diciembre de 2009

Jacinto Molina (1934-2009)


No sé si alguien se ha dado cuenta alguna vez de que Waldemar Daninsky, el hombre lobo interpretado por Paul Naschy, muere al final de todas sus aventuras, salvo en una, no recuerdo si era “La maldición de la bestia”. Y sin embargo, en la película siguiente ya teníamos a Waldemar campando por sus respetos, sin inventar resurrecciones enrevesadas al estilo del Drácula de la Hammer, como si cada historia fuera una nueva resurrección del personaje, una manera de mejorar el karma enmendando errores pasados.

Yo pasé horas muy felices en mis años más mozos con el cine de Jacinto Molina. Quizá no fuese el mejor cine del mundo, quizá sus limitaciones fueran demasiado evidentes, pero aquella manera de luchar con impulso y valor contra unas circunstancias poco propicias a aquel tipo de películas, aquel delirio que se apoderaba de la pantalla en momentos señalados, aquella falta de pudor para enseñar, quizá involuntariamente, la trastienda sórdida y violenta de una España franquista cuya censura siempre obligaba a situar la acción en otros países, aunque fuera evidente que veíamos Talamanca del Jarama o San Martín de Valdeiglesias, valen a veces mucho más que los criterios de los exquisitos.

Paul se propuso algo imposible: crear una mitología del terror en un país tan terrorífico que parecía no necesitarla. Uno podrá señalar hasta hartarse los defectos técnicos, los efectos de noche americana jamás conseguidos del todo, los diálogos escritos deprisa y corriendo, pero basta ver aparecer al caballero descabezado Alaric de Marnac en “El espanto surge de la tumba” para darse cuenta de que a veces la magia surge cuando no parecía tener derecho a surgir, y que el empuje, la pasión y la locura pueden bastar para hacerte amar unas imágenes.

Son películas insensatas, divertidas, atroces, patéticas, exhibicionistas, demenciales, gamberras, confesionales. Paul Naschy fue su propio género, y no le quedaba otro remedio: un ego tan grande como el suyo necesitaba multiplicarse en infinidad de facetas, algunas de ellas particularmente extrañas. Hay quienes ven en la filmografía de Naschy una sucesión de lamentables ejemplos de caspa setentera, pero a un servidor, que apenas era un bebé en aquellos años, le cuesta imaginar como algo distinto a un choque de irrealidad toparse con extravagancias como “La rebelión de las muertas” en medio de una cartelera de barrio copada por Paco Martínez Soria o el binomio Landa-Sacristán. ¿Vudú, zombies y el mismísimo diablo en colorines psicodélicos, al trepidante ritmo en 7/8 del jazz fusión de Juan Carlos Calderón? Qué lástima que no se soslayaran los defectos de aquellas películas, como hicieron los franceses con los de la nouvelle vague, que no se construyese a partir de aquello, que no se tuviese que empezar el cine fantástico español otra vez de cero, como se hizo en los años 90.

Ahora parece que se está redescubriendo la pólvora del cine de género para aumentar la taquilla del cine español, pero a Paul Naschy se le borró del mapa en los 80 precisamente por haber apostado por ese cine, al que dotó de un sabor gótico y malsano, de una crudeza y un salvajismo muy hispánicos, que brillaron en más ocasiones de las que la gente cree, con más presupuesto o menos presupuesto. Es una filmografía muy larga, muy irregular, realizada casi siempre en guerra contra una carencia endémica de medios, con un entusiasmo casi suicida que no se dejaba vencer por la realidad. Una persona razonable no se habría atrevido a sacar adelante “El gran amor del conde Drácula”, “El jorobado de la morgue” o “El caminante”, pero yo le agradezco a Paul esas desvergüenzas y muchas otras.

Da pena decir adiós a quien fue un icono tan grande de mi juventud friki, pero uno se consuela pensando de nuevo en las muertes y resurrecciones de Waldemar, en que quizá esta vez lo que hemos visto haya sido la redención definitiva del licántropo y no le haga falta vivir un nuevo calvario de dolor y metamorfosis. En todo caso, quien ha muerto es Jacinto Molina. Paul Naschy, en cambio, como el mito que, le pese a quien le pese, es, sigue y seguirá viviendo.

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