jueves, 29 de julio de 2010

Lost highway 1996


Si en cierta manera “Blue velvet” inauguraba en la carrera de Lynch la tendencia “este es el lado oscuro de la apacible normalidad”, “Carretera perdida” abre una nueva fase en la que, directamente, normalidad y anormalidad son la misma cosa, y las reglas hay que descubrirlas sobre la marcha. El esquema de casi todo el último Lynch ya está aquí: una estructura más o menos de thriller, un argumento oculto que no es el que parece a simple vista, personajes que se desdoblan y la revelación final de que nos hallamos dentro de un bucle circular que replantea los hechos en cada revolución. Y, por supuesto, cabreo del público que espera que “jueguen limpio” con él. Yo confieso que, en un primer visionado junto a la reposición de “Eraserhead”, no me hizo mucha gracia esta “Carretera”: me parecía un producto de comercialidad calculada si lo comparábamos con el grito espontáneo contra la existencia de la peli del 77. Pero con el tiempo le he encontrado sus virtudes, más allá del marco “americano” de la autopista, los grandes descapotables y los jóvenes amantes dale que te pego que parece ser la aportación fundamental de Barry Gifford a la obra de Lynch. Por ejemplo, ese inicio (luego plagiado por Haneke para dar sermones progres) en el que un matrimonio es amenazado mediante cintas de vídeo donde se muestra su casa por fuera y por dentro; la casa simple pero laberíntica, con paredes color carne y llena de zonas de sombra, corrigiendo y ampliando el apartamento de Dorothy en “Blue velvet”; esa atmósfera irrespirable del matrimonio, marcado por el fantasma de la infidelidad, por la rabia contenida de él que explota en sus solos de saxo en plan free jazz; la aparición del Hombre Misterioso, un escalofriante Robert Blake lejano de sus tiempos de la serie “Baretta”, a quien Lynch seguramente escogió, como a Dennis Hopper, en función de la sombra del mal que parecía planear sobre él: no olvidemos que, pocos años después, se acusaría y juzgaría al actor por el presunto asesinato de su esposa, sin que su absolución final quitase misterio al asunto. Considerando además que el argumento oculto de la película tiene que ver con el asesinato de la mujer por el hombre después de su infidelidad en el motel “Lost highway”, y de cómo una especie de pacto fáustico le libra de la pena de muerte, la coincidencia inquieta más todavía. La pena es que la segunda mitad decaiga: con lo buen narrador que es Lynch, digan lo que digan, aun así no queda claro hasta el final que Fred y Pete son la misma persona, pese a indicios como no querer escuchar su música enloquecida de saxo en la radio del garaje. Mr. Eddy es una nueva versión de Frank, y el propio Pete es una reedición del rebelde y romántico motorista de “Twin Peaks”. Apenas la sombra de “Vértigo” dota de aureola al romance tórrido entre Pete y la novia del gángster, otro ejemplo de un tópico de Hollywood al que se quiere dar una dimensión nueva, quizá por constituir una fantasía de evasión del marido condenado que se revela vana: su castigo será repetir una y otra vez su calvario, en un círculo eterno, comenzar una y otra vez su aventura fumando su cigarrillo bajo el leve resplandor rojo de los fuegos del infierno, huir eternamente de la policía por la misma carretera perdida.

martes, 27 de julio de 2010

Tras los pasos del Rey Carmesí 8: "Red" (1974)


El rojo es el color de la sangre, el color de las revoluciones, el color de la crisis cuando hay que plasmarla en números, el color de la saturación sonora cuando las agujas del vúmetro superan cierto nivel. O sea, que, cuanto más sencillo es el título de un disco, más difícil se hace explicar su razón de ser.

En algún universo alternativo, “Red” fue el último elepé de los Crimson, el cierre de una etapa musical que no daba más de sí para sus integrantes. De hecho, creo que es el único disco del grupo cuya portada es una foto de sus músicos, en blanco y negro muy contrastado, los rostros sobre un fondo impenetrable. Lejos de los simbolismos anteriores, parece decírsenos que ya sólo quedan tres intérpretes a un nivel de compenetración e igualdad perfectamente equiparable, que el viaje atraviesa una fase austera y oscura, que la única nota de color es intensa y violenta.

“Red”, el tema que da título, enteramente de Fripp, es un diseño geométrico muy emparentado con la serie “Larks’ tongues in aspic”, de una agresividad rockera que pocos asocian a lo progresivo y un monotematismo que habría hecho las delicias de más de un compositor de los que usaban peluca. Curiosamente, este aspecto despojado de mucha de la creación de Fripp, pese al prestigio que le ha dado en estos tiempos que hacen del minimalismo una virtud en sí misma, es para mí un cierto motivo de distanciamiento, como amante de la ornamentación gratuita, del barroquismo al borde de lo irracional, de los bosques en los que uno ama perderse. Fripp siempre fue demasiado apolíneo, aunque se disfrazara de dionisiaco, por eso le hacía falta un Sinfield que llenara sus planes milimétricos de elementos cuestionables.

Evidentemente, con Fripp, Wetton y Bruford ocupando la portada, y sin ver por ningún lado a Richard Palmer-James, nos reafirmamos en la relativa irrelevancia de sus letras entre las improvisaciones instrumentales y los crescendi graduales de cinco o seis minutos. Tanto “Fallen angel” como “One more red nightmare” se refieren en sus textos, quizá de manera buscada, al mundo real: la primera parece remitir a películas como “Malas calles” de Scorsese, estrenada el año anterior, con su evocación de la muerte de un hermano implicado en bandas callejeras neoyorquinas, y la segunda pone letra y música al temor que muchos sienten ante un viaje en avión. “Fallen angel” hace contrastar el formato clásico de balada melódica crimsoniana, punteando las estrofas con armónicos de la acústica o filigranas eléctricas del e-bow que casi suenan a violín, con una sección instrumental más oscura cuyo riff circular sirve de base para solos de corneta y cuyo aire aflamencado es difícil de negar, como si se quisiera dar un aroma “Spanish” a las pandillas callejeras de la Gran Manzana, sin saber aún, desde la Inglaterra del 74, las diferencias reales entre lo hispano y lo español.

“One more red nightmare”, salvando que se reemplaza el tono lírico y elegíaco de las estrofas por un aire más acelerado y paranoico que casa a la perfección con el texto, repite estructura, incluyendo el aire jazzístico de la sección improvisada, que aquí incluye incluso modulaciones a tonos diferentes para que el reencontrado Mel Collins se explaye a gusto. Es curioso, y al final va a tener razón Fripp en su divismo de anti-divo, que en todo el disco apenas hay solos de guitarra en el sentido clásico. Se toca mucha guitarra, pero siempre integrada en el diseño del grupo y de la composición como pieza imprescindible. La idea del guitarrista progresivo como virtuoso exhibicionista cuyas intervenciones no están justificadas por ninguna razón que no sea el egocentrismo casa poco con la personalidad de Fripp, desde luego egocéntrica pero mucho más pragmática (y antipática, por qué no decirlo). Pero claro, para qué desperdiciar tiempo rebatiendo críticas de personas que no han escuchado los discos y que se basan en prejuicios recibidos de sus hermanos mayores, o, peor aún, del New Musical Express o el Melody Maker mal traducidos.

La cara dos se abre con “Providence”, una de las piezas a las que siempre he atribuido el mérito de acostumbrarme a la atonalidad, y que, debido a su título, siempre me ha conjurado imágenes melancólicas del bueno de H.P. Lovecraft meditando sobre los misterios del universo y lo repulsivo de la sexualidad humana (algo que quizá se pueda explicar considerando que su madre lo vistió de niña hasta los seis años). Años después, nos dimos cuenta que entre este tema y, por ejemplo, las composiciones de Webern, mediaba una importante diferencia: Crimson, aunque utilicen melodía de timbres y enormes silencios, no organizan el sonido de manera previa, sino que están improvisando. Lo cual siempre me hizo pensar que la organización de un discurso musical que se basa en sus propias reglas es forzosamente más fácil que cuando hay que ajustarse a un ritmo, un tempo, una dinámica, una tonalidad, etc. determinadas, y que tal vez los compositores contemporáneos disfracen con teorías sesudísimas lo que quizá no sea muy distinto a una sesión free jazz de Sun Ra puesta sobre el papel. El corolario vendría a ser: mientras te suene bien, da igual de donde venga, pero no deja de dar rabia que algunos vendan con aires de superioridad intelectual lo que no es sino intuición, mientras que los currantes que se esfuerzan por sacar aún algo interesante de la gastada tonalidad tradicional reciban un desprecio indigno de lo arduo de su tarea.

“Starless”, en aquellos años de crisis energética y pesimismo respecto al futuro del rock, estaba pensada para ser el colofón de la carrera discográfica de King Crimson, y lo cierto es que se trata de lo más majestuoso del grupo en mucho tiempo. Incluso el poema de Palmer-James insiste en un supuesto futuro “sin estrellas y negro como una Biblia” que no se corresponde con las apariencias festivas y luminosas visibles para un observador no preparado. Es bien sabido que Fripp auguraba “el fin de la civilización tal como la conocemos” para el final de los años 70 y que su retirada del mundo hasta principios de los 80 obedecía a una voluntad de prepararse para sobrevivir. De ahí, si nos ponemos programáticos, quizá venga el ominoso y memorable crescendo que sucede a la última estrofa vocal, otra demostración de minimalismo que con sólo un riff bluesero del bajo, acompañamiento guitarrístico de una sola nota repetida, un uso estratégico de la percusión y subidas muy graduales de la tonalidad sabe crear una tensión insoportable que explota en una reformulación frenética del mismo episodio sobre la cual improvisa el saxo soprano de Mel Collins mientras Fripp esparce a su alrededor el mismo tipo de “guitarra ardiente” que seis años después ofrecería a David Bowie, con fines mucho más discotequeros, para su “Scary monsters”. El regreso final del tema melódico, con muchos más decibelios, podría leerse, si nos ponemos pretenciosos, como una demostración de que, aunque el Apocalipsis ya haya llegado en forma de ruido y furia, todavía pueden encontrarse belleza y esperanza en su seno, invirtiendo la ecuación del principio del tema. Pero lo cierto es que los Crimson clásicos terminan aquí, al borde del abismo.

domingo, 25 de julio de 2010

Premonition following an evil deed 1995


En su momento se dijo que el fracaso del montaje original de “Intolerancia” de Griffith, con sus continuos saltos hacia adelante y atrás entre tramas simultáneas desarrolladas en diferentes épocas, cortó las alas al cine como lenguaje narrativo complejo y comenzó a imponerle una simplicidad que no es tan obligatoria en la literatura. De ahí la gracia de que aquel proyecto destinado a hacer rodar a cineastas de hoy con la cámara original de los hermanos Lumière contara con el rebelde Lynch entre su nómina. Si se puede reinventar al cine desde el principio, hay que intentarlo. Ya el título hace trampas con la causalidad: ¿una premonición que “sigue” y no “precede”? El hallazgo de un cadáver por tres policías, dos mujeres que conversan amigablemente entre animales en un escenario de época, otras dos en una casa de hoy en día, visitadas por los agentes que les traen la mala noticia, el flash ¿premonitorio? de unas criaturas entre monstruosas y extraterrestres que tienen a una chica desnuda dentro de un tanque con líquido. Da la impresión, además, de que las criaturas están dentro de la misma casa, aunque las imperfecciones de la emulsión no dejan estar seguro. Un corto de un minuto que no se capta bien de una sola vez y que habría que ver en bucle… ¿Se cerró aquí una especie de círculo?

viernes, 23 de julio de 2010

Twin Peaks: Fire walk with me 1992


En las ficciones policíacas, lo de menos suele ser la víctima, y lo de más, el escalofrío de la incertidumbre en torno al enigma, la misantropía malévola de saber que cualquiera pudo ser el asesino. La trayectoria de Lynch le convertía en un practicante ideal del género, aunque con una debilidad fatal: los enigmas criminales siempre deben dar respuestas, algo a lo que el director de “Terciopelo azul” siempre se ha resistido. Hay quienes afirman incluso que el declive en audiencia y la prematura cancelación de su serie “Twin Peaks” se debieron a la insistencia de la productora en que se respondiera a la gran pregunta “¿Quién mató a Laura Palmer?”, después de lo cual no se supo hallar otro enigma que sedujera de igual modo al público. La intención de Lynch era que la identidad del asesino se mantuviera secreta para siempre, pero, claro está, era más fácil para él romper las reglas en el cine que en la tele. De ahí, tal vez, la idea de la película, que desde el principio rompe el pragmatismo de la pequeña pantalla. Laura Palmer, el fantasma omnipresente de la serie, que sólo aparece envuelta en plástico o en los estrafalarios sueños del agente Cooper, es ahora la protagonista absoluta, viviendo los acontecimientos que se reconstruyeron minuciosamente en la investigación. La película, pues, no nos aporta ningún dato nuevo, pero podemos verla como una especie de venganza de Lynch contra las cortapisas que le impuso el medio televisivo, convirtiendo la derivación de un producto muy comercial en una de sus películas más extrañas y malditas, que en España ni siquiera pudo verse en salas. El relato de los últimos días de Laura, que a la vez, por virtud de los misterios del bosque, es la continuación y verdadero final de la serie, es casi el cuento religioso de cómo una pecadora se convierte en santa, es una pasión en sentido literal y en sentido bíblico que traslada a un hogar claustrofóbico el epicentro de las fuerzas del mal y que propone los excesos como vía de evasión desesperada. Dado que sabemos todo lo que va a ocurrir, hay más atmósfera que nunca y menos explicaciones que nunca. Los ingredientes de comedia de situación y de melodrama de amor y lujo se volatilizan dejando sólo el terror y la desesperación de Laura, incapaz de aceptar el terror del universo tan estoicamente como Henry Spencer o de verlo peligrosamente seductor como Jeffrey Beaumont, y por tanto tal vez la figura protagonista que más nos importa de todo el cine de Lynch, aquella por la que más se sufre y que se gana a pulso las alas de ángel. Casi nadie sabe ver que, por debajo de los enanos que hablan al revés, las cortinas rojas o las fuguras que levitan, el ogro que se lo pone difícil al pobre público tiene un corazón humano que palpita y sangra.

miércoles, 21 de julio de 2010

Wild at heart 1990


Ahora va a resultar que la bromita sobre el vaquero y el francés era la ruptura simbólica de Lynch con sus raíces europeas, por si no queda claro también después de ver al muy british Freddie Jones hablando prácticamente con la voz del pato Donald. Lynch de repente quiere ser el más americano de los directores, reescribiendo “El mago de Oz” con canciones de Elvis y con enormes descapotables recorriendo un camino de baldosas amarillas reconvertido en sistema de carreteras. Lo malo es que los dos amantes puros son menos interesantes que el mundo de corazón salvaje que recorren con su chulería e inocencia exageradas. Todo relato de carretera es una sucesión de etapas, una parada después de otra, y aquí me falta el sentido de unidad, y me sobran las ganas de fabricar un éxito en las pantallas con ruido atronador, escenas de sexo falseadas y momentos de violencia chocante de los que dan que hablar. Cierto es que así es como se mantiene en pie una carrera, y que no se seguiría hablando de David Lynch sin películas como esta, pero tanto vulgarizar su surrealismo me preocupa. Al menos las cadencias del montaje son raras, sale el gran Dean Stanton en un papel de detective enamorado que vale su peso en oro, la galería de villanos, desde Marcelo Santos hasta Bobby Peru, el señor Reindeer o la extraña pareja Juana-Reggie fascina durante su (breve) tiempo en pantalla y las apariciones de “Im abendrot” demuestran que, digan lo que digan, Richard Strauss no tenía absolutamente nada que envidiar a Gustav Mahler. Pero las genialidades incidentales no bastan para fabricar un todo coherente, lo anecdótico termina sacando muchos enteros a lo principal y la impresión final es de haber mareado durante demasiado tiempo un pretexto muy simple. Ni el Rey de Graceland ni la chica de los botines escarlata están a la altura del expresionismo surreal de un Bacon, del aroma mítico de una Inglaterra patética y dickensiana, ni siquiera de las fantasías de poder de Frank Herbert. Es difícil dotar al arte pop americano de la misma dimensión densa e inquietante que a veinte siglos de paranoia europea. Llamadme esnob (que lo soy), pero para mí que Lynch, pese a la valentía de su intento, no lo consigue. Mejor dejar la carretera y volver a Lumberton. O a Twin Peaks.

domingo, 18 de julio de 2010

The cowboy and the Frenchman 1987


Lo bueno de este corto es que es imposible tomarlo en serio. Un vaquero sordo atrapa con su lazo a una extraña criatura que lleva una boina morada e, incapaz de comprender su jerga, registra su maleta, donde encuentra caracoles, maquetas de la torre Eiffel, baguettes e imágenes del Moulin Rouge, pero sólo tras encontrar un plato de patatas fritas (French fries) se da cuenta de a quién tiene entre manos. El miedo que despierta en el francés un indio que llevaba siguiéndole mucho tiempo se disipa cuando la gente del rancho le paga los 20 dólares que le debían. Todo termina en un guateque con el francés, los vaqueros, varias francesitas morenas de pelo a lo garçon y varias mozas del campo con pelo cardado que formulan al francés la cuestión de rigor, “Voulez-vous coucher avec moi ce soir?”, antes de que Pierre agasaje a los salvajes americanos con una réplica de la Estatua de la Libertad. Una amable sátira de la admiración desmesurada que algunos bárbaros del Nuevo Mundo profesan hacia todo lo europeo y que nos gustaría ver al lado de los episodios de Herzog y Godard para la misma serie. Aunque, tras la sonrisa, nos preguntamos si será realmente casual que, a partir de este momento, haya participación de capitales franceses en prácticamente todo lo rodado para cine por Lynch...

viernes, 16 de julio de 2010

Blue velvet 1986


En un momento dado, parece que ya no es necesario buscar lo extraño en mundos lejanos o en tiempos pasados; lo tenemos aquí, entre nosotros, rascando un poco bajo la superficie. El pueblo de Lumberton es el borrador de Twin Peaks: detrás de sus estampas de Norman Rockwell, rebuscando un poco en sus cuidados jardines, nos topamos con una amenazadora y voraz fauna de insectos carnívoros. Y por lo que parece, ser carnívoro es también sucumbir a las pulsiones de la carne, al vértigo de lo perverso. Dorothy Vallens está más perdida que en Oz: espiarla en ropa interior desde el armario, despojada incluso de la peluca que le da fuerza para cantar mal en escena, despojada incluso de su dignidad después del trato al que la somete Frank, no da sino más ganas de poseerla. Jeffrey Beaumont, el sano chicarrón estadounidense, con su barbilla prominente y su ingenuidad de pionero, es en el fondo un ser oscuro que prefiere las seducciones del abismo al espíritu hogareño de la tarta de manzana que parece encarnar Sandy. “Terciopelo azul” ha sido siempre campo abonado para análisis de andar por casa, desde los que ven machismo y misoginia galopante en el retrato de esa Dorothy trastornada que parece disfrutar con el sadomasoquismo y que necesita siempre un hombre a su lado hasta los que ven en la excursión nocturna de Jeffrey con la banda de Frank una plasmación poco sutil del miedo a la homosexualidad. Pero lo cierto es que, si nos andamos con correcciones políticas a la hora de explorar nuestro lado oculto, estamos arreglados. Muchos creen vivir en un universo luminoso y abierto de colores primarios, como el Lumberton de día, pero, cuando las luces se apagan, el umbral de nuestras puerta se recorta en la oscuridad, los hogares son recintos clustrofóbicos de un rosa orgánico, cuyos pasillos no tienen fin, las escaleras y rellanos de los bloques de apartamentos son laberintos de penumbra, las leyes son aplicadas por individuos gordos y rubicundos de chaqueta amarilla y, quién más quién menos, a veces debemos entregarnos a caprichos fetichistas para salvar a van Gogh. Sucedió antes, sucede ahora, sucederá siempre: es muy difícil saber en qué época estamos, por mucha atención que prestemos a la película. Es la América eterna del Saturday Evening Post, que al mismo tiempo es mucho más extraña que Dune, algo tanto más evidente cuanto que Jeffrey y Paul Atreides son encarnados por el mismo actor, y que varios de los secundarios reaparecen. Ya se sabe: hay muchos mundos…

miércoles, 14 de julio de 2010

Dune 1984


Puedes tener éxito una vez en adaptarte al entorno, pero eso no va a suceder siempre. “El hombre elefante”, como drama de época sobre un infortunado ogro del Medievo atrapado en la Inglaterra industrial, encajó como un guante en la trayectoria de Lynch, pero “Dune” no fue tan afortunada. Quizá porque una cosa es la angustia de lo absurdo y otra muy diferente es entrar a formar parte de una narrativa preestablecida, lo cual siempre tiende a reconfortar a quienes buscan explicaciones para la existencia (por eso la Alicia de Burton es tan rechazable, porque convierte un delicioso universo de sinsentido en una sucursal de la Dragonlance). El argumento de Frank Herbert es tan arquetípico, tan familiar, recicla tantas cosas (a uno hasta le da por encontrar paralelismos premonitorios entre los Fremen y Al Qaeda) que Lynch se concentra más en crear un mundo barroco, casi decadente en su mezcla de épocas, en dotar a la narración de un tono onírico a fuerza de visiones, de pensamientos que suenan en off, de iconografía demasiado repugnante para quienes estén consumiendo una hamburguesa mientras ven la película (aunque se dice que, por ejemplo, todo el concepto del barón Harkonnen ya estaba así, tal cual, en el proyecto de adaptación de Alejandro Jodorowsky, el cual, por cierto, comenzaba con la castración del duque Leto Atreides en una corrida de toros, que en teoría debería haber encantado a los que critican algunas adaptaciones por ser “demasiado fieles”). Lynch cree poco en la película, y se nota: casi todo lo bueno en ella tiene poco que ver con la idea del “cine espectáculo”, e incluso lo que sí tiene que ver dejó a la audiencia perpleja. Por ejemplo, los gusanos gigantes (versiones aumentadas del que Henry Spencer hallaba en su buzón en “Eraserhead”) resultaban demasiado fálicos para ser acogidos sin desconfianza. Las escenas de acción eran demasiado genéricas, demasiado impersonales, sin héroes, que es lo que mucho público quiere. Pero una aspirante a blockbuster necesita escenas de acción: si, por un suponer, se hubiese reforzado el protagonismo de la pequeña Alia, el resultado se habría parecido más a “La profecía”. Vista hoy, “Dune” tiene el interés de los pequeños clásicos que merecen la pena por los detalles más que por el conjunto, y explica a las mil maravillas por qué Lynch no ha vuelto a intentar formular su universo desde reglas ajenas. Claro está que si entonces el horno empezaba a no estar para bollos, imaginemos hoy.

domingo, 11 de julio de 2010

The elephant man 1980


A veces uno se pregunta en qué se fijan algunos comentaristas para emitir sus opiniones. “El hombre elefante” suele considerarse, por los detractores de Lynch, como la antítesis de su estilo, la vez en que David se equivocó y le salió una peli humana y comprensible. Por supuesto, verla casi seguida a “Cabeza borradora” revela más parecidos que diferencias. El escenario sigue siendo una pesadilla industrializada, el sonido sigue siendo aterrador, la monstruosidad sigue ocupando el primer plano. Incluso la foto sigue siendo en blanco y negro (de Freddie Francis, en lo que supone una fascinante y oblicua conexión Hammer-Lynch). Lo admirable es que a David no le importó filmar un melodrama, una historia conmovedora para hacer llorar. Ahí está la clase: en decir sí a Mel Brooks y no a George Lucas, que quería a Lynch para “El retorno del Jedi”. Porque, debajo de la elegancia británica y del cuanto sentimental sobre la dignidad de un monstruo, hay una historia muy rara, la de una sociedad victoriana que bajo el esplendor imperial escondía un lado sórdido y oscuro y que convirtió a un ser deforme en la sensación de una clase dominante que no quería ni oír hablar de Whitechapel; la de un ser inocente explotado por su fealdad y que se siente culpable por decepcionar a su madre, cuya foto misteriosamente lleva consigo toda su vida; la de una reconciliación final con un universo hostil y una negación de la muerte en el flujo del cosmos. Me pregunto si en el fondo la filosofía es más positiva que en la película anterior. Posiblemente sí: Henry Spencer está completamente solo en Filadelfia, él es el único monstruo, más aún que su hijo; John Merrick se da cuenta de que hay otros monstruos y, por suerte para él, no repara en que nunca ha dejado de ser una exhibición de feria, pero al final el deseo de ser normal le puede. Ni siquiera creo que se trate de un suicidio deliberado, más bien de una manera definitiva de integrarse en el universo, en un final parecidísimo al de “Cabeza borradora” y que enlazará de manera muy curiosa con el inicio de “Dune”. No estaría mal que Lynch, tras años de ensimismamiento en su surrealismo pop 100% estadounidense, echara la vista atrás y volviera a aquel gótico europeo que le puso en el mapa del cine y le hizo trascender aquel público noctámbulo de gente extraña al que terminó volviendo. O será que en realidad dio por sentado que John Merrick fracasó en su intento de convertirse en un ser humano y los proponentes de un Lynch humanista se equivocaron de parte a parte.

sábado, 10 de julio de 2010

Eraserhead 1977


Las primeras obras siempre son más torpes pero lo compensan siendo más sinceras. Es muy difícil saber qué pasa por la cabeza y la vida de quien firma algo como “Inland empire”, pero salta a la vista, ante “Cabeza borradora”, el guión paralelo de alguien que pasa cuatro años rodando en su apartamento, pasablemente asqueado por su propio cuerpo y sobre todo por la paternidad, ese horrible proceso mediante el cual, de la unión de dos gametos viscosos, surge un ser chillón y sucio de una fragilidad tan escandalosa que, por no tener, no tiene ni bien unidos los huesos del cráneo.

Es también obvia la atracción por la belleza desconocida, la gran paradoja de sentir todavía ganas de revolcarse en el mismo fango lovecraftiano de donde surgió la criatura de pesadilla que berrea y se carcajea en ese rincón oscuro encima de la cómoda. Pero no podemos evitarlo. Cuando un dios recubierto de pústulas acciona las palancas desde su planeta, debemos obedecer, dé asco o no.

Henry Spencer, con su imposible cardado, podría ser el niño de “The grandmother” varios años después, e incluso tiene un montón de tierra muy parecido, del que sale una planta, sobre la mesilla de noche, no vaya a reproducirse el milagro. Pero en la Filadelfia post-industrial no hay milagros: es un páramo de fealdad desolada, que no deja respiro ni en la intimidad de la habitación: la única vista desde la ventana es de una pared de ladrillos, e incluso la caldera del radiador emite un ominoso rumor contra el que nada puede un viejo disco de Fats Waller como intérprete de órgano.

Confieso que esta película me aterroriza ahora menos de lo que hizo en su momento. Será que temo menos a la soledad, que aprendí a ver el absurdo del universo como algo más pintoresco que amenazador. Ya ni siquiera recibo llamadas telefónicas sin nadie al otro lado mientras veo la película a las tantas de la madrugada, como sucedió hace cuatro o cinco veranos. Uno va aprendiendo a admirar la representación del temor interno sin necesidad de compartirlo. Es ley de vida.

Puede ser también que las ediciones videográficas de hoy en día se vean demasiado bien. El DVD de Manga, con el formato recortado y la definición borrosa, parecía surgido directamente de la cámara oscura del sueño, tal como “The alphabet” o “The grandmother”. La edición mejorada de Versus deja claro que es una película con hermosa fotografía y logradas composiciones de cuadro, casi para tener en la mesita del café si obviamos los momentos escabrosos. La pesadilla claustrofóbica y visceral va tomando visos de clásico merecedor de la inmortalidad en un museo, algo que me gusta y disgusta al mismo tiempo. En cierta manera, está bien que pervivan ciertos reductos de rechazo frontal, de incomprensión militante. De otra manera, no sentiríamos que una obra incómoda y cruda nos habla directamente a nosotros y nos lleva en un viaje insentato desde la sordidez de una habitación de hotel hasta la epifanía cósmica que sigue al asesinato del propio hijo.

Pocos caen en la cuenta de que el surrealismo, etimológicamente, está por encima de lo real, que las apariencias normales maquillan una realidad íntima difícil de aceptar y contra la cual poco vale el razonamiento. Por eso la masa cerebral sólo vale para fabricar lápices de cabeza borradora, para borrar la escritura, el dibujo, el lenguaje, la creación. Pero al terror del universo hay que enfrentarse solo, sin lápices.

jueves, 8 de julio de 2010

The amputee 1974


Cuando se plantea el tema de la dudosa salud mental de los artistas, uno de los sospechosos habituales suele ser David Lynch. Siempre he pensado que atribuir la extravagancia a las drogas o a la locura supone una falta enorme de fe en la imaginación, pero a veces pueden entrar dudas. Si uno tiene que probar dos tipos de cinta de vídeo que acaban de llegar al American Film Institute, ¿lo lógico es rodar a una mujer con ambas piernas amputadas que escribe una carta sin inmutarse mientras un enfermero la trata de curar provocando una abundante hemorragia? Lo más inquietante es el aire de cotilleo suburbial, de chismes privados que el público no puede entender del todo, que se destila del texto de la carta, leído en off. ¿Tienen los acontecimientos entre estos personajes algo que ver con el hecho de que la mujer perdiera ambas piernas? ¿Por qué el enfermero le recorta la punta del fémur? Cinco minutos muy incómodos que resultan difíciles de explicar y que resultan aún más irreales por la textura anticuada del vídeo. Quizá fuese una carta de odio temprana a un soporte que acabaría robando mucha de la estética de la creación audiovisual, quizá una broma macabra. La mujer es Catherine Coulson, colaboradora habitual de Lynch por aquel entonces y años más tarde inmortal como la Dama del Leño.

miércoles, 7 de julio de 2010

The grandmother 1970


Aquí ya está casi todo Lynch, al menos el primer Lynch atormentado que pasaba hambre, indiferencia e insatisfacción sexual. La familia como pesadilla suburbana cutre, la educación paterna comparada a la cría de un perro. El recurso a un cine mudo de un expresionismo extremo para cubrir el poco presupuesto, los decorados y las actuaciones de un precario que da casi miedo. La casa de la infancia sumida en una oscuridad de pozo gótico sin extensión o sin límites. La reproducción humana como un proceso áspero, indiferente, casi mineral. El uso del color para recalcar la vergüenza de las sábanas mojadas o el mal gusto doméstico. Hacer surgir a una abuela de una patata, en busca de un amor familiar que no se conoce, resulta una idea tan descabellada como entrañable, aunque la secuencia de su nacimiento sea digna del primer Cronenberg, aunque la naturaleza del amor sea equívoca y se vea empañada por la tragedia de la muerte y una disociación final del individuo que habría hecho las delicias de Francis Bacon. Esta pieza de fascinante imperfección supone una de las mejores refutaciones que conozco a la demagogia anti-subvenciones (el American Film Institute la financió en su totalidad), colocando de lleno a Lynch en el campo de los “titiriteros que viven del dinero público”, junto a otro jeta del que ya hemos hablado, que debe sus inicios al apoyo de las instituciones canadienses y se llama David Cronenberg.

martes, 6 de julio de 2010

The alphabet 1968


Todo aprendizaje memorístico tiene algo de conjuro, de ritual. Desde la tabla de multiplicar se ha llegado a la manipulación genética o a la astronáutica, pero desde el abecedario se llega mucho más lejos y a la vez no se llega a ningún sitio. Una niña sueña con las letras que le enseñan en el colegio, pero su sueño es una pesadilla tan angustiosa como difícil de explicar que termina haciéndole vomitar sangre. La infancia como territorio de aprendizaje y de enfermedad, el encierro temprano en la prisión del lenguaje de la que nunca podremos escapar, la angustia precoz por un cuerpo frágil, mal fabricado, que nos fallará cuando menos lo esperemos. Se echan de menos aquellos cortometrajes artesanales, experimentales, de técnica mixta, que disparaban sugerencias en lugar de limitar significados.

lunes, 5 de julio de 2010

Six men getting sick 1966


La idea de la película como un cuadro en movimiento, la idea del bucle eterno precursora de la videoinstalación, ese diseño que va surgiendo poco a poco, acumulando detalles. Es gracioso que Lynch comience con una pieza de un minuto a la que nadie buscará significado, una animación casi abstracta cuyos únicos elementos figurativos son hombres, sangre y vómitos. Más curioso aún es lo hipnótico que resulta, haciendo posible verlo no ya seis veces seguidas como en el DVD, sino muchas más, dados los extraños detalles que van surgiendo (esas palabras superpuestas, la llama que lame una esquina de la imagen, el flash de color rojo, los números). Imaginar a un David Lynch habitual de las galerías de arte, alejado del glamour que dan las pantallas y las alfombras rojas, sería la gran ilusión de algunos detractores, pero afortunadamente no fue así. Con el tiempo, David cambiaría el expresionismo abstracto por una versión perversa de Edward Hopper y el pop art.