sábado, 10 de julio de 2010

Eraserhead 1977


Las primeras obras siempre son más torpes pero lo compensan siendo más sinceras. Es muy difícil saber qué pasa por la cabeza y la vida de quien firma algo como “Inland empire”, pero salta a la vista, ante “Cabeza borradora”, el guión paralelo de alguien que pasa cuatro años rodando en su apartamento, pasablemente asqueado por su propio cuerpo y sobre todo por la paternidad, ese horrible proceso mediante el cual, de la unión de dos gametos viscosos, surge un ser chillón y sucio de una fragilidad tan escandalosa que, por no tener, no tiene ni bien unidos los huesos del cráneo.

Es también obvia la atracción por la belleza desconocida, la gran paradoja de sentir todavía ganas de revolcarse en el mismo fango lovecraftiano de donde surgió la criatura de pesadilla que berrea y se carcajea en ese rincón oscuro encima de la cómoda. Pero no podemos evitarlo. Cuando un dios recubierto de pústulas acciona las palancas desde su planeta, debemos obedecer, dé asco o no.

Henry Spencer, con su imposible cardado, podría ser el niño de “The grandmother” varios años después, e incluso tiene un montón de tierra muy parecido, del que sale una planta, sobre la mesilla de noche, no vaya a reproducirse el milagro. Pero en la Filadelfia post-industrial no hay milagros: es un páramo de fealdad desolada, que no deja respiro ni en la intimidad de la habitación: la única vista desde la ventana es de una pared de ladrillos, e incluso la caldera del radiador emite un ominoso rumor contra el que nada puede un viejo disco de Fats Waller como intérprete de órgano.

Confieso que esta película me aterroriza ahora menos de lo que hizo en su momento. Será que temo menos a la soledad, que aprendí a ver el absurdo del universo como algo más pintoresco que amenazador. Ya ni siquiera recibo llamadas telefónicas sin nadie al otro lado mientras veo la película a las tantas de la madrugada, como sucedió hace cuatro o cinco veranos. Uno va aprendiendo a admirar la representación del temor interno sin necesidad de compartirlo. Es ley de vida.

Puede ser también que las ediciones videográficas de hoy en día se vean demasiado bien. El DVD de Manga, con el formato recortado y la definición borrosa, parecía surgido directamente de la cámara oscura del sueño, tal como “The alphabet” o “The grandmother”. La edición mejorada de Versus deja claro que es una película con hermosa fotografía y logradas composiciones de cuadro, casi para tener en la mesita del café si obviamos los momentos escabrosos. La pesadilla claustrofóbica y visceral va tomando visos de clásico merecedor de la inmortalidad en un museo, algo que me gusta y disgusta al mismo tiempo. En cierta manera, está bien que pervivan ciertos reductos de rechazo frontal, de incomprensión militante. De otra manera, no sentiríamos que una obra incómoda y cruda nos habla directamente a nosotros y nos lleva en un viaje insentato desde la sordidez de una habitación de hotel hasta la epifanía cósmica que sigue al asesinato del propio hijo.

Pocos caen en la cuenta de que el surrealismo, etimológicamente, está por encima de lo real, que las apariencias normales maquillan una realidad íntima difícil de aceptar y contra la cual poco vale el razonamiento. Por eso la masa cerebral sólo vale para fabricar lápices de cabeza borradora, para borrar la escritura, el dibujo, el lenguaje, la creación. Pero al terror del universo hay que enfrentarse solo, sin lápices.

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