miércoles, 25 de agosto de 2010

Las aventuras de Manuela


Según un personaje de Gene Wolfe, una mujer siempre necesita una razón, mientras que a un hombre le basta con un lugar. Diferenciación paralela a la del erotismo “blando” y el porno duro: el primero, dada su incapacidad para mostrar todo lo mostrable, necesita vestir su mercancía con un simulacro de historia; el segundo puede cortar directamente a la persecución, como dirían los anglosajones. Si hiciéramos caso a cierta sabiduria convencional, el softcore sería más femenino y el hardcore más masculino: las mujeres necesitarían rodearse de una ficción elaborada, mientras que los hombres no necesitarían ficciones por preferir vivir una realidad tangible, una acción física y brutal sin coartadas.

Como ahora el porno se considera moderno y progresista, se ha acumulado una especie de desprecio injusto hacia el cine erótico softcore, considerado un sucedáneo hipócrita de lo auténtico, pero uno siempre ha sentido cierto cariño hacia aquellas películas que vendían sexo en la misma plaza pública que el resto de géneros convencionales y que compensaban su falta de insertos con una carga sociológica de la que no pueden presumir la mayoría de productos a la venta en sex shops, más cercanos al surrealismo, al tipo de lógica onírica que hace inevitable que todo hombre que se tope casualmente con una pareja lésbica en plena labor termine manteniendo relaciones con ambas a la vez.

Si uno, por ejemplo, considera la serie “Emmanuelle”, y concretamente las tres primeras películas, protagonizadas por Sylvia Kristel, se encontrará con un curso intensivo sobre el auge, la decadencia y la caída de la liberación sexual de los años 70. Antes del comienzo de la acción de la primera película, lo único que distinguimos bien de París es la familiar fachada del Sacré Coeur. No hace falta más. No hacen falta cincuenta minutos de burgueses fariseos yendo al hipódromo, como en “Los amantes” de Louis Malle. Lo importante es que París es la civilización, y en la civilización no puede existir el placer.

Por lo tanto, se hace necesario encontrar un paraíso perdido, y, ¿qué mejor paraíso perdido que una colonia? A nadie se le debería escapar que el turismo tercermundista no es sino un colonialismo disfrazado y que sólo en un contexto de culturas extrañas, desconocidas y menos desarrolladas para una mirada occidental resulta factible airear pasiones vergonzosas y llevar a cabo fantasías personales que no encontrarían cómplices entre personas del primer mundo con demasiada dignidad. Cuando Emmanuelle llega a Tailandia, se encuentra un panorama de esposas abiertamente infieles, de lolitas que se masturban sin inhibiciones delante de ella en una hamaca. Su marido, haciendo gala de lo que hoy llaman “compersión”, requiere de su cónyuge que tenga cuantas más aventuras extramatrimoniales mejor, participando vicariamente de su placer mientras él hace lo propio con otras mujeres.

Pero Emmanuelle es básicamente una heroína de novela rosa, busca el amor a pesar de su éxito erótico, de ahí que llore cuando su amante arqueóloga le confiese que lo suyo es sólo sexo. El camino místico de degradación al que la conduce el abuelete Alain Cuny, disfrutando voyeurísticamente mientras su pupila es disfrutada como trofeo de un combate de kickboxing, parece un síntoma de desesperación, una manera de olvidar los sinsabores de un corazón roto mediante la embriaguez de los sentidos.

Un moralismo que parece dejarse a un lado en “Emmanuelle 2: La antivirgen”, película mejor dirigida que su predecesora (aunque sin su filosofía y sin la música de King Crimson) donde se celebra el apogeo de la protagonista como heroína del sexo desinhibido y que culmina con la seducción de una chica presumiblmente menor por Emmanuelle y su marido. La ambivalencia del mito de Emmanuelle es clara: mientras que su eterna disposición para practicar sexo, incluso en público si el morbo lo manda, parece una fantasía masculina arquetípica para los ingenuos creyentes en el tópico de que “las mujeres no son así”, por otro lado se trata de una mujer activa que toma decisiones sobre su propio cuerpo y actúa en consecuencia. Para las japonesas que veían “Emmanuelle” en el París de los 70, la protagonista era ya una heroína del feminismo tan sólo por ponerse encima durante las relaciones con su marido. Para las feministas canónicas, Emmanuelle era un objeto.

Luego nos enteraríamos, en “Adiós Emmanuelle”, de que la buena mujer no creía en todo aquello, y que el círculo de swingers que la rodeaba en Tailandia o las Seychelles no se componía sino de zombis sin otro horizonte que el de la cama redonda. Después de la memorable y ripiosa canción de Serge Gainsbourg en los créditos, iremos aprendiendo la dolorosa verdad: que Emmanuelle era promiscua porque aún no había aparecido en su vida el amor verdadero. Al final iba a resultar que una cursi postal playera al anochecer es mejor fondo para la unión de los cuerpos que un sórdido tugurio en Bangkok. Todo el final de la película, que escenifica en clave de suspense los intentos del marido de Emmanuelle para evitar que ella se marche a París con su amante, parece querer revelar que el libertinaje intelectualizado de las dos primeras aventuras es sólo una pose decadente bajo la cual, de manera fatal, se oculta la naturaleza roja en diente y garra de los celos. El círculo parece cerrarse: a la altura del año 77, volveremos a estar presididos por la cúpula del Sacré Coeur, el sexo libre se desnvolverá tan sólo en el seno de grupos secretos, semiclandestinos, de los que se hablará con una mezcla bobalicona de envidia y repugnancia, y del oasis poliamoroso en Indonesia sólo quedará, en el inconsciente colectivo del primer mundo, la idea de que un billete de avión, unos vaqueros Levis o un collar de perlas falsas son inmediatamente intercambiables, en la brisa enrarecida del Pacífico, por cualquier adolescente de hermosos ojos rasgados.

Pero, para ojos, estos:

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