domingo, 8 de abril de 2012

Cine sobredimensionado

En mi repaso a la IX Muestra SyFy se me pasó mencionar que marcaba mi segundo visionado de películas en 3D desde mi hasta entonces única experiencia con “Avatar” a finales del 2009. Mis pocas ganas de repetir se confirmaron con los dos títulos de la Muestra y, una semana después, con “La invención de Hugo” de Scorsese: llamadme cuarentón resistente al cambio y tendréis gran parte de razón, pero, para mí, la gracia de la experiencia cinematográfica reside, entre otros factores, en que es plana, en que supone una codificación imperfecta de la realidad que nos permite situarnos en otro plano e interrogarla, interactuar mentalmente con ella.

En cambio, los visionados en 3D me aturden por varias razones: amén de que siento que, para procesar la estereoscopia de la película, consumo una apreciable porción de la energía mental que debería estar dedicando a seguir el guión, el sonido o la puesta en escena, siento por añadidura cierta irritación al constatar que elementos perfectamente accesorios, como por ejemplo la nieve que cae o elementos de atrezzo sin función narrativa, se convierten en protagonistas absolutos al ser utilizados para dar un efecto tridimensional, y sigo sin saber la diferencia semántica que pueda existir entre una determinada película en versión plana de toda la vida y en versión para visionar con un par extra de gafas amén de las que ya calzo; tan solo sé que la entrada me ha salido por un par de euros más y que para el dolor de cabeza voy a necesitar un par de comprimidos efervercentes de Efferalgan de 1 gramo. Mucho mejor que yo lo ha dicho el gran Jodorowsky:

“Hoy vivimos la época del cine en tres dimensiones. En un momento dado, nos pondrán de espaldas a la pantalla y saldrá una gran verga que nos violará.”


Que Martin Scorsese se suba al carro no me resulta extraño: de francotirador que llevaba la contraria a todo el mundo para sacar adelante proyectos suicidas como “La última tentación de Cristo” o incluso, aunque hoy parezca mentira dado su estatus legendario, “Uno de los nuestros”, Marty se ha trocado en un veterano complaciente con la industria, usando en este caso su pedigrí del pasado para tratar de convencer al público ilustrado de las posibilidades artísticas de las tres dimensiones y de ese modo ir pavimentando el camino para que el sistema se vaya extendiendo cual virus por todo el panorama audiovisual, incluyendo no solo las multisalas palomiteras sino también los reductos enrarecidos del arte y ensayo.

“La invención de Hugo”, vista en versión “normal” no estereoscópica, sería un cuento infantil simpático aunque poco atractivo para los niños, un remedo descafeinado y simplificado de la “Amélie” de Jeunet que trata, siguiendo la estela de su modelo, de suplir una carencia básica de argumento (a fin de cuentas, Hugo mira mucho, pero actúa muy poco) a base de estilo deslumbrante, y que desemboca, tras prometer un desarrollo fantasioso y mágico en toda una primera parte que no fue sino un señuelo, en un homenaje al pionero Georges Méliès que trata de ganarse al público más cinéfilo de una manera parecida a la de los escritores que, a base de contar las aventuras de los bibliotecarios del Círculo Polar o de los libreros de la franja de Cisjordania y Gaza, halagan el corazón de los aficionados contándoles lo especiales que son como personas por valorar los libros o, en el caso que nos ocupa, las películas antiguas.

Pero, viéndola en 3D, llega la diferencia semántica de la que hablábamos, y que consiste llanamente en establecer un paralelismo entre los valientes pioneros del cine, que veían su invento despreciado como una simple curiosidad sin futuro, y los ingeniosos artífices del nuevo 3D digital, capaces de hacer llegar un tren a una estación con mucha mayor viveza que aquel que hacía levantarse de la butaca y correr a los espectadores de los hermanos Lumière , y precursores de un sinfín de aplicaciones artísticas futuras para esta novedad de temporada.

El 3D de Scorsese, pese a lo que digan los deslumbrados por su firma y por la fascinante historia del abuelo Méliès, no tiene tanto una función narrativa como una función autopublicitaria, una demostración de virtuosismo técnico en un entorno de qualité para convencer de lo deseable de extender el sistema a todo tipo de narraciones audiovisuales futuras o incluso pasadas (no se me escapa cómo las películas de Méliès, para la secuencia final del homenaje, han sido “actualizadas” con relieve, como tampoco olvido las declaraciones de un entusiasta Marty hablando de las muchas ganas que tenía de ver “Ciudadano Kane” en 3D).

Toda expectativa que uno tuviera de encontrar en la tridimensionalidad nuevas maneras de comunicar significado o transmitir emociones choca con la realidad: como mucho, se trata de un modo de producir asombro barato del cual uno se cansa pronto, o de intentar insuflar algo de vigor accesorio a narrativas que por sí mismas carecen un poco de ellas. Por más que el hecho de que una película promocionada sobre todo en base al nombre legendario de su director se centre a su vez en homenajear a otro legendario director y tenga por tanto un tufillo molesto a autohomenaje, “La invención de Hugo” tiene tan poca fuerza en el plano de la narración, tanto gusto a plato mil veces recalentado pero insípido, como las anteriores “Shutter Island”, “Infiltrados” o “El aviador”, confundiendo el clasicismo con la convencionalidad visual y haciendo del 3D un subterfugio para disimular la falta de ideas. Scorsese, antaño el gran outsider, se ha convertido ahora en la gran metáfora de la esterilidad de una industria que busca subsistir a base de reciclaje de obras pasadas o ajenas (el hecho de que su ansiado Oscar le viniera por “Infiltrados”, remake de un film hongkonés que, sin ser la gran maravilla, lo superaba con creces, es harto significativo) o a base de prótesis tecnológicas que tratan de suplir el más irreparable de los muñones: el que deja un cerebro amputado.

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