jueves, 26 de julio de 2012

El anime y yo


Se podría contar como una bonita y melancólica historia de amor: el chico, insolente y lleno de proyectos en su cabeza, observa desde lejos, con cierta simpatía y cierto deseo, al objeto de su atención, pero éste apenas se fija en él y le pide, para iniciar su relación, una serie de concesiones que él no está dispuesto a hacer. Los años pasan, y cada uno sigue su camino aparte, hasta que un buen día él, ya maduro, humillado por los golpes de la vida y habiendo casi abandonado sus proyectos gloriosos, vuelve a encontrar a aquella que le despertó curiosidad en sus años mozos y la nota más tratable, más humilde, con una sonrisa en sus labios y en sus ojos al mirarlo que nunca había tenido antes. Ambos inician una relación mal vista que consuela los sinsabores cotidianos de él, y trata de paliar, a base de comprensión, la mala reputación de ella, considerada por la gente de bien como una irresponsable, una corruptora de menores, una loca.



Podríamos añadir también que los únicos que han querido mantenerla bajo un techo a veces la maltratan, la minusvaloran, la hacen trabajar mucho y gratis, la degradan forzándola a potenciar su faceta más frívola y sexual, despreciando su inteligencia y su creatividad, empujándola a una existencia precaria de noches frías sin techo y días sin sustento mientras la corte de jovencitos que la dieron de lado mima cual reina a su prima hermana, que comparte muchas de sus virtudes pero no la magia que enamora a nuestro protagonista y que le obliga a limitar sus horas de sueño para poder verla. Finalmente, obligada a emigrar, él la busca fuera, sabiendo que es imposible que ambos sean felices viviendo en un mismo país pero disfrutando de fugaces, pero intensos, momentos de comunión por las escarpadas calles de Montmartre, a las orilas del Támesis, sentados en las escalinatas de la Piazza di Spagna o dando de comer a las ardillas de Washington D.C. a escasos pasos de la Casa Blanca.



Peliculón, ¿eh? Un melodramón como Dios manda, salvo que es un pestiño entre roman à clef y alegoría donde yo soy el protagonista y ella es la animación japonesa o anime.



Una vez más me toca ser el elemento inusual: para mí, ver anime no es un ejercicio de nostalgia por la infancia o la juventud perdidas. Me gustaba ver "Mazinger Z" a la tierna edad de siete años, pero no me marcó lo suficiente para plantar en mi espíritu las semillas de una obsesión otaku, toda vez que los pocos productos disponibles en VHS estaban fuera de mi poder adquisitivo, mientras que "Bola de Dragón" me pilló ya casi veinteañero y menos impresionable, prueba de ello es que comencé a perder el interés a partir del segundo o tercer torneo de artes marciales, y que me ofendió profundamente el final de la serie clásica, en el que, tras una agónica pelea, abarcando un gran número de episodios, contra el demonio Piccolo, y teniéndolo ya derrotado y a su merced, Goku decide perdonarlo "para volver a tener la oportunidad de divertirse luchando contra él". Con ese antecedente, no es de extrañar que jamás fuese capaz de soportar "Bola de Dragón Z", como tampoco fue jamás de mi agrado "Los Caballeros del Zodíaco", perturbadora por las resonancias homoeróticas de los violentos combates entre entusiastas jovencitos y maduros villanos, pero a la postre cansina y reiterativa en el plano narrativo. Las historias de competitividad y testosterona me aburrían: ya empezaba a ser dolorosamente consciente de que no encajaba en los roles masculinos habituales. Mejor que ver a Seiya y a sus aguerridos amigos, prefería a las "magical girls" de "Sailor Moon", e incluso recuerdo con agrado algún capítulo lejano de las melodramáticas vicisitudes de "Candy Candy" o los romances juveniles de "Alegre juventud". Si hacemos caso a la demográfica fatalista de los japoneses, en la cual los shonen son de Marte y las shojo de Venus, yo andaba un poco perdido en el espacio pero desde luego más cercano al lucero de la mañana.



Lo cual me dejaba a punto de caramelo para el momento que, visto retrospectivamente, sentó las bases de mi afición actual muy por delante de las carreras de motoristas o las explosiones nucleares de "Akira" o las violaciones por tentáculo de "Urotsukidoji". En un mundo caballeresco, entre medieval y decimonónico, pero ambientado en el espacio exterior, con cibernética y naves voladoras, una chica vestida con el mismo uniforme de colegiala que "Sailor Moon" cae al vacío desde una gran altura pero es rescatada antes de morir por un chico que despliega unas enormes alas de ángel para frenar su caída y llevársela volando. Me intrigó la mezcla de tonos y la potencia onírica de la imagen, su falta de contención imaginativa, de miedo al "qué dirán" los policías del buen gusto y los sabuesos rastreadores del kitsch, su combinación explosiva de inocencia iconográfica y connotaciones eróticas, su diseño ecléctico e innovador lejano de los tópicos de Hollywood. Lo cierto es que no le di tanto pensamiento entonces, pero me quedé con la imagen y con el título de la serie, que era "La visión de Escaflowne", emitida en el canal de pago Buzz.



Años después, buscando algo nuevo para ver, saqué de una vitrina del Corte Inglés la edición de Selecta Visión de "Escaflowne", junto a las de "Cowboy Bebop", que me sonaba por haber visto el largometraje animado que salió con posterioridad, y la celebérrima "Neon Genesis Evangelion". Fue una decisión irreversible de la que ya no hubo vuelta atrás. Más allá del surrealismo pop, más allá del culto por lo exótico y llamativo, más allá del hipócrita concepto del "placer culpable", el anime hace realidad una cultura popular donde lo simbolista y decadente es el modo por defecto, donde la gravedad y la retórica aparecen donde menos te las esperas, donde a cada vuelta de esquina uno se topa con zonas de sombra morales en la conjunción entre Oriente y Occidente. Hay una tensión muy peculiar entre la fantasía desencadenada y un gusto neurótico, reprimido, por el detalle, entre el entusiasmo por el futuro y la tecnología y una sensación de producto artesano abordado con una seriedad técnica extrema aunque se trate de un romance cómico entre colegiales. Por encima de la ingente producción y de los inevitables clones e imitaciones de los grandes éxitos, uno sabe que siempre quedará sitio para la sorpresa, que incluso en productos teóricamente destinados a público joven o incluso infantil uno puede toparse con ideas, desarrollos de guión o plasmaciones en imagen de un nivel muy superior a lo acostumbrado en una programación televisiva colonizada mayormente por lo estadounidense.



Aparte de todo esto, súmenle mi elitismo innato, mis ganas de reivindicar lo ninguneado y poco querido, de dar oportunidades a aquello que se suele despachar con dos frases tópicas y llenas de prejuicios. Si de por sí la animación no se suele considerar con seriedad, siendo tratada como una especie de insulso pienso cultural para quitar el hambre mental a los niños, el hecho de que encima sea de origen japonés añade elementos de choque cultural que entre nosotros suelen significar desastre. Salvando lo autóctono y lo proveniente de Estados Unidos, donde a fuerza de lavado de cerebro hemos terminado por obviar todo elemento discordante, nuestros públicos audiovisuales suelen experimentar un rechazo instintivo hacia todo aquello que sea demasiado distinto, que requiera ponerse en la piel o en la mente de personas con escalas de valores distintas. Una actitud que a un servidor, que suele poner en tela de juicio "nuestra" escala de valores, le hace bastante gracia. 


Uno diría que en los tiempos que corren, con tanta mundialización e internet y todas esas gaitas, se habrían allanado muchas diferencias, y que exagero un poco porque, bueno, fijaos en el éxito de las intrigas policíacas nórdicas, en la cierta simpatía que parecemos albergar en España hacia nuestros primos italianos, bullangueros y ligones, que es extensible hacia las ficciones que reflejan el estereotipo, y que incluso los hieráticos teutones ven admitidos sin problemas sus telefilms en Antena 3 a la hora del mediodía. Bueno, admitimos pulpo, pero tengamos en cuenta que sigue tratándose de europeos blancos con un similar telón de fondo cultural o histórico. No me consta en cambio que un público generalista esté dispuesto a enfrentarse al pequeño enigma que supone la cultura llegada de Oriente. Recuerdo hace unos cuantos años, cuando un distribuidor tuvo la peregrina idea de querer hacer llegar a las multisalas la película coreana "The host" de Bong Joon-Ho, por aquello de que a priori era una obra muy comercial y había tenido un éxito aplastante en su país de origen, por delante de muchos blockbusters americanos. Bueno, pues emplazo a mis lectores a cualquier foro cinematográfico en Internet, que es donde realmente se reflejan de manera democrática, en toda su crudeza, sin filtros editoriales de ningún tipo, las miserias de la gente de a pie. Las flores dedicadas al actor protagonista, Song Kang-Ho, de las cuales tal vez la más respetuosa solía ser "chino subnormal", la incomprensión absoluta de la mezcla de tonos, del costumbrismo y de las lecturas sociopolíticas de la historia, todo ello impensable en títulos análogos del Imperio, marcó a mi juicio el declive de los estrenos de cine oriental en las salas de nuestro país. Los números no mienten: un total de SIETE películas procedentes de Asia estrenadas en cines españoles durante todo el año 2011.



En el caso de la animación, además, el prejuicio se quiere disfrazar de juicio con alarmante frecuencia, y no es raro que se esgriman en contra del anime argumentos totalmente peregrinos que sin embargo se suelen aceptar sin problemas. La madre de todos los ejemplos es el típico “no me gustan los dibujos japoneses porque me da rabia lo grandes que tienen los ojos los personajes”, dicho encima con un cierto tono de superioridad cultural y de jocosa conmiseración, pues se da por supuesto popularmente que la raíz de este elemento estético es sublimar un hipotético complejo de “ojos pequeños” por parte de la raza nipona. Pues bueno, esto no es verdad. Si el estilo de dibujo privilegia los ojos grandes, se debe principalmente a que Osamu Tezuka, uno de los padres de todo el invento, se inspiró en los cartoons animados de Disney y en Betty Boop. Haced una búsqueda de imágenes en Google tecleando “Disney” y fijaos un poco en el tamaño de ojos de Mickey, Donald, Goofy o Pluto. Sin embargo ese tamaño de ojos, en este caso concreto, no plantea conflicto alguno.


Otro tema es el de “no puedo entrar en las películas de Miyazaki porque la estética es demasiado infantil”, problema que desde luego no parecen plantear las películas animadas de Disney, Pixar o Dreamworks, muchas de las cuales son devoradas por un numeroso público adulto que no experimenta ningún escrúpulo ante argumentos, desarrollos y diseños mucho más infantiles que la media de las películas del estudio Ghibli. Pero claro, si uno argumenta que Miyazaki, o Ghibli, o cualquier otra animación japonesa, incluye múltiples elementos para un público adulto, precisamente eso es vuelto en su contra, pues nadie cuestiona que la animación es para niños y nada más, con lo cual los japoneses, introduciendo esos elementos, no harían más que aburrir, asustar o traumatizar a los pobres niños, cuando no “malearlos” directamente a base de sexo, agresividad o las rabietas de Shin Chan.



Sin cultura de la animación y sin cultura de lo asiático, ¿qué destino le esperaba al anime? ¿Cómo convencer a los programadores de televisión de que hay mucha animación no estrictamente infantil, e incluso hecha directamente para adultos? ¿Cómo hacer comprender que culturas diferentes tienen diferentes conceptos de lo que es infantil o no lo es? ¿Cómo meter en la cabeza de los programadores, y de los padres, la disparidad entre lo infantil, lo adolescente y lo enfocado a personas mayores, cuando todo está narrado mediante dibujos en movimiento? ¿Cómo hacer entender que, contrariamente a la producción habitual de series animadas en Europa y América, donde prácticamente todo es para niños y hay relativamente pocos subgéneros, que en Japón existe un abanico inacabable de asuntos y enfoques más allá de karatekas superpoderosos y futbolistas que tiran con efecto (porque de mis queridas niñas con vidas melodramáticas ya ni se acuerda nadie)? Teniendo en cuenta todos estos interrogantes, uno no sabe qué mantiene una serie animada tan corrosiva y tan para adultos como "Padre de familia" en horario de sobremesa, con todos los niños mirando: o bien que la produce la Fox y las asociaciones de padres no pueden con ella, o simplemente que quienes la hacen son perfectos americanos sanotes en lugar de unos putos japos frikis, y por tanto no hay peligro alguno.



Pero al menos hay un núcleo de fieles seguidores a quienes les gusta todo eso del manga y el anime, ¿no? Tal vez, pero aquí surge de nuevo mi problema personal ante el fenómeno friki, su manera de apropiarse de fenómenos culturales como señas de identidad y de arroparlos a base de actitudes excluyentes, de extravagancias diseñadas un poco para echar atrás al resto del público potencial y dejar claro que el fenómeno en cuestión solo les pertenece a ellos. Estoy seguro, y observad que estoy haciendo un esfuerzo ímprobo por no ser injusto, de que dentro de la subcultura otaku hay gente estupenda y muy válida, de la misma manera que habrá gente estupenda y muy válida dentro del cristianismo, el islam, el judaísmo o cualquier otro credo. Mi problema es que no soy capaz de entrar en un grupo que siga un catecismo.



El catecismo otaku, al menos en España, afirma en uno de sus mandamientos: “amarás al manga sobre todas las cosas” con el corolario de que “un anime es siempre una versión inferior de un manga”. Yo estoy seguro de que disfrutaría bastante del manga, aunque a uno, por un lado, no le apetece a estas alturas contraer vicios consumistas nuevos, y por otro, mi mente anquilosada de mediana edad encuentra muy complicado aprender a leer una historieta pasando las páginas al revés y descifrando las viñetas en un orden que nunca he comprendido. Lo que no entiendo muy bien es el prejuicio en contra del anime, toda vez que, precisamente, los elementos que a mí me han atraído siempre de él no son solo los dibujos y las historias, sino también, y sobre todo, características exclusivas del producto audiovisual, como la planificación, el color, el montaje, la música o las voces originales, que algunos supuestos aficionados consideran “demasiado exageradas”, cuando a mí me dan la impresión de recoger el testigo de tradiciones teatrales centenarias, o milenarias, incorporándolas a contextos actuales de lo más variopinto. 



Lo cierto es que la preferencia por uno u otro de los dos medios, diferentes aunque con una clarísima relación (el anime suele adoptar un estilo manga en el dibujo, y una gran cantidad de series de anime adaptan hitos de la historieta nipona) no debería importar demasiado en un mundo ideal, pero lo cierto es que si a la consideración del anime como un producto inferior se le une el uso y abuso de Internet como medio difusor gratuito de lo audiovisual, nos encontramos con legiones de aficionados con enormes colecciones de manga en sus casas (por no hablar de figuritas y otros elementos accesorios que no son precisamente baratos) y en cambio no tienen ni un minuto de anime en edición oficial. Admito que hay muchísimo anime que no nos va a llegar nunca, y que si uno tiene una afición devoradora por el medio y ya se ha visto todo lo que ya se editó legalmente en el pasado (hablo con cierta sorna porque se trata de un dominio muy vasto y que a alguien como un servidor, que lleva apenas dos años en el tema, le resultaría materialmente imposible), no va a tener más remedio que recurrir a las descargas para estar al día, pero esto no tendría que implicar necesariamente que se dé la espalda de modo sistemático a las ediciones legales, como prueba el fracaso estrepitoso en España de series que sobre el papel eran un bombazo, como “Fullmetal Alchemist”, “Death Note” o “Nana”. Se ve que el valor coleccionista de una edición videográfica, incluso con una bonita presentación, no es demasiado grande para nuestros aficionados, que además suelen encontrar exorbitantemente caros los DVD y BD, incluso cuando les pueden salir, con astucia y paciencia, a un precio de menos de un euro por capítulo. En cambio, algunos de los mismos no suelen tener problemas en desembolsar cerca de unos 100 euritos en una figura de Asuka Langley con el traje rojo que usa para pilotar su Evangelion.


Cada uno se gasta su dinero en lo que quiere, diréis algunos, pero no puedo evitar sentirme un poco afectado, pues todo esto tiene como consecuencia que el anime, al desaparecer de los puestos de venta habituales y no emitirse por televisión, con mínimas excepciones nostálgicas e infantiles, cada vez cae más por debajo del radar del público mayoritario, que lo identifica con esa minoría vociferante que sale disfrazada por televisión y que se identifica de manera entusiasta con todos los aspectos más frívolos y festivos del fenómeno, que tampoco se deberían repudiar al cien por cien ya que le dan una alegría y una vivacidad pop únicas, pero que se utilizan un poco para enmascarar la creatividad, la profundidad y el corazón que a menudo es posible encontrar en productos como el anime y a las que cada vez menos personas ajenas al mundillo van teniendo las inquietudes de acceder, fundamentalmente por desconocimiento. 


La eventualidad de que personas de edad madura y cierto poder adquisitivo vayan al Corte Inglés a por dos o tres packs de series de anime estimulados por el intrigante recuerdo de un pase televisivo se va haciendo con los años cada vez más improbable (y si se trata de alguien que sea joven en la actualidad, cuando en la TDT se ven solamente “One Piece”, “Inazuma Eleven” y reposiciones de “Doraemon” y “Dragon Ball Z”, la cosa se pone más peliaguda si cabe). Lo de apreciar el anime es cosa de otakus, y si no perteneces a sus grupos va a ser raro que te enteres de que el anime ha avanzado desde los tiempos de “Mazinger”, y aun así, si perteneces a grupos otakus, lo normal será que te guste todo lo más “shonen” y te sientas aburrido por todo aquello que no contenga peleas o no se recree en los encantos dibujados de las protagonistas. Advierto que estoy simplificando y que generalizar es siempre peligroso, pero no creo equivocarme si señalo la escasez de un público adulto que aprecie el anime sin vivir obsesionado por él y que lo integre de manera natural en el panorama cultural del cine, la literatura, la música y el resto de las artes. 


Pero de todas maneras mis quejas son irrelevantes: si me hace feliz ver anime, lo voy a poder seguir viendo, incluso si no se edita aquí, dado mi dominio de las lenguas de al menos tres países donde se sigue apreciendo el visionarlo en edición legal con buena presentación, discos serigrafiados, distintas modalidades de visionado, buena tasa de bits, etc. Lo que me da lástima es que muchas personas con buen nivel cultural e inquietudes artísticas se sigan perdiendo, por prejuicio o por ignorancia, la que para mí es una de las producciones audiovisuales más fascinantes del mundo entero, con una variedad y una capacidad de sorprender inagotables, y capaz de rejuvenecerte y regenerarte el corazón y el sentido de la maravilla hasta en los momentos más oscuros y desesperantes de tu vida. Pero en fin, vosotros os lo perdéis.


Me detengo aquí, porque creo que está siendo la entrada más larga de todas las que he escrito hasta el momento, pero algún día continuaré hablando de algunas de las series que hasta el momento me han causado impresión y mis razones para ello. No lo esperéis con gran impaciencia, pero quizá algún día vea la luz…