martes, 31 de marzo de 2015

XII Muestra SyFy, capítulo VI: Con el hambre no se juega


Los programadores de la XII Muestra SyFy parecen tener a veces su lado malintencionado, queriendo que el espectador se replantee sus opiniones poniendo los visionados anteriores en un nuevo contexto. Por ejemplo: a los que despotricasen de “Tokyo tribe”, denunciándola como frikada nipona sin pies ni cabeza, se les dio la posibilidad de enmendar su error de juicio viendo otra peli del mismo país, “Hunger Z” (alias “Hunger of the dead”), que la dejaba a la altura de un cruce entre Coppola, Vincente Minnelli y… supongo que Chang Cheh o alguno de esos.


No es momento de quejarse ahora de las pelis “caspas” de madrugada, pues la tradición es larga. Durante un par de ediciones de la Muestra, se cerraba la noche del viernes, o del sábado, con uno de los terribles telefilms del canal patrocinador, comentado en directo por un “comité de sabios” en el que descollaba Vigalondo, ese personaje hacia el que servidor siente una cierta  ambivalencia. Uno aprovechaba la coyuntura para irse a casa un poco más temprano, sobre todo en el Callao, que le exige un viaje de retorno más largo que el “Exodus” de Ridley, pero ahora, con la reserva del hueco para la sesión golfa en el sentido de gamberra, uno espera que se le dé lo que se debería ofrecer: un destilado de mal gusto inteligente, una ida de olla tan delirante que termine situándose más allá del bien y el mal.


Pero al final el problema siempre es el mismo: como se tienen pocos medios, se busca ser cutre conscientemente y se alimenta el sentido de superioridad de un público un poco frustrado al que se consuela mostrándole que se puede ser malísimo y aun así estrenar una película en un festival. La enésima aventurilla de zombis casposos es aderezada con un concepto desmadrado que podría haber dado resultados curiosos (como los muertos vivientes han terminado devorando a la mayoría de la población viva, les es necesario a la larga criarlos en granjas para que siga habiendo nuevos vivos, de donde surge como corolario que los prisioneros han de copular cual conejos para mantener satisfecha el hambre zombi del título).


Iba a empezar el párrafo en plan “por desgracia, las expectativas no se mantienen”, pero me lo he replanteado en décimas de segundo: la idea es que no puede haber expectativas, porque en este sub-subgénero se espera ver una película mala, con malos efectos, mala interpretación, realización voluntariamente tosca (los frecuentísimos insertos de unas muñecas de porcelana arrancaron más aplausos a cada reiteración, rivalizando con los de la luna llena en “Boneboys” que originaron una de las más entrañables tradiciones de la Muestra) y una resolución cuanto más chusca mejor. Me dolió especialmente, dada la premisa, el desaprovechamiento del ángulo “soft core” (error en el que no incurría “Dead sushi”, que sin embargo carecía de coartadas para ello, por no hablar de las colegialas maoríes de “Fresh meat”), y no fui capaz de combatir el sopor que invade mi cuerpo cuarentón y trabajador asalariado a esas alturas de la madrugada. Para las sesiones golfas, hacen falta peli más golfas.

lunes, 30 de marzo de 2015

XII Muestra SyFy, capítulo V: Compañeros de ataúd


Cuando se elige la carrera de llevacontrarias profesional, suelen surgir momentos de crisis que ponen a prueba tu vocación. Por ejemplo, la comedia de terror neozelandesa “What we do in the shadows”: resulta tan sorprendente, tan imaginativa, tan ingeniosa, tan llena de momentos divertidos, tan cariñosa en su amable parodia con mucho de homenaje, que dan ganas de ponerla a parir. ¿Cómo se atreven estos tíos?


Pero lo cierto es que hay mucho que disfrutar. Incluso el gimmick del “falso documental” funciona bastante bien, por cuanto estamos siempre adoptando una perspectiva externa, de cámaras profesionales que nunca llaman la atención sobre su trabajo con tembleques inoportunos, se ve claramente que es un trabajo montado a posteriori, y el formato de “observación antropológica” da la coartada perfecta para que los personajes hablen de sí mismos (cosa que no sucede con otros personajes de “mockumentaries” que, en cintas hechas para consumo privado, dejan clarísimo hacia cámara todo el rato lo que están haciendo y por qué). 


La convivencia en el mismo piso de un grupo de vampiros iniciados en distintas épocas de la historia saca oro del contraste entre distintas maneras de enfocar el mito, desde “Nosferatu” hasta “Crepúsculo”, y no solo saca inspiración humorística de las reglas canónicas y su choque con las exigencias del mundo real (¿Cómo se viste un vampiro si no puede reflejarse en un espejo? ¿Cómo es posible que entre en un local nocturno si se mantiene la necesidad de ser invitado para pasar, al estilo Drácula?) sino que, invirtiendo la jugada, satiriza la sociedad confrontándola con el espejo del fantástico (¿Cómo va a fascinar un vampiro a su víctima con la mirada si apenas se apartan los ojos de los móviles o las tablets? ¿No es cierto que una pareja contemporánea, pese a lo que ha llovido, funcionaría mucho mejor si uno de ellos fuera el amo vampiro y el otro el servidor come-cucarachas al estilo Renfield?)


Algunos creen ver en estos neozelandeses, ya vistos en la serie “Flight of the Conchords” a unos nuevos Monty Python, pero ya veremos en qué queda la cosa. Dolera, entusiasta y vacilona pero con bastante cabeza, puso el dedo en la llaga antes de la proyección con una pregunta maliciosa: ¿por qué estas películas favoritas del público, que ganan premios en los festivales (entre ellos el de Hawai, que cautivó la imaginación colectiva del evento) y absolutamente todos los forofos del género han visto, luego no se estrenan,  ni se editan, ni tienen repercusión? Ya dijimos en su momento por qué: estamos en pleno cumplimiento de la profecía warholiana de los quince minutos de fama. Cuando vea otra peli de este talentoso equipo, dejaré de contener la respiración.

domingo, 29 de marzo de 2015

XII Muestra SyFy, capítulo IV: Mi novia es una zombi (otra vez)


Lo malo de ser un maestro del fantástico hoy en día es que sigues haciendo comedias adolescentes a los 68 años. No hace muchos años, se oyó a Joe Dante quejarse amargamente de que por culpa de Lucas las películas de ciencia ficción y géneros afines se hacían para vender muñequitos, pero, misteriosamente, el rasgo distintivo de “Burying the ex” entre otras ciento cincuenta comedias de horror de inspiración ochentera en las que la novia muerta del chico vuelve de la tumba para seguirle exigiendo sus derechos es precisamente el fetichismo por el género, el gusto por una parafernalia de pósters, atrezzo y secuencias icónicas como la que da de comer al protagonista encarnado por Anton Yelchin.


El guión, de manera bastante tramposilla, va a la yugular de uno de los problemas existenciales básicos del friki del fantástico: la dificultad de conectar con una chica que no conecte del todo con tus gustos y la manera de que, si no los va a compartir nunca, al menos los respete. Avisemos de que será un poco improbable que el asistente medio de la Muestra vaya a verse en la tesitura de lidiar con una churri del calibre de Ashley Greene o encuentre su sueño de hermandad espiritual con Alexandra D’Addario. Es bastante más probable, no obstante, que, a la hora de redecorar el apartamento, sus carteles de “Terror en el espacio” terminen no ya doblados en un cajón sino directamente en la basura, pero así es la vida. 


No se trata de una película ambiciosa ni mucho menos, ni tampoco de una historia imprevisible. Supongo que muchos espectadores irritados por el ruido y la furia de “Tokyo tribe” se sintieron consolados por una ficción que da punto por punto todo lo que promete en sus primeros minutos sin sorpresa alguna, pero tampoco seamos tan duros: las últimas Muestras SyFy nos han demostrado lo difícil que puede ser lograr la proporción justa entre humor y horror. Por cada “Tucker & Dale vs. Evil” tenemos cinco o seis “Cockneys vs. Zombies” explotando el filón sin vergüenza alguna. Aquí al menos nos reencontramos con el viejo amigo que nos regaló “Aullidos” o “Piraña” (aquella etapa cormaniana con guiones de John Sayles que me permito preferir a su efímero momento de gloria en la Amblin de Spielberg y aquella peli de monstruitos traviesos de cuyo nombre no quiero acordarme), aunque le veamos casi obligado a revivir su adolescencia una y otra vez por necesidades de su carrera. A mí me encantaría ver en pantalla las vicisitudes y encontronazos con la vida de un friki al borde de la tercera edad (tal vez encarnado por Dick Miller, cuyo habitual cameo en la filmografía de Dante no faltó y arrancó al público un aplauso que casi fue el momento más disfrutable de la sesión), pero en la práctica los viejos supervivientes, si no quieren o no pueden abandonar el género, tienen que seguir haciendo reír a los jovencitos de 17 años.

sábado, 28 de marzo de 2015

XII Muestra SyFy, capítulo III: Las rimas de Ikebukuro


Una de las cosas que me gustan de la Muestra es cómo crea condiciones especiales en las que uno se abre más al mundo y aprende a apreciar fenómenos que normalmente desprecia. Es el caso de lo sucedido con “Tokyo tribe”: normalmente, mi desdén por el rap y la subcultura hip-hop es bastante notorio, con lo cual, en teoría, una película musical que gira en torno a este estilo y que rapea sus dialogos durante más de dos horas debería haberme sacado de mis casillas, ¿no?


Pues no. Culpen a mi japonesismo, pero la premisa de Sion Sono es tan extravagante, con tan pocas medias tintas, tan decidida a evitar toda tibieza, tan diferente a todo (¿cuántos musicales rap sobre guerras de bandas al estilo hiperbólico de un manga o anime habéis visto en vuestra vida?) que uno, ante su longitud desmesurada y su ignorancia sublime de la estructura en tres actos y demás melindres narrativos que dotan de medida y entretenimiento tradicional a un relato, opta por relajarse, disfrutar y vivir una experiencia única que ningún visionado doméstico podrá replicar (dudo que incluso la alta definición haga justicia a semejante abigarramiento de figuras dentro de un carnaval de iluminaciones difusas que se carcajea del culto actual a la nitidez).


Habiendo solo visto de este director “Love exposure”, me pilló un poco por sorpresa semejante despliegue colorista y escenográfico, que hace pensar por momentos en una reformulación estrambótica de los musicales de la MGM (aunque haya elementos comunes, como el fetichismo de las braguitas, explotado aquí a placer con la coartada de las patadas voladoras de la karateka), y la absoluta falta de pudor a la hora de lanzarse a tumba abierta a lo grotesco e histriónico. Me da un poco de rabia que se refuerce una vez más el estereotipo del cine nipón como fábrica de frikadas pasadas de rosca (cuando precisamente hay una etapa de cine de género clásico, sujeto a cánones fijos, que soporta las comparaciones que queráis con el viejo Hollywood), pero pensemos que aquí, como en otras manifestaciones populares del país del Sol Naciente, tenemos aparentemente la válvula de escape ideal a siglos y siglos de tradiciones restrictivas y a una sociedad competitiva y clasista que aplasta al individuo. Siempre he odiado la idea de que hay que guardar compostura y maneras hasta en el campo de lo imaginario, hasta el punto de encontrar que merece la pena viajar hasta el mismo borde de la saturación con tal de rebatirla.


Por otro lado, la hipótesis de que la raíz de la agresividad y las guerras reside en la competición por ver quién tiene el pene más grande es tan poco sutil como en el fondo acertada.

XII Muestra SyFy, capítulo II: Ruidos tras las paredes


Da un poco de vértigo saberse lo suficientemente mayor para haber visto en festivales del género un par de películas de un tipo neozelandés semidesconocido llamado Peter Jackson, tituladas “Meet the Feebles” y “Brain dead”. Desde entonces, parece que este archipiélago de Oceanía se ha convertido en una pequeña meca del cine fantástico, terror y gore, supongo que porque papá Peter ha demostrado la viabilidad de los subgéneros frikis como manera de consolidar una carrera que puede llevar a lo más alto (aunque, según a quién preguntes, también a lo más bajo).


Por eso supongo que veo “Housebound”, recibida por parte del público de la Muestra con un desprecio un tanto exagerado si consideramos que se trata de una ópera prima, con una mezcla de simpatía y desconfianza. El mito de la película de género voluntariosa y entusiasta, que intenta hacer virtudes de sus defectos, se desmorona un poco si pensamos que en el fondo es una tarjeta de visita para presentar a productores de blockbusters y convencerles de que si conseguimos hacer una película que mínimamente se veía y tenía cierto atractivo comercial con cuatro duros, será improbable que nos salgamos del presupuesto inicial si se nos quieren confiar más medios. La ética del cine B como estilo de vida cutre pero honrado está a punto de pasar a la historia: pocos cineastas van ya a Sundance sin el sueño de alternar con starlets en bikini en una piscina de Beverly Hills.


El punto de partida de “Housebound” recuerda demasiado al de “Disturbia”, con Shia LaBeouf (un joven problemático, sentenciado a arresto domiciliario, se ve envuelto en problemas que harían necesaria su salida de casa) como para hacer olvidar que trata de hacerse un hueco entre las comedias juveniles de Hollywood. En este caso, se trata de jugar una carta de gamberrismo un tanto atenuada: se da la vuelta a la tortilla cambiando de sexo al protagonista y tratando de subvertir los valores de género habituales, con algunos gags de cierto mal gusto no tan agradecidos ahora que en Hollywood el mal gusto también se ha vuelto mainstream. No recuerdo ahora mismo muchos empleos narrativos del chorro de orina de una chica en el baño (interminable pero interrumpido cada cierto tiempo para cerciorarse de que los extraños ruidos de la casa están presentes), pero, en pleno reinado de Judd Apatow y compañía, tampoco me parece que abra nuevos caminos en el humor.


Lo triste no es, como dicen algunos, que se venda una película de fantasmas y se termine dando otra cosa (nadie le pone tantos reparos a “Agárrame esos fantasmas” de Jackson, que hace algo similar), sino que el ritmo, supuesta baza invencible del cine de bajo presupuesto frente a la pesadez de películas que tratan de exhibir sus grandes medios en cada fotograma, renquea y avanza a parones como el ya mecionado chorro del personaje de Kylie. Por fortuna, el desenlace sí sabe utilizar sus bazas humorísticas al parodiar con fortuna la convención de los utensilios domésticos como armas homicidas en el gore (con mención especial para el rallador de pan), pero quizá sea demasiado tarde para el público de hoy, acostumbrado a cerrar la pantalla del ordenador si no ha habido una escena potente en los primeros 10 minutos (y luego dicen que el TDAH no existe, cuando precisamente la cultura internetera y movilera lo fomenta). 


Nuestro amigo Dani, al mencionársele que el director Gerard Johnstone querría ser otro Peter Jackson, observó con agudeza que aquí ya hacía aparecer a su propio hobbit. Pero no digo más, que sería spoiler.